por ROGÉRIO SKYLAB*
Consideraciones sobre el libro. "São Paulo: la base del universalismo”
En 1997, Alain Badiou escribió el libro São Paulo: la base del universalismo. Vladimir Safatle, en el Epílogo de la edición brasileña, escribió “¿Qué filosofía del evento necesita la izquierda?”. Profundicemos en este breve epílogo y luego sigamos las controvertidas pistas de Badiou, dividiendo el texto en dos partes.
Los diferentes regímenes discursivos
A partir de las experiencias de mayo de 1968, tuvimos tres desarrollos: la política multicultural de la diferencia; críticas posmodernas de los universales; y, tanto el psicoanálisis como el marxismo, vía Lacan y Althusser, retomando temas de izquierda que habrían perdido ciudadanía. En este último desarrollo están alineados tanto Giorgio Agamben como Alain Badiou. Podríamos mencionar algunos puntos en común entre ambos, tales como: la intrincada relación entre violencia y política; crítica a los límites de la democracia parlamentaria; crítica de cuestiones de derechos humanos; la política como campo de realización de la verdad de una situación; la función central de la igualdad como ordenadora de las luchas políticas; la trampa de suspender la política a través de un discurso sobre la moral; y el papel de los universales. Como telón de fondo de este tercer despliegue de las experiencias de mayo del 68, podemos situar la renovación de la ontología y su impacto en el campo político.
1.
En Badiou, podemos visualizar tres instancias diferentes: el Ser, el evento (suceso) y la situación. El acontecimiento, que será el protagonista de este texto, es anormal, inestable, alejado de la representación y tiene el poder de poner en marcha situaciones como la política. La cuestión es que si la política, como situación, es la realización de ideas normativas de justicia y consenso, que no son más que imperativos de conservación (valores resultantes de limitaciones a las posibilidades de vida), entonces para Badiou correspondería realizando la crítica totalizadora, es decir, la que invalidaría los valores. El gran problema de la crítica social, ligada a la crítica moral, es que, volviéndose en contra de la extensión de los valores, acaba perdiendo el terreno que la podría sustentar. Así, en lugar de ser una crítica totalizadora que invalida valores, sigue siendo sólo una crítica que invalida casos.
Hegel, al estudiar las fuerzas productivas de la negatividad de la muerte, además de situarse en una perspectiva dialéctica entre la vida y la muerte, se suma a una tradición vitalista aristotélica, según la cual, existe la persistencia de la animalidad en el hombre. A partir de ahí, se revela toda una gama de temas, como la finitud del individuo, expuesto al sufrimiento ya la muerte, y, en consecuencia, a la situación de víctima. Sufrimiento derivado de la opresión y la imposibilidad de realizar las expectativas de justicia. Desde la demanda de reparación subjetiva hasta un poder reconocido como tal, capaz de satisfacer demandas de reparación, comienza a vislumbrarse toda una lógica que permea los modos de vida de la modernidad.
Según esta lógica, el sujeto se define como individualidades resultantes de procesos de socialización y formación del Yo, que se desarrollan en la familia y en el Estado. Esta definición del sujeto, como resultado de un proceso al que se conforma y basado en valores que son imperativos para la conservación (porque nuestra animalidad está expuesta a la muerte), va en contra de otra concepción que tiene como finalidad el cuestionamiento de estos valores. Para ella, lo que define al sujeto son operaciones que lo sitúan más allá del Estado y de la familia. Y el sufrimiento es el resultado, no de una injusticia presentada contra el individuo, sino de la imposibilidad de manifestar la diferencia, del inconformismo. Desde esta perspectiva, no se reconoce ningún poder con función reparadora porque la cuestión pasa precisamente a superar este estado de protección social. Si la humanidad pasa a ser vista como una construcción que nos conduce a la condición política de víctimas, es necesario establecer un nuevo campo conceptual, en el que el sujeto se vincule al acontecimiento.
2.
