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por TEJIDO ANNATERESS*

De princesas, madres y ninfas: algunas imágenes femeninas

Adriana Duque, Era (2022)

Un retrato –escribe Paola Tinagli– es la representación de una apariencia específica, pero también es una imagen construida de sí mismo que, a través del proceso del arte, ayuda a crear y redefinir ideales sociales y culturales y, al mismo tiempo, responde a ellos Es decir, el retrato muestra “la cara pública de una identidad, moldeada por los ideales de la sociedad a la que pertenece”.

Si esta definición de retrato se aplica a cualquier individuo, independientemente de su género, no se puede olvidar que, en el caso de las mujeres, sus representaciones obedecen a ideales precisos de belleza, comportamiento y presentación, y deben ser vistas como mensajes codificados dirigidos a un público capaz de para leerlos e interpretarlos. Este concepto de retrato hace que, a partir del siglo XV, las efigies femeninas sean concebidas como una exhibición de la riqueza familiar, lo que explica el énfasis que se da a las joyas y la indumentaria. Como recuerda Tinagli, este despliegue de elegancia no fue “un gesto de vanidad gratuita, sino un medio significativo por el cual las mujeres hicieron visible su posición a los ojos de la sociedad”.

Es esta idea del retrato femenino como símbolo de estatus la que problematiza la fotógrafa colombiana Adriana Duque en series como Iconos (2011) Iconos II (2014) y Renacimiento (2018-2021). En las dos primeras series, diferentes modelos adolescentes encarnan un arquetipo llamado María, que se distingue por el uso de adornos únicos que cubren su cabeza y tapan sus orejas, muy similares a los auriculares actuales. Reinterpretación de coronas históricas, los ricos adornos diseñados por Adriana Duque establecen un vínculo anacrónico entre los aristócratas retratados por los pintores del pasado, con un “aura de impiedad y aislamiento natural”, y los adolescentes del presente que, gracias a los auriculares, interponen un barrera entre ellos y el entorno.

Este aspecto destacado por Eder Chiodetto no es el único elemento anacrónico utilizado por la fotógrafa para recrear sus singulares retratos de jóvenes aristócratas. Vestidos suntuosos, adornados con elegantes bordados o flores rojas, mangas con puños de encaje blanco, collares de perlas, broches con motivos naturales forman parte de puestas en escena destinadas a mostrar la figura femenina como símbolo de estatus. Una mirada apresurada llevaría a la conclusión de que Adriana Duque simplemente transpone a la fotografía las normas de una sociedad que encontraba en ciertos tipos de tejidos nobles, en los bordados elegantes y en las joyas signos de nobleza, magnificencia y virtud.

Sin embargo, una mirada más cercana disipa esta primera impresión. Las Marías de las dos series, concebidas en torno a los conceptos de repetición y variación, ocupan espacios interiores, y no la escena pública, en la que la exhibición de la elegancia femenina era una forma de atestiguar la riqueza e importancia de la familia. Si bien se relacionan con escenas íntimas, hay algo extraño en sus representaciones, ya que, en la mayoría de las obras, no hay límite entre el espacio privado (alcobas) y una zona libre como la cocina. Este asoma tras decorados teatrales decorados con pesados ​​telones y mantas de terciopelo, evocando discretamente un ideal de feminidad basado en reglas precisas: la mujer debe ser criada para ser una buena esposa, lo que implica la capacidad de administrar el hogar.

Una imagen de la serie 2011, Maria 08, es bastante emblemático en este sentido. Ataviada con un vestido negro, cuya severidad se ve mitigada por una camisa blanca con puños de encaje, una adolescente rubia, que mira directamente al espectador, se retrata junto a una mesa y con el telón de fondo de una estufa de aspecto precario en un espacio completamente dominado por sombras oscuras. El sentimiento de extrañamiento no se limita a estos aspectos. En la serie de 2014, se derrama en los broches de plástico usados ​​por Maria 20, Maria 21 e Maria 23; por las cestas de verduras que cuelgan de los brazos de los últimos y Maria 19; por los gestos insólitos de Maria 14 e Maria 17, representados cerca de mesas cubiertas con productos vegetales, pelando una fruta y sosteniendo una manzana verde, respectivamente.

