¿Es Rusia una potencia imperialista?

Imagen: Serg Alesenko
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por CLAUDIO KATZ*

La caracterización de Rusia como un imperio no hegemónico en gestación contrasta con la imagen de una potencia ya integrada al imperialismo

Nadie preguntaría si Rusia actuó como una potencia imperialista en los años posteriores al colapso de la Unión Soviética. En ese momento, solo se discutió si ese país mantendría alguna relevancia. La era de Yeltsin condujo a la insignificancia internacional de Moscú y todas las valoraciones del imperialismo se referían a Estados Unidos.

Treinta años después, este escenario ha cambiado drásticamente, con el resurgimiento de Rusia como un actor geopolítico importante. Este cambio reabrió debates sobre la pertinencia de la categoría imperial para ese país. El concepto está asociado a la figura de Putin y ejemplificado por la reciente invasión de Ucrania. Esta incursión se considera una prueba abrumadora del renovado imperialismo ruso.

Las opiniones más recurrentes consideran que esta marca es un dato indiscutible. Señalan que Moscú oprime a sus vecinos con el objetivo de socavar la libertad, la democracia y el progreso. También denuncian que el Kremlin intensifica su agresividad para expandir un modelo político autocrático.

 

errores convencionales

Los principales gobiernos y medios occidentales cuestionan las incursiones de Moscú, que se justifican en el campo mismo. El despliegue de tropas en Ucrania, Georgia o Siria se presenta como inaceptable, pero las ocupaciones en Afganistán, Irak o Libia se interpretan como episodios habituales. Se repudia categóricamente la anexión de Crimea, pero se acoge calurosamente la apropiación de tierras en Palestina.

Esta hipocresía se combina con acusaciones increíbles para asustar a la población. Se describe una gigantesca potencia rusa con una capacidad de daño inconmensurable. La manipulación de Moscú de las elecciones estadounidenses a través de infiltraciones y algoritmos ha sido la acusación más absurda de esta campaña.

Todas las conspiraciones diabólicas se atribuyen a Vladimir Putin. Los medios a menudo lo retratan como la encarnación del mal. Se le presenta como un déspota que reconstruye un imperio con métodos brutales de totalitarismo interno (Di Palma, 2019). Nunca se hacen comparaciones con las alabadas plutocracias de Estados Unidos o Europa, que imponen la validación del dominio ejercido por las élites gobernantes.

Los liberales suelen describir el imperialismo ruso como una enfermedad arraigada en la historia autoritaria del país. Lo ven como una sociedad con una antigua compulsión de someter los territorios de otros (La Vanguardia, 2020).

Con esta visión repiten lugares comunes, sin avanzar en una evaluación seria del problema. Si Rusia tuviera el gen del imperio en su constitución innata, no tendría mucho sentido estudiar más la cuestión. Sería simplemente un caso perdido frente a las conocidas virtudes de Occidente.

Con la misma naturalidad con que se enfatiza la omnipotencia imperial de Rusia, Estados Unidos y sus socios quedan exentos de esta condición. El imperialismo es visto como un corolario de la autocracia de Moscú, que el apego a la tolerancia republicana ha evitado en el universo transatlántico. Cómo se concilia esta narrativa con el saqueo colonial sufrido por África, Asia y América Latina es un misterio sin resolver.

Las diatribas anti-Moscú recrean el antiguo libreto de la Guerra Fría, que enfrentaba el totalitarismo opresivo de Rusia contra las maravillas de la democracia estadounidense. Los muertos se reparten por el Pentágono para asegurar que las ganancias de este paraíso estén rigurosamente ocultas. El contraste entre la felicidad estadounidense y la lúgubre supervivencia de Rusia ha persistido como un mito invariable.

