por FRANÇOIS DOSSE*
“Introducción” del libro recién publicado
Un desfase entre dos fechas, 1944-1989, y un inmenso contraste sirven a los límites temporales de este estudio: por un lado, el sentimiento de ser impelidos por el movimiento de la historia hacia el clima de salida de la barbarie nazi; por el otro, la impresión del derrumbe de la experiencia histórica vivida en el momento de la caída del comunismo en 1989. En este ínterin, es la propia creencia en el curso de la historia -que, supuestamente, traería un mundo mejor- que terminó siendo negado.
La idea de un futuro, como meta a alcanzar inexorablemente por la marcha del mundo -cuyos guías serían los intelectuales- desapareció para ser sustituida por un indeterminado “presentismo”. Tal y como afirma Jorge Semprún, al participar en el programa de radio radioscopia, presentado por Jacques Chancel: “Nuestra generación no está preparada para recuperarse del fracaso de la URSS”. Fueron los intelectuales de izquierda –mucho más que los propios militantes comunistas– quienes, de manera cruel y duradera, sufrieron tal golpe, llegando a verse, a lo largo del siglo XX, huérfanos de un proyecto de sociedad.
La marcha hacia una sociedad igualitaria había sido el motor de los movimientos emancipatorios del siglo XIX, conocido como el “siglo de la historia”: la sociedad perdía lo que le daba sentido. Los intelectuales de izquierda no fueron los únicos que se resignaron a quedarse sin futuro durante el trágico siglo XX: los de derecha tuvieron que abandonar sus propias ilusiones tanto de una vuelta a la tradición, propugnada por el maurrasismo de preguerra, como de una compromiso con un régimen republicano que, durante mucho tiempo, había sido objeto de repudio.
Para coronar esta crisis de historicidad, la creencia ampliamente compartida, tanto por la derecha como por la izquierda, en un progreso indefinido de las fuerzas productivas se topó con una realidad más compleja con el fin de la trente gloriosas y conciencia de la amenaza que pesa sobre el ecosistema planetario. Esta crisis de historicidad, fenómeno que afecta a todos los países, del Norte y del Sur, adquirió en Francia un carácter paroxístico, asociado sin duda a una relación particularmente intensa con la historia desde la Revolución Francesa.
Si fueron, sobre todo, los filósofos alemanes —Kant, Hegel, Marx— quienes atribuían un sentido de finalidad a la historia a lo largo del siglo XIX, todas las especulaciones que pretendían divinizar su marcha tenían sus raíces en una reflexión sobre lo universal. dimensión de la Gran Revolución y sus valores, con la siguiente consecuencia: la nación francesa es, por esencia, depositaria de la capacidad de encarnar la historia. Basta pensar en Michelet, que consideraba al pueblo francés como la piedra filosofal que da sentido al pasado y prepara el futuro, o en Ernest Lavisse, para quien la patria francesa es portadora de una misión universal. Esta convicción, corriente en muchos historiadores franceses del siglo XIX, se perpetuó en el siglo siguiente, en lo que el general De Gaulle designó como “una cierta idea de la Francia.
En el transcurso de la segunda mitad del siglo XX, esta visión de Francia como el “hijo mayor de la historia” se desmoronó por etapas. Traumatizado por el desastre de 1940, debilitado por cuatro años de ocupación por las tropas nazis y por la pérdida de su independencia económica, además de haber sido amputado de su imperio colonial, el país se desplomó en la categoría de nación modesta, más o menos reducido al Hexágono -configuración del territorio francés en el continente europeo- y limitándose a tocar una partitura menor en el concierto de las naciones, dominado de forma duradera por el enfrentamiento entre las dos superpotencias. No es de extrañar que este hundimiento afectara, en primer lugar, a los intelectuales de este “país que ama las ideas”, para usar la expresión acuñada por el historiador británico Sudhir Hazareesingh. La renuncia de Francia a su antigua grandeza ciertamente exacerbó la crisis general de historicidad de la segunda mitad del siglo XX, suscitando una intensa relación con la historia, aunque fuera al precio de negar los hechos.
1.
