años de plomo

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por SALETE DE ALMEIDA CARA*

Consideraciones sobre el libro de cuentos de Chico Buarque

1.

Em años de plomo, de Chico Buarque, el conjunto de ocho cuentos no ahorra molestias al lector.[i] La lectura de tres de ellos pretende señalar cómo la estrategia autoral pide al lector una reflexión crítica a través de la mediación de voces narrativas. Ese es el desafío. Sin embargo, como se ve en las historias del volumen, es precisamente este reflejo el que está cada vez más amenazado.

El sistema mundial sumido en crisis geopolíticas, económicas, ambientales y sociales parece emerger fortalecido por la evidencia clara de las contradicciones y ambigüedades de sus propósitos, que no se ocultan, sino que se explicitan. ¿Cómo puede la literatura abordar la cuestión de una época que expone, sin dudarlo, la violencia de la arbitrariedad y los intereses del lucro y del poder militar? En estos cuentos, narradores y personajes no escapan a su participación en el proceso desde la perspectiva de la vida brasileña.[ii]

Los relatos desafían al lector que no está atento (por así decirlo) a la modernización con una integración social fallida que, como tal, fue violentamente normalizada por el golpe civil y militar de 1964, para regocijo de quienes aún hoy la celebran, a pesar de las El alivio de muchos al final de la dictadura se mezcló, sin embargo, con el coro del consenso financiero neoliberal de los años setenta y ochenta.

Un proceso que avanzó en los años 1990 al incluir como “progresista” la promesa de oportunidades garantizadas por la agenda del capital y del mercado, con miras a controlar las poblaciones, los movimientos sociales y gestionar la pobreza. Como sabemos, la perturbación productiva combinada con la perturbación del proyecto de desarrollo nacional dio como resultado la desintegración social, con menores perspectivas de trabajo y supervivencia vinculadas a la soberanía del mercado, a través del cual pasan ilegalidades altamente organizadas.[iii]

En los relatos aquí analizados, las condiciones objetivas de los impasses de narradores y personajes, que entrelazan el tiempo presente y pasado, conciernen a las relaciones entre una realidad social y económica justificada en sus dimensiones más desastrosas y perversas y las experiencias narradas. La elaboración de los narradores y personajes, en situación, pide al lector que emita un juicio sobre la etapa de la vida contemporánea, que también le concierne, al tragar diferentes temas de diferentes maneras como piezas funcionales en el curso histórico de la vida mundial y nacional. .

Vale destacar una pregunta formulada por Antonio Candido al abordar el cuento brasileño de los años 1960 y 1970, en un ensayo escrito en los años 1970 como respuesta innovadora a una época “ferozmente represiva” desatada en 1968, con “violencia urbana”. en todos los niveles de comportamiento”, destaca en la elección de los temas y la técnica narrativa en primera persona la “aspiración a una prosa que se adhiera a todos los niveles de la realidad”.

En otras palabras, “la brutalidad de la situación se transmite por la brutalidad de su agente (personaje), con quien se identifica la voz narrativa, lo que descarta así cualquier interrupción o contraste crítico entre narrador y materia narrada”. Un “realismo feroz” que “ataca al lector al mismo tiempo que lo involucra”. Y se pregunta si la identificación en primera persona con “temas, situaciones y maneras de hablar de los marginales, de los prostitutos, de los incultos de las ciudades, que para el lector de clase media tienen el atractivo de cualquier otro pintoresco”, no podría resultar en “un nuevo exotismo de un tipo especial, que será más evidente para los futuros lectores”.[iv]

Al señalar el riesgo de un estereotipo de forma y contenido, la crítica nos lleva a pensar no sólo en la función del punto de vista narrativo como dato formal implicado en los desafíos planteados por la materia y el material del tiempo, sino también en su relación con el lector. Los cuentos de Chico Buarque, publicados en 2021, responden a estos desafíos.

2.

 “Mi tío”, como se verá, revela a través de la construcción de la narrativa en primera persona el horror de la situación, una niña sometida a constantes abusos sexuales por parte de un tío (un miliciano, tal vez) con la connivencia de su padre y su madre; “El Pasaporte” muestra cómo el propio movimiento del narrador en tercera persona compone la precariedad de sujetos tragados por una realidad histórico-social congelada como evidencia incuestionable, al perseguir un punto de vista que dé cuenta de lo que sucede cuando un “gran artista popular parte hacia París; años de plomo instala la voz del narrador en primera persona en un presente narrativo construido, a su manera, a partir de recuerdos y quizás fantasías de su propia experiencia formativa, en los años 1970, como un niño físicamente limitado por la polio en un ambiente familiar militar.[V]

En “Mi tío”, la forma en que la niña cuenta la terrible experiencia a la que es sometida, como víctima, revela la dimensión de la violencia social y psíquica en un proceso que no comprende y que, de hecho, la destruye. Y eso está representado por sus relaciones con un tío, su padre y su madre, esta última mencionada, no casualmente, en el inicio y el cierre de la historia. La voz en primera persona revela la naturaleza destructiva y bárbara del mundo en el que le toca vivir.