La compulsión imperial del Kremlin también se ve como el medio desafortunado del país para lidiar con su sombrío destino. Las opiniones eurocéntricas más extremas ven a los rusos como un grupo étnico blanco que no logró asimilarse a la civilización occidental y quedó atrapado en el atraso de Oriente. El castigo nazi intentó resolver esta anomalía exterminando a parte de los eslavos, pero la derrota de Hitler sepultó durante mucho tiempo la óptica denigrante. Hoy se reviven viejos prejuicios.

Para evaluar el lugar de Rusia en el club de las potencias imperiales con alguna seriedad, tales tonterías deben archivarse. En primer lugar, es necesario aclarar el estatus de ese país en el universo del capitalismo. La vigencia de este sistema es una condición de pertenencia al racimo imperial. La ignorancia de esta conexión impide que los liberales (y sus vulgarizadores mediáticos) se acerquen más a la comprensión del problema.

 

La reintroducción del capitalismo

Durante tres décadas, los tres pilares del capitalismo han prevalecido en Rusia. Se restableció la propiedad privada de los medios de producción, se consolidaron las reglas de la ganancia, la competencia y la explotación, y se introdujo un modelo político que garantiza los privilegios de la nueva clase dominante.

La adopción de este sistema fue vertiginosa. En sólo tres años (1988-1991), se enterró el intento de Gorbachov de reformas graduales de la URSS. como tu modelo Perestroika rechazó la renovación socialista y la participación popular, se facilitó una restauración radical del capitalismo. La vieja élite autodestruyó su régimen para deshacerse de todas las restricciones que impedían su reconversión en una clase propietaria.

Yeltsin lideró esta transformación fulminante en 500 días de privatización. Repartió la propiedad pública entre sus allegados y transfirió la mitad de los recursos del país a siete grupos empresariales. El nuevo sistema no surgió, como en Europa del Este, desde el exterior y bajo la influencia occidental. Fue concebida desde arriba y dentro del sistema anterior.

La burocracia se transformó en una oligarquía por un simple cambio de ropa. Esta misma mutación de partidarios del comunismo a campeones del capitalismo se ha visto en todos los países asociados con el Kremlin.

Es evidente que el estancamiento económico, la caída de la productividad, la ineficacia de la planificación compulsiva, la escasez y la subproducción determinaron el malestar que precipitó el derrumbe de la URSS. Pero se sobreestimó la magnitud de estos desequilibrios, olvidando que nunca mostraron la dimensión de los colapsos financieros que sufre el capitalismo occidental. La economía soviética, por ejemplo, no enfrentó un terremoto equivalente al colapso que sufrieron los bancos en 2008-09.

El modelo de la URSS fue enterrado políticamente por una clase dominante que reformó el país. En esta alteración radica la gran diferencia con relación a China, que mantuvo intacta su estructura tradicional de gobierno, en un nuevo escenario marcado por la presencia de los capitalistas en primer plano.

Esta diferencia determina la preponderancia de una restauración ya concluida en Rusia y una disputa no resuelta en China. La gestión estatal ha sido la variable decisiva en el retorno al capitalismo. Este giro tiene el mismo alcance histórico que la caída de los regímenes monárquicos en el surgimiento de este sistema.

Yeltsin forjó una república de oligarcas que se apoderaron de las exportaciones de petróleo, gas y materias primas. Introdujo una gestión autoritaria del poder ejecutivo y un fraude generalizado en las elecciones parlamentarias. Vladimir Putin contuvo esta dinámica depredadora a través de una tensión sostenida con la nueva plutocracia. Pero no revirtió los privilegios de los millonarios. Para frenar el endeudamiento privado, el déficit externo, el temblor monetario y la desinversión local, introdujo controles y cuestionó el poder de decisión de los ricos.

Este conflicto se resolvió con la detención de Khodorkovsky, el desplazamiento de Medvedev y el acoso de Navalny. En medio de estos hechos, Putin logró extender su mandato y hacer valer su autoridad. Pero validó las privatizaciones y el manejo elitista de sectores estratégicos de la economía. Simplemente puso un límite al saqueo de los recursos naturales para marginar a los ricos del control directo del gobierno.