El viaje aquí reconstituido se inscribe entre dos momentos: la irrupción y, luego, la desaparición del intelectual profético. Habiendo aparecido en la inmediata posguerra, esta figura es portada por la generación que pasó por la tragedia abrigando la expectativa de reencantar la historia. Como subraya René Char, en un famoso aforismo: “Nuestra herencia no fue precedida de ningún testamento”. Este poeta, resistente a la ocupación nazi, pretende afirmar que, tras salir de la guerra –considerando que el legado había perdido toda legibilidad– era necesario volcarse a construir el futuro. Independientemente de que sean gaullistas, comunistas o progresistas cristianos, todos están convencidos de realizar ideales universalizables. En el otro extremo del camino, en 1989, se observa la desaparición de esta figura del pensador consciente, capaz de dar un punto de vista sobre todo. Se habla de la "tumba de los intelectuales".
En este trabajo se reconstituye precisamente la historia de tal oscurecimiento: no tanto la de la profesión intelectual, sino la de cierta intelectualidad hegemónica. Es significativo que, en el mismo momento en que desaparece esta figura, en la década de 1980, surge la historia de los intelectuales, abordada como objeto de estudio. Después de todo, ¿no es cierto que Michel de Certeau observa que, en el momento en que la cultura popular desaparece, ésta emprende su censo y su historización para que se valore plenamente “la belleza de los muertos”?
El segundo gran cambio que marca este período es la desaparición del sueño surgido en la posguerra de un sistema global de inteligibilidad de las sociedades humanas. Este sueño llegó a su culminación con lo que se bautizó como la “edad de oro de las ciencias humanas”, en las décadas de 1960 y 1970, cuando se verificó el dominio absoluto del estructuralismo. Tomado en un sentido amplio, el término “estructura” funciona, entonces, como un baúl de viaje para gran parte de las ciencias humanas. Su triunfo es tan espectacular que llega a identificarse con toda la vida intelectual e incluso mucho más allá de ella. Preguntado por la estrategia que utilizará la selección francesa de fútbol para mejorar su rendimiento, el técnico responde que pretende organizar el juego de forma… “estructuralista”.
Periodo dominado por el pensamiento crítico, expresión de una voluntad emancipadora de las incipientes ciencias sociales en busca de legitimidad erudita e institucional, el estructuralismo terminó por suscitar el entusiasmo colectivo de los intelligentsia durante al menos dos décadas. Hasta que, de repente, al borde de la década de 1980, el edificio se derrumba: la mayoría de los héroes franceses de esta aventura intelectual desaparecen en pocos años. Aprovechando el impulso, la nueva era se apresura a enterrar la obra de estos autores, evitando el trabajo de duelo necesario para hacer justicia al que debió ser uno de los períodos más fructíferos de la historia intelectual francesa. ¿Milagro o espejismo?
Jugando el papel de cruzar fronteras al servicio de un programa unitario, el estructuralismo había reunido en torno a su credo un gran número de nombres de todos los estratos sociales. Para Michel Foucault, “no es un método nuevo, sino la conciencia despierta e inquieta del saber moderno”. Según Jacques Derrida, es una “aventura de la mirada”. Roland Barthes, por su parte, lo considerará como el paso de la conciencia simbólica a la conciencia paradigmática, es decir, el advenimiento de la conciencia paradójica.
En este trabajo se trata de un movimiento de pensamiento, por un lado, y, por otro, de una relación con el mundo mucho más amplia que una simple metodología aplicada a tal o cual campo de investigación. El estructuralismo se presenta como una rejilla de lectura que privilegia el signo a expensas del significado, el espacio a expensas del tiempo, el objeto a expensas del sujeto, la relación a expensas del contenido, la cultura a expensas de la naturaleza.