Según Safatle, siguiendo los pasos de Badiou, “los acontecimientos ocurren en situaciones localizables, pero ponen el lenguaje en un callejón sin salida trayendo procesos que todavía no tienen nombre, que hay que pensar como fuera de lugar, como nomadismo de la gratuidad y que permiten el advenimiento de un sujeto desprovisto de toda identidad, capaz de establecer una posición ex-céntrica, indiferente a las posibilidades de acción que plantea el sistema jurídico, indiferente a las costumbres y hábitos”. El acontecimiento, por tanto, es la condición de posibilidad de la universalidad, por eso no es ser como no es no ser. Y el nuevo sujeto, en lugar de permanecer ligado a las normas de justicia (la legalidad es predicativa, particular, parcial – enumera, nombra y controla las partes de una situación), quedará ligado a una noción de no identidad e igualdad.
3.
El concepto de Real que explorará Badiou se debe principalmente a Lacan: un campo de experiencias subjetivas que no puede ser simbolizado ni colonizado por imágenes. Siempre se describe de forma negativa porque son experiencias que se ofrecen al sujeto en forma de proceso disruptivo. El comportamiento humano estaría entonces guiado por tres instancias: simbólica, imaginaria y real.
En el libro El siglo, Alain Badiou intenta definir el sentido de las experiencias históricas del siglo XX a través de la pasión por lo Real y la búsqueda del hombre nuevo. Pero esta pasión por lo Real, lejos de lo que podríamos entender como realidad, tendría más bien el sentido de la inconformidad con la realidad. Por tanto, la pasión por lo Real indicaría la pasión por la ruptura. Porque lo Real sería precisamente la experiencia ofrecida al sujeto en forma de ruptura. Esta pasión se realiza entonces a través del goce (disolución del yo por el campo pulsional), en lugar del placer, al que el yo permanece conectado. Bajo este prisma, el sentido del sufrimiento recupera un nuevo valor: no es displacer, sino goce (falta de distinción entre satisfacción y terror por la disolución del yo); afecto producido por la manifestación de una realidad horrible y excitante, mortífera y creadora, que debe liberarnos de una subjetividad agotada.
Si aquí encontramos un lazo que une a Lacan y Badiou, sin embargo, ambos están separados por otro aspecto: Lacan, al huir de la interioridad, elige los procesos empíricos como determinantes de las condiciones de validez de todo pensamiento; Badiou, por su parte, en su teoría del sujeto, quiere formalizar sin antropologizar – con ello eleva el concepto de pulsión a un concepto trascendental y, con ello, discusiones secundarias sobre la génesis empírica.
A través del prisma de la pasión de lo Real, la filosofía de la historia, en lugar de ser acumulativa y teleológica, pretende proporcionar las condiciones por las que una verdad aparece como una interrupción, una excepción radical. Y con eso, la historia del siglo XX empieza a ser vista, no de forma negativa como una sucesión de catástrofes, sino como una experiencia de ruptura.
Es una división irreductible que Badiou explotará hasta las últimas consecuencias. Porque atarse a la finitud y ver el pasado reciente como una sucesión de catástrofes acaba generando un movimiento más ligado a la moral que a la política, generando incluso la eliminación de esta última: una ética consensual, es decir, un sentimiento provocado por las atrocidades y que reemplaza las viejas discusiones ideológicas; un borrado del pasado y sus luchas, criminalizándolos y temiendo el afecto central de la política (evitar que algo suceda, evitar que vuelva a suceder); a esta postura reactiva, una resignación subjetiva y un consentimiento a lo existente; en este sentido, no sólo se borra el pasado, sino que también se borra el futuro, como nuevo e impredecible.
4.
Para Alain Badiou, Paulo representa tanto la idea de ruptura y el pensamiento práctico como la materialidad subjetiva de esta ruptura. Por tanto, no le basta ser el pensador (poeta del acontecimiento), sin practicar y enunciar actos constantes, lo que nos lleva a la figura del militante. La idea se vincula entonces a un pensamiento práctico que la condiciona. Y con eso, subraya la intención subjetiva que se estructura de manera completamente diferente a la de un historiador.
El pensamiento de Badiou tiene este fundamento concreto: en lugar de vincular la verdad a una historicidad cultural que la condiciona a una ley, la verdad se establece mediante un gesto subjetivo que declara un acontecimiento azaroso y singular, como la resurrección de Cristo, en el caso de Pablo.