La búsqueda de una belleza ideal, “inventada”, que caracteriza una parte de los retratos femeninos del Renacimiento, está en el corazón de la serie. Renacimiento, en el que Adriana Duque actualiza la leyenda de Zeuxis relatada por Leon Battista Alberti en el tratado de la pintura (1436). Encargado de pintar un retrato femenino, el artista, que creía que no era posible “encontrar toda la belleza que buscaba en un solo cuerpo”, elige a las cinco vírgenes más bellas de Crotona “para extraer de ellas toda la belleza que es apreciado en una mujer”.[ 1 ]

Al igual que el pintor griego, el fotógrafo utiliza el proceso de ensamblaje de elementos aislados, con la ayuda de técnicas digitales. Como ella misma declara: “Cada una de las obras sitúa la definición del retrato en un campo en movimiento, porque no son imágenes obtenidas simplemente registrando al sujeto retratado. La totalidad de cada obra se compone parte por parte, de modo que cada imagen resultante corresponde, en realidad, a fragmentos dispersos y meticulosamente reensamblados en busca de una imagen ideal, la que sólo habita en la mente del artista”.

A diferencia de las series de 2011 y 2014, en las que se exploraron diferentes formatos de retrato –busto, ¾ y cuerpo completo–, en Renacimiento, el fotógrafo se decanta por la primera modalidad de representación. El resultado son imágenes de rostros enfadados que ocupan el primer plano con miradas inquisitivas en composiciones rigurosamente estructuradas. La repetición de la misma pose frontal de adolescentes que lucen adornos ricamente elaborados alrededor del cuello y tienen la cabeza cubierta con auriculares y coronas crea una idea de uniformidad, que no se rompe ni siquiera con la presencia de modelos negros (Felicia e Grazia, 2019) y por una composición como la ultima princesa (2019), totalmente resuelta con tonalidades blancas.

Dos imágenes, sin embargo, introducen una diferencia en la serie no sólo porque muestran el formato ¾, sino, sobre todo, porque plantean el tema de la sexualidad, sublimado en las demás fotografías. Maria (2018) y Eva (2019) reciben el tratamiento de imágenes devocionales: recrean escenas de la Virgen con el niño Jesús, muy habituales en las casas solariegas, en las que cumplían distintas funciones. Además de establecer un canal de comunicación con la divinidad gracias a la mediación de María, pretendían ofrecer ejemplos de conducta casta, modesta y diligente a las mujeres casadas. A través de la figura de la Virgen, humanizada a partir del siglo XIV, se propaga una pedagogía de la moral familiar, que otorga a la mujer casada el papel de mediadora social, “ampliando los lazos afectivos y redefiniendo la comprensión que hasta entonces se había tenido de la idea de familia”. , con importantes efectos políticos y económicos, como escribe Isabelle Anchieta.

La buena esposa debía estar a cargo del gobierno de la casa, siendo responsable del cuidado de los hijos, del manejo de la servidumbre y de un conjunto de tareas diarias, aunque no tenía autonomía económica. Otra tarea asignada a la mujer fue el control de los sentimientos y deseos, ya que la Iglesia estableció una distinción entre el amor carnal, condenable, y el amor verdadero, “sereno, honesto y pacífico”. En términos simbólicos, las mujeres aprendieron a ser esposas y madres a través de tres figuras femeninas: María, su madre Ana y su prima Isabel. Había una razón para la incidencia de las imágenes devocionales sobre las figuras de María y Jesús: permitían reforzar los lazos afectivos de la familia, garantizando su conservación, además de inculcar en la mujer las virtudes de la humildad y la obediencia.

Maria e Eva son representaciones de una Virgen humanizada, cuyas principales características son un gesto suave y un semblante sereno. La María negra, ataviada con una corona y un velo negro que oculta los auriculares, presenta un muñeco blanco al observador, despertando en él la posibilidad de asumir el papel de hijo a quien proteger. La blanca y rubia Eva es aún más humana que María, ya que sólo lleva unos auriculares dorados en la cabeza, despojándose de una vez por todas de un aura sobrenatural. Con las manos juntas, inclina su rostro hacia una muñeca negra, mostrando sentimientos como humildad y bondad en su rostro.

Con estas dos imágenes que ponen a la orden del día la cuestión étnica, Duque no sólo realiza una operación de desublimación del ideal renacentista. El mestizaje implícito en la diferencia entre madre e hijo se convierte en un signo inequívoco del lugar donde se producen las fotografías, Iberoamérica, en el que se generan imágenes que introducen cambios en el canon europeo, cuestionando estereotipos y otorgando un papel central a figuras marginadas.