“Mi tío vino a buscarme con su auto nuevo” y mientras “papá fingía estar durmiendo en la habitación”, “mamá recibió a mi tío con dos besos, le ofreció café, agua, pan de queso”. La niña es sacada apresuradamente del apartamento por su tío “inquieto” (“mi tío parecía más pequeño sin las gafas de sol”), quien refuerza su promesa de llevarlas “a un apartamento mejor, en un barrio mejor”. “Mi padre nunca rechazaría una actualizar, según mi tío, y yo sería más feliz si viviera cerca de la playa”.

La niña describe con precisión el coche de su tío (“un Pajero 4 x 4 SUV”) y la procesión por las calles estrechas llenas de “coches viejos y cadáveres”. Recuerda que su tío “siempre repetía que la envidia es una mierda”. Y señala que, a máxima velocidad y tocando la bocina, “fue dentro del túnel donde mi tío compensó el retraso”. En Lagoa, paga la gasolina en efectivo, “billetes de cien reales”. El sonido del auto tiene un “volumen impresionante” y “cada latido funk era como un corazón latiendo con fuerza”. En Barra da Tijuca, siempre impaciente, el tío se mueve entre “vendedores ambulantes”, “hombres adultos”, “limpiaparabrisas” y “malabaristas”, derribando las jaulas de un “vendedor de periquitos”.

En una cabaña de playa come ostras (“Él me había enseñado a gustar las ostras”), se mete en el mar por orden de su tío, mientras él espera vestido, diciendo en un momento “que tenía ganas de comerme el culo”. Al salir de la playa están los hombres que la niña había visto de lejos, quejándose del Pajero mal estacionado sin atreverse a enfrentarse a su tío. “La envidia es una mierda, debiste pensar cuando viste a los conductores bloqueados, que esperaban con la cabeza gacha y haciendo pucheros”. Al entrar en un barranco, el barrio tiene una “calle residencial” de un lado y “más bien una favela” del otro, observa. El tío es tratado con deferencia y hace grandes distribuciones (“fajos de dinero”) a los trabajadores en una obra de construcción (ilegal, seguramente pensará el lector).

Una vez en la avenida, la disputa entre su tío y un motociclista deja en la niña un repentino y breve atisbo de un deseo de autonomía. “En un momento tuve la impresión de que me estaba mirando, pero el insufilm en la ventanilla lateral le impedía ver el interior del coche. (…) y ahora, si quisiera, podría ver mis piernas a través de la transparencia del cristal frontal. También se podía ver por la visera del casco que tenía ojos de color verde claro”.

El motociclista daña el Pajero con una barra de hierro, es arrojado desde la parte trasera del coche a una obra y rueda varias veces con la potente motocicleta, “abrazándola”, como ve la chica. "Afortunadamente, justo delante estaba el concesionario Mitsubishi". Allí, el tío exige y consigue el cambio del coche por otro expuesto en la tienda, y al comprarle Viagra en la farmacia, aún queda una suposición por hacer. “Debieron pensar que sólo una chica muy suburbana va de compras en bikini”.

El ritmo enumerativo y casi protocolario de la narrativa de la chica, al contar el tremendo material, se repite en la escena del motel donde el tío proyecta una película porno. “Sin quitarse las gafas de sol, me comió la cola mordiéndome la cabeza. Luego se acostó de lado y estuvo un buen rato acariciando mi pelo liso, como el de mi madre”. El breve recuerdo afectivo entabla continuidad natural y equivalencia con la promesa secreta de su tío de que ella sería la primera en viajar en el avión que él iba a comprar, con los gritos por no haberlo despertado, con el pago de la cuenta del motel “en varios billetes de cien”, la marcha atrás que raspa “el guardabarros delantero contra la pared”, el “dinero extra” que le da su tío para tomar un taxi (“dijo que tendría problemas en casa”), ya que vivía justo allí en Barra da Tijuca.

De regreso a casa, la narración de la niña no hace más que reproducir la reacción de su madre, que se queja del condón sin usar en su bolso y del riesgo de embarazo y aborto espontáneo. “Mi padre garantizó que nadie me obligaría a abortar, ni siquiera mi tío con todo el poder que tiene”. Las frases finales del cuento están dedicadas a las reflexiones del padre y de la madre (por así decirlo) sobre la situación. “Mamá dijo que no me crió para darle un nieto que fuera sobrino al mismo tiempo. Sin mencionar que los parientes consanguíneos a veces tienen hijos degenerados. Mi padre dijo que no es así”.

De esta manera, el proceso de degradación vivido y aceptado por la niña, incapaz de comprender, la encierra y la aprisiona de manera desastrosa y despiadada. Una violencia a la que el lector se sumaría si observara el horror ajeno sólo a través de clichés morales o psicológicos –sumisión y servilismo, interés, admiración, ingenuidad, entre otras generalidades. En la narrativa de la niña arrojada a las fieras se afianza la tragedia histórica y social.

3.