La cuestión consiste entonces en estudiar este gesto subjetivo. Como el enunciado “Jesús ha resucitado” tiene un carácter imaginario, aquí comienza una especie de verdad desgarrada de lo real, entendido como conjunto objetivo o conjuntos históricos preconstituidos. Se declaraba algo inédito, fuera de órbita, provocando risas y levantando el absurdo (quizás podamos referirnos aquí a la idea de metáfora en Richard Rorty y la importancia de este concepto en su sistema).
Este fuera de lugar es la condición de universalidad. Quien lo declara, establece una ruptura y crea un nuevo sujeto. Lo universal es laico porque está ligado a lo laico, no es de clase, es ajeno al poder y no pertenece a ningún orden. El ser es múltiple y contingente precisamente porque no satisface ninguna necesidad.
Lo importante es que todo este proceso se nos hace visible por el enunciado subjetivo. No existe ningún tipo de objeto que exista independientemente del sujeto, que sería el encargado de hacer un sujeto de verdad. Es un proceso de fundación que tiene lugar: así como lo que se dice no corresponde a lo establecido, quien lo dice funda un nuevo sujeto sin identidad. Todo sucede en el momento, es actual. Y deja de tener la forma lingüística del juicio.
A este universal, establecido por el proceso de la verdad, se opone el falso universal, que, contemporáneamente, toma la forma de abstracciones económicas (en tiempos de Pablo, era la jurisprudencia romana). Veamos la universalidad vacía del capital: todo lo que circula cae en una unidad de cuenta, que es de naturaleza homogénea. De ahí la lógica del equivalente general. Este tipo de repetición es lo que el proceso de verdad viene a interrumpir, porque, incapaz de sostenerse en la permanencia abstracta de una unidad de cuenta, queda ligado no a una abstracción, sino a una singularidad universalizable.
En la singularidad identitaria visualizamos su relación con la desterritorialización del capital. Por eso llamamos a la abstracción monetaria un falso universal: no sólo las identidades subjetivas y territoriales reclaman el derecho a estar expuestas a las prerrogativas uniformes del mercado, sino que, siguiendo la misma lógica, la homogeneización abstracta del capital acaba permitiendo sólo lo que es disponible para circular, puede contar, pero no la infinitud incontable de una vida humana singular –que acaba generando identidades cerradas. Esta es la complicidad entre el capitalismo liberal de mercado mundial y la ideología culturalista. No sólo en Francia, la comunitarización del espacio público y el paro tienen más relaciones de las que nuestra vana imaginación puede concebir.
5.
Según Badiou, centrándose en Pablo, existen cuatro máximas de la verdad como singularidad universal: (1) la teoría de la igualdad, independientemente de la clase social y el género (el sujeto cristiano nace del acontecimiento que declara, contra toda condición extrínseca a su existencia o identidad); (2) en consecuencia, la verdad es subjetiva (en el caso de Pablo, la resurrección de Cristo no está sujeta ni a la ley judía -obsoleta y dañina-, ni a la ley griega -subordinación del destino al orden cósmico (la verdad es el enunciado subjetivo que se refiere a el acontecimiento); (3) la verdad es un proceso y no una iluminación (está constituida por la convicción, el amor y la esperanza); (4) la verdad, como subjetividad, es indiferente a la situación y a las opiniones establecidas).
6.
La conversión de Pablo en el camino de Damasco simula el acontecimiento fundacional, la resurrección de Cristo. Fue algo que sucedió de repente, al azar e incalculablemente. Fue un acontecimiento singular, que él mismo se empeñó en no confirmar ante los apóstoles, quedando en una “surrección” subjetiva. De ahí su inquebrantable convicción sobre su destino y su eficacia militante, fuera de Jerusalén, el antiguo centro, confirmando que la verdadera universalidad no tiene centro.
A diferencia del discurso filosófico, Paulo sólo pasa a decir lo que dijo a partir de este nuevo sujeto súbitamente instituido – lo que significa que la posición subjetiva constituye también el argumento del discurso. El enunciado de la antifilosofía de Paul, así como de la antifilosofía de Rousseau, o del mismo Nietzsche, está formado por la posición enunciativa y el argumento. La conversión que instituye al nuevo sujeto es una acción fulminante, no dialéctica, y no deja de ser el signo subjetivo del acontecimiento actual que fue la resurrección de Cristo.