Las gorras también juegan un papel central en la última serie producida por Adriana Duque, “Todo lo que intenta revelarse” (2022), presentada en Zipper Galeria entre el 13 de agosto y el 17 de septiembre. Motivos vegetales transparentes y reveladores, adornan las cabezas de las niñas negras (Eda, Eva ) y blanco (Ela, Ema, Adagio), que no presentan el aspecto hierático y distante de modelos de series anteriores. Eder Chiodetto encuentra una explicación a este cambio en el papel que el fotógrafo asigna a estas nuevas figuras. Ya no son las princesas que a menudo se enfrentaban directamente al espectador; son ninfas, que “personifican la fertilidad de la naturaleza”, dotadas de una mirada oblicua, de la que emanan “benevolencia, empatía y altruismo”. Si hubiera alguna duda sobre este cambio de enfoque, bastaría con recordar la gigantesca figura de Gaia, que ocupa el primer muro de la galería, encerrado en un marco más suntuoso que los demás.

El tono negro que domina la composición, comenzando por el color de la tez de la modelo, da un aire solemne a la imagen, cuyo título evoca a la Madre Tierra de la mitología grecorromana, nacida inmediatamente después del Caos, dotada de un inmenso potencial generativo. La asociación entre la fotografía de Adriana Duque y el personaje mitológico queda corroborada por los motivos vegetales que decoran el elegante vestido negro, en una evidente alusión a la fertilidad de la naturaleza.

Los delicados gorros que adornan las cabezas de las ninfas revelan un significado específico cuando el observador vuelve la mirada hacia la más elaborada composición del conjunto titulado Era: el retrato de una ninfa rodeada de flores, situada dentro de un capullo transparente. Está rematado por un tríptico con flores de saúco con raíces y colibríes y flanqueado por dos paneles con el mismo motivo fitomorfo, que reciben los títulos de reina.

En el segundo espacio de la exposición, el espectador se enfrenta a un universo poblado por una vida aún más fervorosa. Transformados en membranas o placentas, los sombreros traen en su interior diminutos elementos de flora y fauna, que remiten a un incesante proceso de renovación. Este proceso es corroborado por un video, en el que una niña construye un jardín privado dentro de una estructura luminosa.

Según Chiodetto, este nuevo momento en la carrera de Adriana Duque comenzó cuando, mirando una hoja atravesada por rayos de sol, se encontró con “una membrana, una especie de receptáculo, una incubadora capaz de concebir vidas”. La revelación de lo que existía dentro de la hoja –“caminos dobles, laberintos, conexiones en rizomas”– la llevó a concebir microcosmos pulsantes de vida y energía, preservados en los delicados gorros de las ninfas. Al optar por estos y modestos vestidos, la fotógrafa va en contra de las representaciones tradicionales de espíritus naturales femeninos que personifican la fertilidad de la naturaleza. Las ninfas, por regla general, se representaban con ropas claras o transparentes y con sus largos cabellos sueltos o recogidos en trenzas.

La relación entre los gorros y una vida bullente encerrada en ellos sugiere que Adriana Duque está tomando una postura delicada pero resuelta contra las devastadoras consecuencias de la acción humana sobre la naturaleza. La presencia de diminutos elementos vegetales y animales en las membranas/placenta parece ser un signo inequívoco de la importancia que el fotógrafo otorga a todos los seres vivos, proponiendo una mirada crítica al desequilibrio provocado por las transformaciones introducidas en el medio por la humanidad. La naturaleza como expresión creativa encuentra una condensación paradigmática en las mayúsculas, que remiten a la capacidad generativa femenina, entendida no solo en términos biológicos, sino también conceptuales.

Después de todo, la vida palpitante de la naturaleza forma un unicum con cabezas de ninfas, en una demostración de la posibilidad de proponer nuevos paradigmas basados ​​en la capacidad creativa de las mujeres. Mucho más atenta que los hombres a los efectos aniquiladores de la violencia y la destrucción, la mujer/ninfa de Duque podría invertir la visión actual de los demás seres vivos como “extranjeros” en el territorio que por derecho les pertenece.[ 2 ]