En la segunda historia, “El Pasaporte”, el narrador en tercera persona narra el cruce de un popular “gran artista” por el aeropuerto Tom Jobim hacia París, “con una maleta de mano y nada que facturar” (seguramente con un aterrizaje exitoso, piensa quizás el lector, sin perder de vista al propio autor que vive en esa ciudad). [VI] El “gran artista” quiere llegar inmediatamente a la primera fila de la clase business, sin “llamar la atención” ni “pararse por nada ni por nadie”, tomando un ansiolítico, tapándose la cara y durmiendo hasta llegar a París. Sin embargo, este deseo se verá suspendido por la desaparición de su pasaporte, y la evolución se producirá después de que, con dificultades, consiga embarcar.

¿Cómo configura el narrador el tono bajo de su artículo? Al transitar entre la proximidad y la distancia como voz organizadora de los hechos narrados, busca un punto de vista capaz de dar sentido al relato y al asunto que está dispuesto a afrontar, en cuyo ámbito se ve inmerso como parte del material. La estrategia autoral no pierde de vista los impases en esta búsqueda. Al saludar al lector por momentos, se sugiere el amplio alcance de la experiencia que embarga al narrador y se abre al final de la historia, como si no hubiera nada más que hacer que tirar la toalla. ¿Una forma de optar por no participar o por no participar?

La atmósfera de final de fila ya se instala con la llegada del “gran artista” al aeropuerto. El narrador describe con frialdad el entorno, que no se corresponde con la medida de prestigio y “glamour” que normalmente le confiere la expectativa de volar fuera del país. En los “meandros de un compra gratis” con poco movimiento, “la iluminación en las tiendas es casi redundante”.

El “gran artista”, viajero habitual, se desorienta en las tiendas y “por primera vez” se fija en el “suelo de espejos con flechas en diferentes direcciones”, encontrando “con dificultad” un baño. A toda prisa, intenta ganarle a la velocidad de la cinta transportadora e incluso se emociona con una pareja de enamorados, dando lugar a una sugerencia del narrador que parece estimular, en ambigua complicidad, la curiosidad del lector. "Quizás también había alguien en París esperando al gran artista".

Cuando notó que faltaba el pasaporte, “no podría haber adivinado que en ese momento un curioso estaba abriendo un pasaporte abandonado junto con la tarjeta de embarque en el mostrador del lavabo del baño”. Adelantándose al “gran artista”, que “no podía adivinar”, el narrador comparte con el lector la escena y el juicio sobre el “individuo” que “apenas podía creerlo cuando vio en el documento el nombre y los detalles de el artista que más amaba. Lo odié”.

Sin portar “la idea de que la celebridad tomaría champán en París, viajando en el mismo avión que él", y "sintiendo que el sinvergüenza volvería al baño en cualquier momento", el tipo "no dejó de escupir sobre el peine". Resulta que el término “sinvergüenza” pronto será una maldición compartida entre el “gran artista” y el “individuo”, su verdadero oponente. La proximidad del narrador a ambos no permitirá más que un juicio moral sobre las disposiciones individuales de odio y resentimiento, comunes a ambos.

Por ahora, el primer viaje del “gran artista” al baño en busca de su pasaporte no traerá buenos resultados. Se encuentra cara a cara con un chico con “mirada de playboy” (“que lo miraba con esa expresión hostil a la que últimamente se había acostumbrado”), con un “gordo con sudadera” (el narrador insiste más de una vez en calificar como “gordito”), elogia su propia suerte cuando se encuentra con un usuario de silla de ruedas. Y en la primera de dos instantáneas de sí mismo, frente a un espejo, toma conciencia de su propio envejecimiento (“el gran artista se miró en el espejo en el momento en que envejecía”).

De regreso a la cinta, no “se dio cuenta de que tenía a una chica frente a él con media docena de bolsas de compras. compra gratis”. Pero el narrador expresa su propio desdén por la pareja, lo que trae de vuelta la playboy desde la puerta del baño, ridiculizando las súplicas de la niña “Amor, Amor” y la respuesta de “Amor Impasivo mirando al infinito”. De esta forma, irás sembrando pistas para tu guión narrativo. Hasta entonces, mientras acelera el paso en la cinta, el “gran artista” sólo reconoce al “chico guapo” y observa la flema de la pareja “para la que quizás las puertas nunca se cerrarían”. El narrador utiliza la proximidad que le brinda la libre indirecta mientras intenta preservar su control sobre el material narrado.

Cuando vuelve al baño a buscar su pasaporte, el conductor del carrito eléctrico lo reconoce, lo lleva y vuelve a ver al playboy y a su esposa. El narrador supone que “quizás sólo recordaba aquel viaje como la joven esposa del apuesto joven, que le dio un codazo a su marido y reprimió la risa al ver al artista expuesto en un coche abierto avanzando por el pasillo vacío en dirección contraria”. Ya frente al basurero, el narrador nos cuenta que “el gran artista” es “consciente de lo mucho que era odiado en ciertos círculos y no era de extrañar que algún sinvergüenza llegara a tirar sus pertenencias a la basura”. .”