Será de las condiciones de esta conversión, hecha a partir de una intervención casual (no fue una conversión movida por representantes de la iglesia), de donde Pablo sacará su consecuencia: sólo se puede partir de la fe, de la declaración de fe. Por lo tanto, esta doctrina está entrelazada con la existencia. Fragmentos existenciales, que a veces parecen casos, son elevados a la posición de garantía de la verdad.
7.
Lo que Alain Badiou llama “el primer frente de Pablo” y que servirá para instaurar la asamblea de Jerusalén del año 50 será su enfrentamiento con los judeocristianos. Esta asamblea histórica es fundante porque dotará al cristianismo de un doble principio de apertura e historicidad. Mientras que para los judeocristianos la verdad nueva, es decir, la resurrección de Cristo, queda sujeta a su origen, es decir, a la comunidad judía, y, por tanto, exigiendo la circuncisión de todos los fieles, para Pablo los rasgos distintivos de las comunidades o sus prácticas rituales ya no son relevantes.
En este sentido, Pablo se distancia tanto de los paganos-cristianos, para quienes la incircuncisión es un valor, como de los judeocristianos, que no sólo exigen la circuncisión sino que también distinguen grados de adhesión: los verdaderos cristianos no son iguales a los simpatizantes. Para Pablo, la circuncisión y la incircuncisión han perdido su valor: no son ni positivas ni negativas. Con esto también desaparecen los grados de adherencia. La distinción es entre fieles y no fieles, así como la referida diferencia adquiere un carácter subjetivo, sin intermediación ni mediación.
En otras palabras, lo que sustenta el proceso universal de una verdad es el reconocimiento subjetivo de la singularidad de un acontecimiento, en este caso, la resurrección de Cristo. En este caso, el ser del acontecimiento, es decir, la comunidad en la que llegó a realizarse, no se confunde con los efectos de verdad, que se producen después del acontecimiento. La inmanencia de la situación es lo que definirá el núcleo histórico de la cristiandad, del que Pedro será el principal responsable. Pero el otro núcleo, la apertura del cristianismo, conquistando a los paganos, subrayará la pertinencia del evento, frente al cual, todos son iguales, dejando el reconocimiento subjetivo de lo singular – ese núcleo de apertura, le tocó a Paulo administrar.
8.
El segundo frente de Pablo tendrá lugar en Atenas con los filósofos. Motivo de risa general entre los sabios, el surgimiento subjetivo, para Pablo, no podía darse como una construcción retórica de un ajuste personal a las leyes del universo y de la naturaleza. El pensamiento, por el contrario, aparece como ruptura y no como construcción retórica.
De esta forma, el pensamiento de Pablo se rebela contra los dos grandes referentes históricos de la época: la sabiduría y la ley; los griegos y los judíos.
9.
cayó hacia Hechos de los Apóstoles, por Lucas, el contraataque a la herejía de Marción, quien, en sus “Antítesis”, subdivide la unicidad divina en Dios Creador y Dios Padre: el primero, refiriéndose al Antiguo Testamento, un dios maligno, revelado directamente por el narración de su oscuro daño; y el segundo, revelado por el Nuevo Evangelio, de manera mediadora (mientras que los 12 apóstoles estarían bajo el imperativo del oscuro Dios Creador, Pablo, según Marción, sería el auténtico apóstol).
La iglesia, a través de sus doctores y ya bajo la diáspora judía, proceso que culmina con el traslado de la capital de la cristiandad, de Jerusalén a Roma, emprenderá la construcción de un Pablo centrista, en obediencia a los compromisos fundamentales de la cristiandad - asamblea del 50. Es en este sentido que la figura del sacerdote se destacará en Pablo, desplazando el foco antes centrado en la figura de la santidad, es decir, de quien sufre el impacto del azar cegador, del acontecimiento mismo.
Alain Badiou rescata entonces la figura de Pasolini, que viene a escribir una película sobre São Paulo, nunca rodada, rescatando toda su contemporaneidad. En la película, el Imperio de Roma es Nueva York, Jerusalén es París con la resistencia y los partidarios de Pétain, Atenas es la ciudad de Roma y Damasco es Barcelona (la España de Franco). Pero la idea fundamental de Pasolini es la traición interna que explica incluso la impostura de Hechos de los Apóstoles de Lucas. En otras palabras, la verdad de esta impostura reside en la figura subjetiva del sacerdote, construida a partir de la dialéctica entre santidad y actualidad: “¿cómo la santidad auténtica puede resistir la prueba de una historia fugaz y monumental al mismo tiempo que esta santidad es una excepción y no una operación? Endurecimiento, organizándose. Pero lo que debía preservarse de la corrupción de la historia, resulta ser una corrupción esencial (la del santo por el sacerdote)”.
