por JOSÉ MICAELSON LACERDA MORAIS*
Si no reconocemos la explotación del trabajo como fundamento de nuestra sociedad actual, nunca podremos establecer relaciones sociales libres.
Consultando cualquier diccionario, se puede ver que el término “servidumbre” se refiere a un estado o condición de una persona (o grupo de individuos) como “siervo” o “esclavo”. Condición que confiere un carácter de sujeción y dependencia al conjunto de relaciones sociales que se establecen entre sujetos sociales; entre tú, yo, el otro y los otros. Las relaciones sociales no derivan necesariamente del parentesco, la amistad, la proximidad, la afinidad, etc. El establecimiento de relaciones sociales se inserta como condición intrínseca de la existencia misma. No es un rasgo humano. Lo que constituye una particularidad humana es la capacidad de transformar esta existencia, de asumir el mando de la vida y de someter la naturaleza a su voluntad (interés).
Como categoría de análisis (y también de realidad existente), las relaciones sociales constituyen la base de cualquier sociedad que haya existido, exista y existirá. Una sociedad de abejas, por ejemplo, representa una sociedad altamente organizada que puede estar compuesta por hasta 100 individuos. Las relaciones sociales se establecen a partir de las características naturales de las propias abejas, separadas en obreras, la reina y los zánganos. Sin embargo, este es un ejemplo de una sociedad sin transformación, tanto en cuanto a la relación entre esta sociedad y la naturaleza, como en las relaciones sociales entre los individuos. La sociedad humana, en cambio, debido a la capacidad de razonamiento humano, es capaz tanto de alterar las relaciones sociales como de transformar la naturaleza, a lo largo de su existencia.
El modo de producción es la categoría de análisis que permite observar tanto las relaciones sociales y sus transformaciones como la etapa de desarrollo técnico (dominio del hombre sobre la naturaleza). Podemos, sin determinismos ni etapas, configurar la historia humana a partir del conjunto de relaciones sociales que se establecen en cada etapa del desarrollo técnico. De una manera bastante tosca, aunque didáctica para los fines de este artículo, podemos separar la historia humana en un antes y un después de la gran industria mecanizada. Antes de este gran parteaguas de la historia humana, las relaciones sociales de producción eran predominantemente de esclavitud y servidumbre, luego de lo cual pasaron a ser dominadas por el tipo de trabajo asalariado. Fue sólo con la gran industria mecanizada que completamos nuestro dominio sobre la naturaleza, que finalmente pudimos dirigir el proceso productivo de manera autónoma, autosustentable. Se imaginó que esta forma de producción y las relaciones sociales de producción asociadas a ella (trabajo asalariado) podrían, en principio, establecer una sociedad de hombres libres y autónomos, en el sentido económico, social y político. Sin embargo, el resultado del proceso no fue ese.
El hombre libre, desde el punto de vista legal, es a la vez siervo y esclavo, desde el punto de vista económico. Esto se debe a que la evolución de la tecnología no cambió la esencia de las relaciones sociales, sino solo su forma (esclavo, sirviente, empleado). Lo que estas formas tienen en común es que, en esencia, representan un modo de reproducción social en el que la explotación y expropiación del producto del trabajo constituyen una norma social “eterna”, independientemente del estadio técnico al que se llegue; como la maldición del eterno retorno, ¿sabes? Norma que nace de la lucha por la existencia, pero que se perpetúa para siempre, incluso en la etapa en que la lucha por la existencia ha dejado de ser, hasta cierto punto, una condición necesaria de la vida.
Quizás un ejemplo, aunque sea literario, pueda ayudar a comprender mejor este argumento. En la novela de Defoe, escrita en 1719, cuando Robson Crusoé salva la vida de un nativo, no se convierte en un hombre como su salvador, se convierte en un sirviente, cuya función es realizar el servicio doméstico que antes realizaba Crusoe. La posibilidad de utilizar la fuerza de trabajo ajena en beneficio propio aparece casi como un gen que nace en los grupos sociales y acompaña a las civilizaciones a lo largo de la historia humana. Antes del capitalismo y la gran industria mecanizada, este proceso se dio, ya sea por la poca población o por el bajo nivel técnico alcanzado (productividad) a través del trabajo forzoso (esclavitud y servidumbre). Entonces, debido al alto nivel de población al que hemos llegado, unido a un nivel tecnológico muy desarrollado, se produce el proceso de explotación y expropiación a partir del trabajo asalariado.
Si observamos, sin prejuicios, toda la evolución de la historia humana, podemos concluir sin mucha dificultad que toda sociabilidad posible está asociada a formas de explotación y apropiación del trabajo ajeno por parte de unos. Las razones son las más variadas: guerra; deudas; negocio; robo; expropiación; asesinato, etc, etc, etc. En cualquier caso, la economía, como práctica y como ciencia, se ha convertido en el instrumento más eficaz para dar vida a esta construcción social. Y el capitalismo es la forma más acabada y desarrollada de explotación y expropiación de la fuerza de trabajo. Pero no sólo eso, también constituye un perfecto sistema de autodestrucción masiva de la vida humana y de la propia naturaleza.