De ahí dedujo “que el sinvergüenza no dejaría su pasaporte tan fácilmente a su alcance, lo hundiría cada vez más hasta donde sólo un sinvergüenza como él podría llegar”. Y disfruta escarbando entre esa basura, incluso sin querer darle el brazo a “aquel” que, ciertamente, lo imaginaría capaz de tal hazaña “incluso en ausencia de espectadores”.

Una vez más un espejo revela lo que el “gran artista” aún no sabía: además de la vejez, la posibilidad de su sinvergüenza (“Atónito, el gran artista se miró en el espejo en el preciso momento en que se transformaba en un sinvergüenza”) , aunque teñido por el esfuerzo de un gesto: “todavía intentó recuperar algún rastro de simpatía, o rastro de buenos sentimientos, para disculparse con la señora de la limpieza que…”

De esta manera, el narrador no libra al “gran artista” de sus ambivalencias y ambigüedades. Consciente de que “el mundo parecía conspirar contra el gran artista”, el hecho de que “era un artista detestable por fuera le hacía sentirse más limpio por dentro”, incluso “a veces” sospechando “que dejarse querer por extraños es una forma de de corrupción pasiva”. Una disponibilidad crítica donde conviene una disposición bélica. Aunque al abordar está exhausto, y a pesar de los “rumores negativos” y las “miradas sesgadas”, que lo hacen sentir como “un intruso, como si su respiración agitada contaminara el ambiente de la clase ejecutiva”, exige indignado su derecho. al asiento ya marcado en la ventanilla y ocupado por otro pasajero.

Es en clase business donde cree haber identificado al responsable de la desaparición de su documento, en un error de apreciación fuera de toda duda, calculando una venganza rencorosa y violenta (en el sentido de los viajeros internacionales de clase alta). Las pistas dispuestas hasta entonces por el narrador preparan de alguna manera el engaño: es precisamente ese “playboy guapo”, el “Amor Impasable” quien acompaña a la elegante mujer con “botas de tacón de aguja”.

Una “ira color mostaza” conduce al “gran artista” hasta el sillón de la pareja, “donde el apuesto hombre roncaba con expresión plácida, casi una sonrisa en los labios”. El narrador se detiene en las oscilaciones de la imaginación del "gran artista". “Alguien diría que soñaba con aventuras en París con su bella esposa, que en el sillón de al lado dormía de cara a la ventana, dejando ver una parte de sus suaves muslos fuera de la manta. Sin embargo, tras una inspección más cercana, no había lascivia en su sonrisa. La sonrisa sólo estaba en la comisura izquierda de su boca, la típica sonrisa de un sinvergüenza”. Ante el “odio satisfecho” de ese “verdadero sinvergüenza”, siendo él mismo simplemente “un aprendiz de sinvergüenza”, todavía es capaz de contener el impulso de “romperle los dientes al chico guapo” – “arrebato estúpido”, el narrador y el personaje. de acuerdo, pero no “su deseo de venganza”.

Reconoce inmediatamente la chaqueta de ante, entre otras cosas, que cuelga la azafata, así como el abrigo de mujer con el mismo diseño que sus botas. El “gran artista” luego “robó el pasaporte del gran canalla”, y con “las ansias de un adolescente a punto de masturbarse”, subraya el narrador, destruye detalladamente el documento hasta arrojarlo a la letrina y tirarlo, sobre todo al conocer la “identidad del sinvergüenza con su nombre compuesto, sus cuatro apellidos” y frente a los sellos de múltiples y variados viajes internacionales por el mundo.

Su necesidad de ver “todo un pasado del mundo” es incontrolable. playboy trotamundos tirado a la basura”. Una vez completada la destrucción, y ahora “sin ira ni odio”, sólo quiere “dormir tranquilo”. Y por la mañana, al ver los abrigos devueltos a los pasajeros y “devueltos a su buen carácter”, un breve pedido de misericordia para los playboy, pronto sustituido por el “espíritu canalla” del deseo de conocer a la chica “por casualidad, aburrida y sola, haciendo turismo por las calles de París”.

Al desembarcar, sin embargo, el sospechoso y la mujer se declararán fanáticos, mientras que el pasajero “que usurpó su asiento” se identificará como culpable. En el falso duelo entre un casi sinvergüenza y un supuesto sinvergüenza, el espectáculo ridículo acecha. ¿Cuál es el significado más profundo de esta farsa, llevada a cabo por un narrador que busca un punto de vista y revela los impasses en la representación de una situación que, al no poder justificarse, resulta en la impotencia del sujeto en su voluntad de afrontar la dinámica? de supuestas pruebas?

En el final seco (“Al partir, el gran artista deseó buena estancia a su compañero de viaje, quien respondió con el encendedor en la mano: la próxima vez prendo fuego”) la amenaza de violencia es un movimiento inesperado y al mismo tiempo tiempo presente a lo largo de la trama, que puede llevar al lector a cierta estupefacción o a una media sonrisa confabuladora e incluso algo crítica con el rumbo que toma el mundo. ¿Podría este desenlace ser también un último guiño al lector, con la mirada puesta en la complicidad con un punto de vista que, al fin y al cabo, como ya se ha dicho, tira la toalla? Vale la advertencia de la estrategia autoral: que el lector incluya en su reflexión el difícil viaje del propio narrador, quien él mismo, como vimos, es parte del material. [Vii]

4.