La verdad de la traición externa (Hechos de los Apóstoles) estaría en traición interna. Es cuando el militante, el hombre del aparato, sea el creador de la Iglesia, o de la organización, o del partido, viene a suceder a la experiencia del acontecimiento, para preservarlo y culminar en corromperlo. Paulo habría vivido ambas experiencias y sus epístolas prueban que son documentos militantes, intervenciones, como lo fue Wittgenstein con respecto a Russel, Lenin con relación a Marx y Lacan con relación a Freud. La identificación de Pablo con el militante es parte del proceso de verdad, post-acontecimiento, cuando la santidad entra en relación con el presente.
10.
En el Capítulo IV, “Teoría de los Discursos”, uno de los más importantes del libro, Alain Badiou se ocupará de los regímenes del discurso y traerá a colación la figura del cuadrilátero. Ya en su Lógica, Hegel nos remitirá a esta figura, mostrándonos que el Saber absoluto de una dialéctica ternaria requiere un cuarto término. Badiou subrayará la analogía entre Paulo y Lacan en este sentido: así como Lacan piensa el discurso analítico en un tópico móvil desde el cual se conecta con los discursos del amo, la histérica y la universidad, Paulo también propone un plano de discursos formado por su discurso (discurso cristiano), griego, judío y místico. Dichos discursos son vistos como disposiciones subjetivas y no designan ni al pueblo (grupo humano objetivo con sus creencias, costumbres, lengua y territorio) ni a las religiones constituidas y legalizadas.
11.
El punto de partida del discurso judío es la excepción al todo, una excepción representada por el signo. La figura subjetiva de este discurso es el profeta, el que hace un signo, exponiendo lo oscuro para que pueda ser descifrado, dando fe de la trascendencia. Es, por tanto, un discurso de excepción: se invoca la excepción al orden cósmico griego para indicar la trascendencia divina. Tanto la señal profética, como el milagro, y la elección de un pueblo, constituyen el discurso judío. En este sentido, la historia pasa a estar regida por cálculos trascendentes, lo que no deja de ser una forma de dominación.
Para el discurso griego, la historia también se rige por cálculos trascendentes: la diferencia es que, en este caso, el punto de partida es el todo. El proceso del discurso griego es conformarse al orden cósmico, no trascenderlo. En ambos discursos, el judío y el filosófico, prevalecería el discurso del Padre: en el caso judío, las comunidades se consolidan en una forma de obediencia a Dios; en el caso griego, una forma de obediencia al cosmos. La clave de la salvación para ambos estaría dada en el universo, por el dominio de la tradición literal y el desciframiento del signo (judío) o por el dominio directo de la totalidad (griego), ambos conducentes a un discurso del “maestro ”. Griegos y judíos, en este sentido, se oponen en el mismo trasfondo.
12.
El discurso cristiano, a diferencia de ambos, no tiene como punto de partida ni el todo ni la excepción al todo. Su punto de partida es el acontecimiento: acósmico, ilegal, no integrado en ninguna totalidad y no siendo signo de nada. Con eso, la historia deja de ser una cuestión de cálculos y comienza a partirse en dos, como la del antiguo y nuevo testamento. Al discurso del padre le sigue un nuevo discurso, el del hijo. Esta idea de ruptura indica claramente que el discurso del Hijo es más una diagonal de los dos discursos anteriores que una síntesis.
Y tanto es así que Pablo, a diferencia de los 12 apóstoles que presenciaron el evento y privilegiaron así la memoria y la conciencia histórica, solo se sostiene cuando dice que fue llamado a ser apóstol. Exigir pruebas y contrapruebas, que es propio del pensamiento judeocristiano, no es una cuestión relevante para Pablo: más importante que el hecho es la disposición subjetiva; la relación entre lo singular y lo universal, el renacimiento de Cristo y nuestro renacimiento. En este sentido, “siempre hay un momento en que lo importante es declarar, en nombre propio, que pasó lo que pasó”. La perspectiva aquí es de gracia y no de historia. El interés del acontecimiento no está en sí mismo, como hecho objetivo, sino en su singularidad y universalidad.