En primer lugar, opera como paradigma de una filosofía de la sospecha y el desvelamiento que pretende desmitificar la doxa, revelando, detrás del dicho, la expresión de mala fe. Esta estrategia de desvelamiento está en perfecta sintonía con la tradición epistemológica francesa, que postula una ruptura entre la competencia científica y el sentido común. Bajo el discurso liberador de la Ilustración se revela la llamada a la razón de los cuerpos y el encierro del cuerpo social en la lógica infernal del saber y del poder. Roland Barthes declara: “Rechazo mi civilización profundamente, hasta la náusea”. A su vez, el ensayo de Claude Lévi-Strauss el hombre desnudo (1971) termina con la palabra “nada” [nada], en mayúsculas, réquiemicamente.
2.
En estas dos décadas de los años 1950 y 1960, los intelectuales franceses renunciaron al centralismo occidental, descubriendo con entusiasmo las sociedades amerindias, gracias a Claude Lévi-Strauss. La irrupción del pensamiento salvaje en el seno de Occidente contribuye al abandono de la concepción estrechamente evolutiva del modelo occidental de sociedad. Lévi-Strauss rompe con esta visión en su texto raza e historia, publicado en 1952, abriéndose a una conciencia más espacial que temporal de la marcha de la humanidad. La globalización, con sus efectos de desterritorialización, acentuará aún más este giro hacia la espacialidad y el presente, culminando en un tiempo del mundo “menos dependiente de la obsesión por los orígenes, más marcado por la transversalidad y, por tanto, más orientado hacia épocas recientes”.
Al mismo tiempo, Francia bregaba, entre 1954 y 1962, con una guerra de la que no se atreve a decir su nombre –la Guerra de Argelia–, que asumiría aspectos de la batalla de la escritura del lado de la metrópolis colonial: así es que las posiciones de los intelectuales son tanto más solicitadas cuanto que el conflicto adopta, ya en 1957, el carácter de escándalo moral con el descubrimiento de la práctica de la tortura, en nombre de Francia. A partir de entonces, el enfrentamiento se produjo claramente en dos frentes: militar, en el terreno argelino, e intelectual, en el campo de la escritura de carácter moral, en la metrópoli.
La segunda dimensión del paradigma estructuralista consiste en la influencia preponderante que ejerce la filosofía sobre las tres grandes ciencias humanas, a saber, la lingüística general, encarnada por Roland Barthes; antropología, con Claude Lévi-Strauss; y el psicoanálisis, con Jacques Lacan, que comparten la apreciación del inconsciente como el lugar de la verdad. El estructuralismo se presenta como un tercer discurso, entre ciencia y literatura, que busca institucionalizarse socializándose y sorteando el centro de la vieja Sorbona a través de todo tipo de expedientes, desde las universidades periféricas, las editoriales y la prensa, hasta una institución tan venerable como la Collège de France: desde entonces, este establecimiento ha servido como refugio para la investigación de vanguardia.
Estos años son testigos de una acalorada batalla entre los Antiguos y los Modernos, en la que se operaron rupturas en varios niveles. Las ciencias sociales buscan romper el cordón umbilical que las une a la filosofía construyendo la eficacia de un método científico. Por otro lado, algunos filósofos, comprendiendo la importancia de estas obras, tratan de monopolizarlas y sus beneficios, redefiniendo la función de la filosofía como el lugar mismo del concepto. Una de las especificidades de ese momento radica en la intensidad de la circulación interdisciplinar entre campos del saber y entre autores. Se desata una verdadera economía de intercambios intelectuales, basada en incorporaciones, traducciones y transformaciones de operadores conceptuales. La expectativa en torno a un conocimiento unitario sobre el individuo engendra numerosos descubrimientos que construyen, en grado sumo, la fe en la capacidad de los intelectuales para dilucidar el funcionamiento del lazo social en cualquier parte del globo. Sin embargo, habrá que desencantar y deconstruir, poco a poco, un programa cuyo cientificismo prácticamente ignoraba al singular sujeto humano.
3.
El tercer gran cambio que afectó el lugar de los intelectuales en la sociedad francesa entre 1945 y 1989 proviene de la masificación de las respectivas audiencias y su cobertura mediática cada vez más acentuada. Existe una feroz competencia entre los actores de este mercado creciente, que está presenciando un aumento exponencial en el número de estudiantes, aumentando con el mismo ímpetu un número de lectores, en adelante, ávidos de noticias literarias y políticas. El número de estudiantes aumentó de 123 en 1945 a 245 en 1961; a 510 en 1967; ya 811 mil, en 1975. Acompañando este movimiento, el número de profesores de la universidad se multiplica por cuatro, entre 1960 y 1973.