Si observamos la naturaleza, también sin prejuicios, veremos que el sentido de la vida contenido en ella es la destrucción. La grandeza de la vida aparece así como un instante de existencia en una contradicción de belleza inalcanzable. La vida de los animales salvajes, por ejemplo, depende de las vidas que destruyen para alimentarse. De ello depende la duración de tu vida y ese es tu trabajo, una forma de retrasar el desenlace final de tu existencia. En la sociedad humana, el trabajo es también la forma de retrasar la llegada a nuestro destino final. Sin embargo, el trabajo humano no termina en el momento en que se lleva a cabo. Nuestra capacidad de razonamiento nos permite acumular trabajo y crear productos (medios de producción, infraestructura, ciudades, megaciudades) que espiritualmente nos dan un sentido de eternidad. De esta forma, el trabajo humano se convierte en el bien más preciado, motivo de codicia y de toda clase de formas posibles e imaginables de explotación y expropiación.
En este sentido, una sociedad en la que el proceso distributivo se realiza a partir de la división del ingreso total en salario, ganancia (interés) y renta de la tierra, es decir, una sociedad basada en el trabajo asalariado, no se diferencia en nada de otra en que la base del trabajo social es la esclavitud o la servidumbre. La prueba de esta correspondencia es algo elemental. En la esclavitud, todo el valor de uso de la fuerza de trabajo es propiedad del dueño del esclavo. En la servidumbre, una parte del valor de uso de la fuerza de trabajo pertenece al señor a través de la transferencia de tierras y/o medios de producción. En el capitalismo, la apropiación del producto del trabajo se realiza a través de la diferencia entre el valor de uso y el valor de cambio de la fuerza de trabajo.
En términos generales, el valor de cambio se define por el nivel de subsistencia de un individuo en una sociedad dada. Por otro lado, el valor de uso de la fuerza de trabajo produce un valor mayor que el valor de cambio (salario pagado). Así, como en otras modalidades, tenemos una parte de la jornada laboral que no es remunerada, es trabajo gratuito para quienes mandan la fuerza de trabajo. Puede cuestionar que este sea el precio de la iniciativa, del espíritu empresarial de un individuo o empresa en particular. Sin embargo, en todo caso, este precio se presenta como un costo social, ya que representa la acumulación de una riqueza material privada sobre otras.
En otras palabras, la ganancia no es un instrumento social. El beneficio no sólo se utiliza para ampliar y modernizar las empresas, sino que sirve principalmente como instrumento de dominación social, de concentración privada de la riqueza material y de poder de mando sobre los demás. Si no fuera así, podríamos tener una distribución del producto realmente social. ¿De que forma? Si el ingreso se distribuyera equitativamente a la sociedad, esto significaría que la ganancia, por ejemplo, no funcionaría como una función de distinción social, de dominación y explotación del trabajo de otros. Pues todos los trabajadores de una empresa recibirían igual remuneración, incluido el capitalista. La utilidad de la empresa se destinaría a fines sociales y no de apropiación privada. De esta forma, la importancia de los sujetos sociales no estaría ligada al poder de mando y explotación que proporciona el dinero, sino a la función social que cada uno ejerce y todos se beneficiarían por igual del producto del trabajo.
La igualdad jurídica en el capitalismo sin una correspondiente igualdad económica representa sólo una forma más sofisticada de apropiación del producto del trabajo de otros en contraste con las relaciones sociales de tipo siervo-esclavo. Si no reconocemos la explotación del trabajo como fundamento de nuestra sociedad actual, nunca podremos establecer relaciones sociales libres de dominación y dependencia.
Es muy difícil esperar una sociedad y una humanidad diferente a la que hemos logrado. La actual etapa de desarrollo del capitalismo con el alto nivel de facilidad de explotación de la fuerza de trabajo, proporcionado por la revolución técnico-científica-informativa, que produjo un proceso de separación entre la creación de valor y el proceso general de trabajo, así como también generó la forma más poderosa de control social (adormecimiento, separación social y aceptación del mundo tal como es), a través de las nuevas tecnologías de la información, haciéndonos casi totalmente impotentes ante tal contexto.
No podíamos terminar este artículo sin citar a uno de los pensadores más humanos de todos los tiempos, que entendió y formuló el problema de la explotación laboral como ningún otro. Marx (2017, p. 697), en el libro 1 de El Capital, edición de Boitempo, nos permite así concluir: “[...] En realidad, pues, la ley de la acumulación capitalista, mistificada en ley de la naturaleza, expresa sólo que la naturaleza de esta acumulación excluye cualquier disminución en el grado de explotación del trabajo o cualquier aumento en el precio del trabajo que podría amenazar seriamente la reproducción constante de la relación capitalista, su reproducción en una escala cada vez mayor. Y no podría ser de otra manera, en un modo de producción en el que el trabajador atiende a las necesidades de valorización de los valores existentes, en lugar de que la riqueza objetiva sirva a las necesidades de desarrollo del trabajador. Así como en la religión el hombre está dominado por el producto de su propia cabeza, así en la producción capitalista está dominado por el producto de sus propias manos”.
*José Micaelson Lacerda Morais es profesor del Departamento de Economía de la URCA.