13.
El saber, en cierto modo, está ligado al campo del saber: es empírico o conceptual; o se trata de un sentido unívoco, liberado en signos, o de verdades eternas. Ahora bien, en Paulo, que sentó las bases del universalismo, el acontecimiento establece un callejón sin salida en el lenguaje: no está ligado al campo del saber; antes de eso, abre la posibilidad subjetiva.
La gran diferencia entre Pascal y Paul vendrá del hecho de que, a pesar de su anti-filosofía clásica, Pascal está involucrado en convencer al libertino moderno de la superioridad de la religión cristiana. En este sentido, Pascal trata de demostrar racionalmente esta superioridad dada. Para ello acaba apelando a tres tipos de discursos: el discurso judío, con su teoría del signo y del doble sentido (el Nuevo Testamento cumple las profecías del Antiguo Testamento, así como el Antiguo Testamento deriva su coherencia de lo que señala al Nuevo Testamento); el discurso filosófico, con su argumentación probabilística de la apuesta y el razonamiento dialéctico sobre los dos infinitos; y el discurso místico, que se basa en el discurso tácito, propio del hombre extasiado (su persona es glorificada en nombre de ese otro sujeto que dialoga con Dios y que es como Otro en sí mismo).
Cuando este discurso, que llamamos místico, en lugar de quedarse en un complemento mudo, pasa a legitimar el discurso cristiano de Pablo, sobre todo teniendo en cuenta su conversión (cuando escucha una voz que lo llama a ser apóstol), éste acaba transformando el propio discurso cristiano. en un discurso judío. Y así como la profecía es el signo de lo que vendrá, el milagro, propio del discurso milagroso judeocristiano, es el signo de la trascendencia de lo verdadero.
El problema, pues, para Badiou, es enmascarar el acontecimiento puro en un cálculo de probabilidades, como procede Pascal, inserto como estaba en el mundo clásico e incapaz de renunciar a las demostraciones.
14.
Esta mediación, propia de la ley, que impregna tanto el discurso griego como el judío, y que forma parte de las condiciones del conocimiento, acaba por aprisionar la fuerza y la novedad del acontecimiento. Es en este sentido que Badiou no entiende la revolución como una mediación del comunismo, sino como la secuencia autosuficiente de la verdad política. En lugar de relacionar a Dios con el Ser y dar al primero los atributos del segundo, para Pablo, Dios es diferente del Ser. Esta subversión ontológica es característica del acontecimiento de Cristo: ni poder ni sabiduría, sino debilidad y locura. El acontecimiento no es ni función ni mediación: el acontecimiento de Cristo, para Pablo, y fundante del discurso universalista, es puro comienzo, fundamento, interrupción del régimen anterior de los discursos: ni hecho ni argumentación; no vino a probar nada, es solo fe. Más bien, lo que constituye la verdad es el enunciado y su convicción, que radica en la debilidad, en la ausencia de prueba. La declaración no se basa en lo inefable; en ese sentido, Paulo es menos oscurantista que Pascal: no hay cálculo de posibilidades frente al discurso tácito. El enunciado no tiene más fuerza que lo que declara: esta es la dimensión ética, antioscurantista de Pablo. Y no será la singularidad del sujeto lo que hará valer lo que dice; pero lo que dirá es que encontrará su singularidad.
15.
Una cosa es el acontecimiento, otra es su declaración. Y cuando nos referimos al discurso cristiano universalista, fundado por Pablo, no nos referimos al acontecimiento en sí mismo, sino al proceso de verdad que este acontecimiento proporciona. La metáfora de la vasija de barro a la que se refiere Pablo en su epístola, que lleva un tesoro de potencia infinita, está relacionada con este discurso. Es la declaración misma, post-acontecimiento, la verdad precaria del acontecimiento infinito, en su rudeza, sin pruebas y sin apelar a otras instancias. La precariedad del portador es homóloga a su discurso o vaso: éste se rompe, aquél también se rompe.
16.