Dos décadas después, el sociólogo especialista en medios de comunicación Rémi Rieffel escribe que “el aumento de la demanda lleva naturalmente a las editoriales a proponer a este público ávido de conocimiento obras a bajo precio y de fácil acceso”. El lanzamiento del formato de libro de bolsillo refleja a la perfección esta revolución en el mercado editorial, que impulsó el apogeo de las ciencias humanas.
Esta edad de oro es válida también para la prensa, en un momento en que el diario parisino Le Monde juega el papel de la voz de Francia en los círculos diplomáticos y donde los semanarios dan forma a la opinión pública, como Le Nouvel Observateur, de Jean Daniel, o El Expreso, de Jean-Jacques Servan-Schreiber y Françoise Giroud. En este contexto de ampliación de público y de creciente interpenetración de lo público y lo intelectual, la espectacular progresión de los medios de comunicación social modifica radicalmente la forma en que intervienen los intelectuales, relegando la labor de dilucidar los mecanismos sociales a los cenáculos eruditos y utilizando, por a su vez, de tribunas que privilegian un pensamiento sencillo y más fácilmente inteligible.
El desarrollo de la cultura y los medios altera profundamente la relación con el tiempo, otorgando primacía a la instantánea y contribuyendo a comprimir el espesor temporal. Algunos intelectuales no dudan en salir de la quietud de las cátedras y bibliotecas para enfrentarse a los focos; el resultado es una nueva figura, bajo el nombre de “intelectual mediático”, de la que los “nuevos filósofos” son, a finales de los años setenta, la expresión más espectacular.
Este reinado de lo efímero -y, muchas veces, de la insignificancia- es denunciado por ciertos intelectuales que pretenden conservar el espíritu crítico del que deriva su función. Así, Cornelius Castoriadis critica a quienes atribuye el calificativo de “divertidores”, así como la sucesión cada vez más rápida de modas que, a partir de entonces, constituyen el biotipo de la vida intelectual: “Más que una moda, la sucesión de modas es o modo en que la época, particularmente en Francia, vive su relación con las 'ideas'”.
4.
La inversión del régimen de historicidad que se produce durante la segunda mitad del siglo XX está marcada por la forclusión del futuro, la disipación de los proyectos colectivos y el repliegue hacia un presente inmóvil, influido por la tiranía de la memoria y la pisoteo del pasado. Un tiempo desorientado tomó el lugar de un tiempo propiamente definido.
Como hemos visto, las fechas que enmarcan nuestro recorrido delimitan la caída de los dos grandes totalitarismos del siglo: el nazismo, en 1944-1945, y el comunismo, en 1989. El contraste entre el soplo profético que impulsa la pasión de implicación de los intelectuales en el período inmediato de la posguerra, el sentido generalizado de la responsabilidad que les corresponde y la desilusión generalizada que finalmente los abruma. Ya vigorosamente sacudidos en 1956, son conducidos por el escepticismo en 1989: un año vivido, por unos, como un duelo imposible y, por otros, como un deshielo liberador.
Entre estos dos momentos, se suceden numerosas rupturas que, como tantas otras cadencias, acaban por opacar el horizonte de la espera. Según las distintas generaciones que se suceden y la singularidad de los caminos de cada uno, ciertos acontecimientos, más que otros, constituyen rupturas iniciadoras que, poco a poco, alimentan el choque de la historicidad que desemboca en la anomia social y, a veces, en la afasia intelectual: los años 1956, 1968 y 1974 son algunos hitos que permiten comprender, en mejores condiciones, cómo se produjo este retiro.
Para aprehender su evolución conviene cuidarse, por un lado, de cualquier reescritura de la historia a la luz de lo que es posible saber sobre el futuro, sin considerar la indeterminación de los actores; y, por otro lado, evitar la tentación de utilizar las categorías del presente como rejillas para leer el pasado. El historiador británico Tony Judt descuida tales precauciones cuando estigmatiza los repetidos errores cometidos por los intelectuales franceses basándose en una lectura teleológica de sus compromisos entre 1944 y 1956.