El título dado a las membranas/placenta, Espectro, parece reforzar esta percepción. El término espectro, en efecto, no se refiere sólo a una presencia fantasmal, sino también a una figura inmaterial, real o imaginaria, que puebla el pensamiento. Los espectros cobijados en los gorros de las ninfas pueden asociarse a ideas de conservación de la naturaleza, con la posibilidad de restablecer el equilibrio perdido, a partir de gestos concretos. El semblante sereno de las ninfas contrasta con la seriedad de la doliente Gaia, pero esta transición no debe hacernos perder de vista que las distintas imágenes que componen la serie apuntan a un mismo objetivo: la búsqueda de una relación renovada entre la humanidad. y el universo

Para el fotógrafo, las membranas translúcidas representan el “tejido delgado y envolvente de energía que nos conecta con el mundo y al mismo tiempo nos aísla de este mundo, nos protege y al mismo tiempo nos aprisiona, y nos transforma en sujetos individuales”. , dando un significado más dialéctico al “interior vibrante y misterioso que de alguna manera intenta revelarse”. En esta, que es probablemente su serie más personal, Adriana Duque deja de lado un diálogo más cercano con la historia de la representación figurativa para centrarse en una peculiar reflexión sobre la naturaleza y sus formas. Su acercamiento a la figura femenina sufre, con ello, un cambio sensible.

Em Iconos, Iconos II e Renacimiento, lo que estaba en agenda no era solo una crítica a la representación a través de la banalización de situaciones idealizadas y la sobreidealización de la efigie de la mujer, sino también la idea del sujeto como estereotipo social. Al igual que artistas como Cindy Sherman y Yamumasa Morimura, la fotógrafa colombiana recupera, en forma de parodia, “la ficción de un concepto de representación tradicional”.

Gracias a la técnica de cuadro vivant, Adriana Duque termina utilizando la representación contra sí misma, para desafiar su autoridad y criticar la historia del arte y sus métodos de interpretación. Si la idea de Juan Martín Prada puede aplicarse a la citada serie, más congenia aún con las representaciones simuladas de la Virgen y el niño, que resultan de una “acumulación de imágenes culturales”, que pueden ser consideradas “abstracciones irónicas” de un género. destinado a la confirmación del mayor papel social de la mujer: la maternidad.

Jugando con la distancia entre memoria y actualidad y con efectos de parodia, la fotógrafa elabora una reflexión sobre conceptos y formas de interpretar los temas del sexo, el género, la experiencia cosificada del mundo y la posibilidad de una oposición irónica al mismo. Las escurridizas ninfas y la doliente Gaia se distancian de esta visión desublimada de las referencias culturales enraizadas en el pasado para insertarse en una temporalidad tensa, en la que los arquetipos mitológicos se ponen al servicio de una idea activa del papel de la mujer en la configuración un nuevo orden gracias a una actitud mental atenta a los silenciosos impulsos de la vida, pero llenos de belleza y armonía.

* Anateresa Fabris es profesor jubilado del Departamento de Artes Visuales de la ECA-USP. Es autora, entre otros libros, de Realidad y ficción en la fotografía latinoamericana (Editorial UFRGS).

 

Referencias


ALBERTI, León Battista. de la pintura; trans. Antonio da Silveira Mendonça. Campinas: Editora da Unicamp, 1999.

ANCHIETA, Isabel. Imágenes de mujeres en el Occidente moderno. São Paulo: Edusp, 2021, v. dos.

CHIODETTO, Ed. “Iconos” (2014). Disponible: .

_______. "Todo lo que intenta revelarse". São Paulo: Zipper Galeria, 2022.

PRADA, Juan Martín. Apropiación posmoderna: arte, práctica apropiacionista y teoría de la posmodernidad. Caracas: Editorial Fundamentos, 2001.

TINAGLI, Paola. Mujeres en el arte renacentista italiano: género, representación, identidad. Manchester/Nueva York: Manchester University Press, 1997.

VIDAL, Nara. "Vida después de la muerte". cuatro cinco uno, São Paulo, n. 61 de septiembre 2022.

CREMALLERA GALERÍA. “Renacimiento” (2019). Disponible: .

_______. “Todo lo que intenta revelarse” (2022). Disponible: .

 

Notas


[1] La historia había sido narrada en el libro II del tratado de la invención (88-87 aC), de Cicerón.

[2] La idea del “extranjero” fue sugerida al leer el artículo “La vida después de la muerte”. En él se hace referencia a una reflexión de Christian Dunker sobre “la tierra como posesión, a partir del trato dado por los invasores europeos a los pueblos originarios de las Américas, quienes fueron tratados por ellos como extranjeros en su propio territorio”.

 

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