La inversión que Pablo propone a los discursos griego y judío está ligada a la división del sujeto, que se dividiría entonces en dos caminos: el de la carne y el del espíritu. Esta división subjetiva nada tiene que ver con la distinción sustancial griega entre cuerpo/alma, pensamiento/sensibilidad. Al establecer la división subjetiva, Paulo desplaza la división antes centrada en el discurso, el griego y el judío: el discurso griego y su relación con la totalidad cósmica finita, que tiene que ver con el régimen de los lugares (la totalidad cósmica es la morada de el pensamiento); y el discurso judío en su relación con el imperativo de la letra, manifestación de la excepción, vista como alianza entre Dios y su pueblo elegido. Lo que llamará la atención en ambos discursos es que el discurso subjetivo está ligado a una perspectiva cultural: el sujeto es pleno e indiviso, sin embargo, étnico; no es universal.
Con Pablo, la diferencia étnica y cultural deja de ser significativa en relación al nuevo objeto del discurso cristiano. Este nuevo objeto ya no es el todo natural o su excepción, diferencias que preexisten al discurso griego y judío y que son tradiciones a respetar (en los referidos discursos llegaríamos a sus objetos a través de conceptos o ritos). El nuevo objeto del discurso cristiano es el acontecimiento de Cristo, y, como acontecimiento, es actual, promoviendo una fractura subjetiva: el camino de la carne y el del espíritu. Por eso lo real comienza a decaer bajo la muerte o la vida, según el camino subjetivo por el que se aprende.
La gran novedad del discurso cristiano, por tanto, es que, cuando no se basa en una tradición, sino en un acontecimiento, establece la insignificancia de los lugares y el exceso de toda prescripción. Es en este sentido que, para Pablo, no hay diferencia entre griego y judío. El sujeto se vuelve dividido y universal en lugar de pleno y étnico.
17.
Hay una diferencia entre evento y existencia. El acontecimiento Cristo no es el sujeto que existió y realizó milagros. Más bien, es la resurrección de Cristo. Es bajo esta fábula que el discurso cristiano sienta las bases del universalismo. Y para eso no requiere testigos privilegiados, como los 12 apóstoles, ni se sostiene como signo. En este sentido, se debilita la figura del maestro: tanto el que responderá a las preguntas propuestas por la filosofía como el que reclamará milagros. Al privilegiar la fábula en detrimento de la existencia real, el discurso cristiano establece una figura verbal específica: el enunciado. Mientras que en los discursos anteriores hay una exigencia de amo (cuestionar y reclamar son figuras verbales de los discursos griego y judío, respectivamente), la declaración no exige carencia alguna: el hijo es aquel a quien nada le falta porque es simplemente un comienzo.
La relación entre amo y siervo, en el discurso cristiano, deja entonces de ser una relación de dependencia personal o jurídica, y se convierte en la de una comunidad de destino, al servicio del proceso de la verdad. Entonces desaparece la relación entre discípulo y maestro, y toda universalidad posterior al acontecimiento iguala a los hijos en la disipación de las particularidades de los padres.
18.
Todo este proceso del sujeto hijo, en lugar del sujeto discípulo, que instaura el discurso cristiano, que hace aún más emblemático el hecho de que Cristo es hijo, es decir, el padre asumió la figura del hijo, subraya la importancia de declaración. A diferencia de las epístolas de Pablo en relación con los evangelios sinópticos escritos veinte años después, expresan el sujeto cristiano en sus dos modos subjetivos: vida y muerte, acontecimiento y ley. Si Jesús tiene una comunicación interna con Dios, promoviendo milagros, caminando sobre las aguas… acaba reduciéndose a un caso edificante.
En cierto modo es el camino del habla milagrosa, de la iluminación interior, al habla judía. Este camino subjetivo es el de la carne, que tendría por objeto la muerte. La otra vía, que vendría a constituir la gran novedad del discurso cristiano, estaría en la declaración del Cristo acontecimiento que es su resurrección. En lugar de la iluminación interna, la declaración del acontecimiento, por el camino subjetivo del espíritu, cuyo objeto es la vida.
*Rogério Skylab es ensayista, cantante y compositor.
referencia
Alain Badiou. São Paulo: la base del universalismo. Traducción: Wanda Nogueira Caldeira Brant. São Paulo, Boitempo, 2009, 142 páginas.