En el cuento “Años de plomo”, el narrador en primera persona trae recuerdos de su pasado de niño y de situaciones que vivió, entre 1970 y 1973, en una familia con un padre militar involucrado directamente en las torturas de la dictadura militar. de esos años. En esta narración de recuerdos del pasado, la experiencia recogida por la propia voz del niño es filtrada y conducida por el narrador adulto de una manera engañosa, que vale la pena señalar. Los recuerdos están cosidos por los juegos de los niños con soldaditos de juguete (y más tarde con soldaditos de plomo), recreando antiguas operaciones militares en todo el mundo con un carácter heroico. Este fue el principal foco de su interés en aquellos años y en aquel ambiente militar.

Ya en el primer párrafo el lector puede encontrar al menos curioso, seguramente instigado por la estrategia del autor, que la datación de los años de estos chistes ya pueda sugerir la disposición del narrador en relación a lo que narra, teniendo en cuenta su falta de interés. en el contenido histórico de las guerras y masacres escenificadas. Así, con la vista puesta en la forma en que se recuerda la vida de un niño en el presente, el lector atento se interesará por la relación entre tiempo narrado y tiempo narrativo, que, al final del relato, la prosa resaltará como un problema compartido con él desde el principio. Un hilo ambiguo entrelaza los tiempos y la configuración de las voces infantiles y maduras.

Abriendo la historia, “el 9 de mayo de 1971, la caballería del ejército confederado cruzó el río Tennessee bajo el mando del general James Stuart, quien inmediatamente apuntó sus cañones contra Fort Anderson” (se trata de la Guerra Civil estadounidense de 1861 a 1865). , para comprobar la veracidad de las referencias al general que había participado en la masacre de Kansas y en la captura del abolicionista John Brown).

En ese momento, su amigo Luiz Haroldo ya no aparece para jugar con el narrador, mostrándose impaciente, pues “últimamente sólo quería saber de fútbol”. Por tanto, en la puesta en escena de la invasión de Bélgica de 1914 “tuve que acelerar el avance de las tropas alemanas” y el “ataque de infantería” duró “menos de 15 minutos”. El lector puede suponer que incluso si el movimiento de tropas durara más de quince minutos, no sería apropiado masacrar a la población civil de un país neutral, que jugó un papel importante en la Primera Guerra Mundial.

El amigo Luiz Haroldo es hijo de un mayor condecorado y ascendido en la cúspide del ejército, colega “en la academia y en el cuartel” y superior jerárquico de su padre. Él “traía a sus Fuerzas Armadas” a jugar y solía guardar las piezas en el estuche, después de “oler y limpiar con franela” las “que yo había manipulado”. En cierto momento, después de haber robado algunos de ellos, el narrador recibe una tremenda paliza de su padre, que le deja una cicatriz. La reacción del padre está algo justificada: “mi padre se jactaba de que, en sus treinta años de carrera militar, nunca había terminado su trabajo, ni jamás había recibido un cigarrillo de un subalterno. Por eso me sacó de la cama y me llamó ladrón y ladrón”.

La violenta golpiza no se ve compensada por la caja de seis soldados “muy malos” del Ejército brasileño que el padre le entrega al niño al día siguiente. “Poco después de este incidente, las visitas de Luiz Haroldo se hicieron más escasas”, pese a la insistencia del niño con muletas, de difícil movilidad. Sin su único amigo y su ejército líder, usa cerillas como soldados.

En 1970, sin embargo, recibió un regalo que el mayor trajo de uno de sus viajes de “misión especial” al extranjero: un enorme conjunto de soldados fabricados en hojalata, material que hacía que las piezas fueran “más modernas y realistas que las de plomo”. ”. “Mi madre sintió un poco de pena por mí y un día en el club le contó al padre de Luiz Haroldo mi pasión por los soldaditos de juguete, con la esperanza de que me prestara la colección que su hijo había abandonado en el fondo del armario” . El 21 de julio de 1970, “al pie de las pirámides, las tropas de Napoleón derrotaron al ejército mameluco, derribando todos los caballos y avanzando hacia El Cairo” (esta es la batalla de 1798).

El niño vive en una casa con “una puerta blindada, además de rejas en las ventanas como las de una prisión y electrificación en el muro como el muro de Berlín”. Y “el período más feliz de mi infancia” había sido el de su polio, rodeado en la cama de enfermeras, médicos, Luiz Haroldo y sus soldaditos de juguete, además de la presencia constante del mayor y su esposa que, los fines de semana, también se presentó a tomar un whisky y jugar a la canasta.

Limitado por las muletas, por los cuidados de su madre y el blanco de los apodos, extraña incluso a la madre de Luis Haroldo “que dejó de visitarnos, aunque su marido no prescindía del whisky con mi padre”, en una relación regida por circunstancias de mando y cordialidad. subordinación. De ahí la asunción de “algunos regaños” del padre hacia el mayor por su ascenso privilegiado, mientras “marcaba su carrera haciendo el trabajo sucio en los sótanos” de la dictadura, lo que podría justificar su constante tensión y violencia doméstica. Sería “posible que tales calumnias llegaran a oídos del mayor”.