En efecto, es demasiado fácil releer este segundo siglo XX en términos de la brecha que, poco a poco, se fue imponiendo entre los defensores de la democracia y los partidarios de un régimen totalitario cuyo carácter se iba descubriendo poco a poco. Sin pretender, en modo alguno, excusar las desviaciones y desaciertos de los intelectuales de la época, no dejaremos de intentar comprender sus razones. Judt, a su vez, rechaza cualquier forma de explicación contextual que pretenda comprender este entusiasmo francés por el comunismo después de la guerra, limitándose a considerar tal postura como una adhesión global a una perversión totalitaria.
Descalificando, además, como historicista e insuficiente cualquier enfoque que enfatice la situación de la Liberación para esclarecer comportamientos y prácticas, cree encontrar en este período los “gérmenes de nuestra situación actual”. Si le damos crédito, el contexto no es más que un escenario reducido a la insignificancia; De esta manera, la posición de Judt coincide con las tesis del historiador israelí Zeev Sternhell, quien atribuye el calificativo de fascista a cualquier búsqueda de una tercera vía entre el capitalismo y el bolchevismo en los años previos a la guerra.
En ocasiones, se ha evocado una singularidad de la vida intelectual francesa por su propensión a la violencia, los excesos y, por tanto, la incomprensión. Tal análisis corre el riesgo de pasar por alto la negación de la realidad por parte de un gran número de intelectuales durante este largo período. La obsesión –a veces voluntaria– nos parece tener como resorte esencial la negativa a resignarse a estar sin escatología en un mundo moderno que se ha vuelto posreligioso por una especie de transferencia de la religiosidad a la historia que, supuestamente, promete, por falta de salvación individual, una salvación colectiva. Para aprehender estas elusiones de lo real, conviene tomar en serio a los actores y prestar mucha atención al contexto de sus enunciados.
Nos parece que, en este punto, la noción de “momento intelectual” es fundamental, tanto más cuanto que la época actual está marcada por el desvanecimiento de la experiencia histórica. En una situación en la que tenemos la impresión de que el pasado es trágico y el futuro opaco, la utopía de la comunicación transparente hace del presente la única entrada posible en la historia. Desde la década de 1980, la crisis resultante ha afectado a todos los campos del conocimiento y la creación; según Olivier Mongin, director de la revista espíritu, actúa en el repudio de lo político, en el retraimiento identitario, en la falta de inspiración en la ficción novelística, en la sustitución de lo visual por la imagen, o incluso en el ocultamiento de la información a favor de la comunicación.
Los intelectuales se están reconciliando progresivamente con los valores democráticos occidentales, que hasta entonces se consideraban mistificadores y puramente ideológicos. La ironía respecto a estos valores se torna más difícil, de tal manera que la deconstrucción de los aparatos democráticos debe ser repensada en relación a su positividad. Privilegiar diferentes momentos requiere volver a los contextos precisos de posiciones y controversias. El enfoque cronológico se muestra pertinente para dar a ciertas “palabras-momentos” – que encarnan el espíritu del tiempo – su tono específico. Pasaremos así, sucesivamente, en el tomo I, del pensamiento existencialista inicial a la tríada Marx, Nietzsche, Freud, que inaugura la era de la sospecha; luego, en el volumen II, la tríada Montesquieu, Tocqueville, Aron —que inspiró el momento liberal— y, finalmente, la tríada Benjamin, Levinas, Ricœur, que marca el pensamiento del mal.
*françois dosse es profesor de Historia Contemporánea en la Universitaire de Formation des Maîtres de Créteil. Autor, entre otros libros, de Historia contra la prueba del tiempo: de la historia en migajas al rescate del sentido (Unesp).
referencia
François Dosse. La saga de los intelectuales franceses (1944-1989). Traducción: Guilherme João de Freitas Teixeira. São Paulo, Estación Liberdade, 2021, 704 páginas.