El mayor también deja de venir a tomar whisky, pero aparece semanalmente para visitar a su madre “incluso las noches en que mi padre estaba de servicio en el cuartel”. El niño participa de “cenas y vinos en buenos restaurantes” hasta que su madre lo manda a dormir (“Luiz Haroldo debió advertir a su padre contra la comida en casa”). En estas ocasiones el mayor habla de las “misiones especiales” de su padre y de las numerosas “menciones de cortesía que deberían enorgullecernos a mi madre y a mí”. Y el niño se entera de la “tarea dura y peligrosa” que el mayor confía a su padre. "Por lo que pude deducir, mi padre trataba con prisioneros de guerra, criminales que tenían sangre real en sus manos".

Una madrugada de 1972, sin darse cuenta, escucha a través de la puerta del dormitorio de sus padres cómo el mayor explica a su madre el “prestigio” de su padre (“su sentido del deber, su disciplina, su respeto por la jerarquía, su patriotismo, su honestidad más allá de toda prueba”). Y dando detalles sobre sus actividades (“estos delincuentes, tanto hombres como mujeres, pasaban horas colgados de una barra de hierro, más o menos como gallinas en un asador. Luego mi padre enseñó a su equipo cómo insertar correctamente objetos en esas criaturas. Se pegó objetos en el ano y la vagina de las prisioneras, y yo no conocía esas palabras, pero adiviné, si no el significado, por el sonido: la palabra vagina no podía ser más femenina, mientras que ano sonaba algo más sombrío”). Luego escucha susurros y gemidos en medio de las palabras desconocidas.

En este episodio, el narrador adulto resalta con cierto sarcasmo, a través de los términos que le da al recuerdo, la ingenuidad del niño que no se da cuenta de lo que estaba pasando entre su madre y el mayor, incluso cuando escucha “la voz gimiente de mi madre”. hablando ano, vagina, ano, vagina” con su amante. “Regresé a mi habitación, porque me sentía mejor por los calambres, pero sentí que no iba a dormir esa noche. El 5 de agosto de 1972, en Namibia, el general alemán Lothar Von Trotha diezmó a los herero negros en la batalla de Waterberg”. Ciertamente, el lector podrá pensar nuevamente, la dimensión del horror llevado a cabo por el general durante y después de la batalla de agosto de 1904, en el suroeste de África ocupado por los alemanes, el primer genocidio del siglo XX, no encajaría en el chiste. .

Al final de la tarde ya reconocerá “la esencia del trabajo de un verdadero comandante como mi padre”, en contraposición a su propia falta de paciencia “para cuidar a los heridos, y mucho menos a los muertos esparcidos debajo de mi cama”. . El mismo día, el padre, exasperado, cuenta en voz alta a su madre (en lugar de golpearla) la traición de “su mejor amigo”, reproduciendo los argumentos del mayor. Como si se sintiera “dado al espionaje”, el niño cuenta, a su vez, lo que escuchó de su padre.

El mayor había propuesto al Alto Mando del Aire una “reducción drástica de los gastos” (“como no podía alimentar a mis soldados, nunca me detuve a pensar hasta qué punto los esfuerzos de mi padre estaban cargando el presupuesto del Estado”), medidas que reducirían el trabajo de su padre a interrogatorios. Y si “la Aeronáutica cerraba el trato, esas criaturas serían arrojadas en avión a alta mar, y no sé si entendí bien esa parte”. Por eso, el niño piensa: “Todos eran viejos conocidos de mi padre, que, por así decirlo, se habían apegado a su sufrimiento”.

Al registro irónico que captura la ingenua observación del niño le sigue el registro un tanto cínico del discurso de la madre (“Mi madre suspiró y trató de consolar a su marido”), que reproduce los términos de los elogios del mayor hacia su padre (“sentido del deber , disciplina, respeto a la jerarquía, patriotismo, honestidad intransigente”). Casi un año después, el 30 de abril de 1973, “la expedición del general Custer tomó por asalto la aldea sioux”, invadiendo la habitación del niño en un “efecto formidable” del incendio de las chozas indias, que construyó con papel (en junio de 1876 Tal vez recuerde el lector, el general es incapaz de destruir otro campamento indio, es derrotado por los sioux y más tarde será aclamado como un héroe americano, interpretado cinematográficamente por Ronald Reagan en la película. Camino de Santa Fe, 1940, y por Errol Flynn en El intrépido general Custer, 1941, dirigida por Raoul Walsh).

El fuego se extiende a la habitación (“qué bueno que mis padres se habían quedado dormidos, sino me iban a golpear”), el niño sale corriendo y cierra la puerta (“corrí por la habitación”, “no sé lo que tenía en la cabeza cuando cerré la puerta desde fuera”). Piensa en ir a la casa de su viejo amigo, pero decide ir a la heladería, sin cruzar la calle, y luego de caminar alrededor de la cuadra con una paleta de limón, ve la casa en llamas ("Creo que vi la silueta de mis padres aferrados a los barrotes de las ventanas”) y escucha la sirena de los bomberos que “llegaron demasiado tarde”. El niño corre a pesar de sus muletas, quiere ir a casa de su amigo ya distanciado, muestra dudas y reconoce posibles errores en sus propios juicios al recordar (o fantasear como narrador maduro) la muerte de sus padres en la que casualmente habría participó.

La ingenuidad que marcó los recuerdos de su infancia en distintos tonos adquiere una dimensión de significativa ambigüedad. Se podría decir que la estrategia autoral lleva al lector a pensar, a partir de la puesta en escena formativa del narrador, en la forma en que, al figurar el pasado, se sitúa en la experiencia del presente. Esto desafía al lector a regresar al relato, atento a la relación entre tiempo narrado y tiempo narrativo, buscando el significado que le es robado y al mismo tiempo requerido por la elaboración y construcción formal del narrador. ¿De qué se trata esto?

La ambigüedad constitutiva de la ironía del narrador se basa en una mezcla de resentimiento moral y connivencia política, puntuando la primera (y en cierto modo disimulando), en el marco del relato, la sospecha (o la certeza del adulto) sobre el caso entre la madre y el mayor. De ser así, el designio reivindicativo se delegaría a un presunto e involuntario crimen del chico en el pasado (incluida cierta desolación por la tardanza de los bomberos).

A su vez, el conservadurismo del narrador en la presente narración se evidencia en el tratamiento prudente y disimulado de la violencia de aquellos años plomizos (al padre, después de todo, incluso se le podría llamar un buen hombre). La violencia expuesta a través del filtro ingenuo de un niño atrapado en el entorno familiar y militar es de alguna manera minimizada por el tono casual que da el narrador a las fechas de los juegos con plomo o soldaditos de plomo.

No está de más recordar que esas “doscientas piezas” que el niño recibe del mayor, traídas de uno de “sus viajes internacionales” y, según valora el niño, “más modernas y realistas que las de plomo”, son de hojalata, como lo son los prisioneros de la dictadura militar que serían arrojados al mar. La justificación económica de los asesinatos la recibe el chico con naturalidad. “Ahora, por lo que tengo entendido, el mayor abogó por una reducción drástica de los gastos de alimentación, vestimenta y tratamiento médico de los presos. (…) No había por qué perder tiempo y recursos en prisioneros inflexibles, como de hojalata, ni en los que ya habían dado lo que tenían que dar, los que se volvieron locos, los que se convirtieron en zombies”. ¿El desplazamiento aparentemente fortuito del material, el estaño, no cruzaría de alguna manera el realismo y la modernidad de los soldados con la desvergüenza del argumento económico que justifica la violencia? ¿O sería imputarle una intencionalidad excesiva a la estrategia narrativa?

Al revisar su formación, barajando contenidos morales y de violencia de los años dictatoriales, sin una reflexión efectiva sobre los desarrollos y resultados objetivos y subjetivos de una experiencia de vida, la prosa vacía esos contenidos en la ambigüedad de la posición del narrador y, al mismo tiempo, cubre y duplica, enmascara y revela el funcionamiento del material narrativo, dejando que el lector lo desentrañe. La ironía es constitutiva de los impasses de una relación problemática, como tal normalizada, entre sujeto y experiencia, entre narrador y materia.

Los años dictatoriales de liderazgo, colmados de una supuesta fábula de la memoria, revelan (a través de las artes de la estrategia autoral) la fuerza del proceso contemporáneo que cuenta, como parte del motor mismo que lo justifica y también lo preserva, con la conjunción entre disposición de los sujetos y funcionamiento objetivo del pasado y del presente, incluidas sus barbaridades históricas. De esta manera, y no por casualidad, la historia cierra el volumen.

El lector vuelve a ser puesto en jaque, como siempre en estos relatos, a contrapelo y sin lugar a una recepción lejana o meramente pintoresca, en términos de la desconfianza de Antonio Candido ante el posible desarrollo de aquellos relatos examinados en los años setenta.[Viii] De todos modos, ¿cosas?

*Salete de Almeida Cara es profesor titular del área de Estudios Comparados de las Literaturas en Lengua Portuguesa (FFLCH-USP). Autor, entre otros libros, de Marx, Zola y la prosa realista (Estudio Editorial).

Publicado originalmente en la revista literatura y sociedad.

referencia


Chico Buarque Años de plomo y otros cuentos. São Paulo, Companhia das Letras, 2021, 168 páginas. [https://amzn.to/3VrZNbi]

Notas


[i] Sobre los desafíos histórico-sociales y formales que enfrenta la prosa del escritor desde los años 1990, cf. el ensayo de Ivone Daré Rabello, “Mundo opaco: os contos de Chico Buarque”, publicado en el sitio web la tierra es redonda, 1 de enero de 2022.

[ii] Para poner de relieve la larga tradición de nuestros impasses, vale la pena recordar que, ya en 1943, respondiendo a Mário Neme (“Plataforma de la nueva generación”) Antonio Candido confiesa su decepción histórica y pide una imaginación creativa y crítica capaz de captar “la significado del momento”: “Pero he aquí, el tiempo es de inquietud y melancolía; de entusiasmos nerviosos que se desperdician en vano; de desesperación repentina que rompe una vida. ¡Y quieres saber qué pensamos de todo esto! Francamente, preferiría que leyeras algo de poesía de Carlos Drummond de Andrade; especialmente algunos nuevos. Carlos Drummond de Andrade es un hombre de la “otra generación”, esa que quieren que juzguemos. Sin embargo, no hay ningún joven que posea y se dé cuenta del significado del momento como él”. Cf. textos de intervención, selección, presentaciones y notas de Vinicius Dantas. São Paulo, Duas Cidades/ Editora 34, 2002, pág. 238.

[iii] En “Ajuste intelectual”, de mediados de los años 1990, abordando las “rarezas nacionales”, el “camino brasileño hacia el capitalismo moderno” y retomando el camino histórico de los “intelectuales en contra, pero a favor”, Paulo Eduardo Arantes propone que sería “Se trata de imaginar un razonamiento”, a saber: “de hecho, ya no hay política que no sea meramente decorativa y quien no invierta en la aspiración fetichista que atraviesa a todas las clases sociales sin excepción no llegará a la cima de la el Estado, como nadie puede vivir con la idea inimaginable de que una economía totalmente monetaria sea, de hecho, inviable en la práctica; no sólo el Estado, sino también las empresas privadas de todo tipo comprometen su futuro a ganancias ficticias; Ahora, sin futuro, no hay política a menos que sigamos llamando al arte de entretener a través de los medios la ilusión monetaria de aquellos que no tienen dinero pero votan cada cuatro años con el viejo nombre de política”. Cf. la amenaza. Río de Janeiro, Paz e Terra, 1996, págs. 326-327.

[iv] Cf. Antonio Cándido, “La nueva narrativa”, en Educación de noche. Río de Janeiro, Oro sobre Azul, 5ª edición revisada por el autor, 2006, pp. 254–260.

[V] sobre la novela obstáculo (1991), en un texto del mismo año de su publicación, Roberto Schwarz señalaba que “las alucinaciones y la realidad reciben igual tratamiento literario, y tienen el mismo grado de evidencia. A medida que la fuerza motivadora del primero es mayor, la atmósfera se vuelve onírica y fatal: el futuro podría ir aún peor. La interpenetración de la realidad y de las imaginaciones, que requiere una buena técnica, vuelve porosos los hechos. (…) El relato seco y fáctico de lo que está ahí, así como de lo que no está, o de la ausencia en la presencia, opera la transformación de la ficción de consumo en literatura exigente (la que busca estar a la altura de la complejidad de la vida)”. Cfr. “Un romance de Chico Buarque”, en secuencias brasileñas. São Paulo, Companhia das Letras, 1999, págs. 219-220.

[VI] Esta breve narración puede hacer pensar al revés, a pesar o precisamente por el carácter ficticio que la hace única, en el actual éxito mediático de las autoficciones, que rara vez son capaces de interpretar la experiencia subjetiva sin autocomplacencia bajo el tamiz de las contradicciones. . de tu tiempo.

[Vii] Vale recordar, quizás de forma remota, pero curiosamente, otra estrategia autoral con el objetivo de tomar al lector como parte decisiva en la comprensión de lo que se narra. Diferentes maneras de construir al narrador según las especificidades de las experiencias históricas, pero que pueden dialogar sobre la centralidad de la mediación formal. En el cuento “Ocurrencia singular”, de 1883, el narrador de Machado de Assis, empapado de ideas de la época y de su clase social, se atasca en evaluar la supuesta traición de una muchacha popular a su amante casado, y se atasca en adherirse a El tema de la traición. Sin embargo, la elaboración formal pide al lector (lo que no siempre logra) que, desconfiando de los argumentos y giros del narrador, desconfíe también de su propia adhesión a la relevancia otorgada al tema y disfrute de la distancia que comparte con el narrador. ambos se asentaron, con superioridad moral, de acuerdo con el orden social vigente. Por lo tanto, el lector puede sabiamente estar de acuerdo con la afirmación del narrador, sin lugar a dudas. "De todos modos, cosas".

[Viii] Los textos breves de “técnicas innovadoras” en una “era de lectura apresurada”, ante las exigencias del mercado editorial, del consumo y de una “literatura provisional”, más la “difícil tensión de la violencia, lo insólito o la visión deslumbrante” Tener o Impacto y “shock en el lector” como medidas de recepción. Y podrían resultar en “clichés diluidos”, “un nuevo exotismo de un tipo especial” o “cualquier otra atracción pintoresca” para el “lector de clase media”. (Antonio Candido, “La nueva narrativa”, en ob, cit, pp. 258-259). Leyendo hoy Años de plomo, Quizás no sea mucho preguntar quién escribe Chico Buarque, un exitoso compositor popular.


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