Esta doble acción a menudo es malinterpretada por los analistas que colocan a Putin en la simple cesta de los gobernantes autoritarios. Omiten el papel estratégico que jugó en la consolidación del capitalismo. Esta validación requirió un sistema político superpresidencial, basado en burocracias y aparatos de seguridad que duplicaron el tamaño del legado de Yeltsin. Putin asegura su dominio manipulando el sistema electoral y los candidatos que compiten por los mejores puestos.

Pero esta supremacía no implica un modelo unipersonal dependiente de los temperamentos del primer representante. El jefe del Kremlin se las arregla por consenso, para preservar la cohesión de las élites. En ese papel moderador, evita el enfrentamiento entre las 100 familias que controlan la economía. Esta armonización requiere de arbitraje, que el presidente ha perfeccionado tras dos décadas de gobierno. En Rusia, por lo tanto, la validez del capitalismo se confirma como una condición previa ineludible para cualquier estatus imperial. Pero la variedad prevaleciente de este sistema plantea otras preguntas.

 

Un modelo contradictorio e incierto

Desde hace tres décadas, los académicos neoliberales han estado recogiendo las hojas de la margarita para desentrañar hasta qué punto ha madurado la tan cacareada “transición a una economía de mercado”. Nunca logran desentrañar este curioso desarrollo en un país que ha refutado todas las predicciones ortodoxas de competencia y bienestar. La prometida prosperidad capitalista no surgió de las cenizas de la URSS. La planificación burocrático-compulsiva fue reemplazada por un modelo que presenta mayores desequilibrios (Luzzani, 2021).

La dinámica habitual de los mercados se enfrenta a obstáculos sin precedentes en una economía de baja productividad, falta de transparencia y prácticas empresariales que se oponen a los manuales del liberalismo. El peso de los monopolios es tan dominante como el protagonismo de las mafias, en un esquema irónicamente identificado con el “capitalismo jurásico”.

El curso de la acumulación está marcado por la omnipresencia de los clanes y sus consecuentes formas de dependencia personal. Un círculo restringido de beneficiarios se beneficia de mecanismos informales de apropiación, basados ​​en la coerción estatal. Con estos estándares, el capitalismo trabaja en la sombra, a favor de una élite que expande su riqueza con inversión limitada, despegue productivo o expansión del consumo.

Varias adversidades del esquema imperante en la URSS (burocratismo, corrupción, descoordinación administrativa, ineficiencia) se reciclaron en un modelo igualmente inoperante. Las relaciones culturales forjadas tras muchas décadas de primacía burocrática se han recompuesto generando una inercia que refuerza la desigualdad, sin permitir el desarrollo del que se enorgullecía la Unión Soviética. Las viejas adversidades del modelo burocrático confluyeron con las nuevas penurias del capitalismo (Buzgalin, 2016).

Durante treinta años ha imperado un esquema de exportación de materias primas, con grandes empresas especializadas en la comercialización de gas (Gazprom), petróleo (Rosneft) y recursos naturales (Lukoil). Es tan destacable el peso del sector privado como el enriquecimiento de millonarios vinculados a estas actividades. Debido a esta dependencia del combustible exportado, Rusia ha estado sujeta a fluctuaciones internacionales en los precios del petróleo.

Esta preeminencia de las materias primas contrasta con la primacía de la industria bajo el régimen anterior. Rusia conserva un importante desarrollo tecnológico, pero la apertura a las importaciones, la desinversión y la simple apatía afectaron gravemente al viejo aparato productivo y entorpecieron su modernización. La industria fue penalizada por una élite liberal de exportadores despreocupados por este sector. La pequeña producción manufacturera también se vio afectada por la entrada de empresas multinacionales, en un contexto de bajo financiamiento interno.

La otra cara de esta crisis crediticia fue el desproporcionado endeudamiento externo de la élite que demolió la URSS. A través de esta hipoteca, precipitaron un descontrol de los flujos financieros. El efecto de este vaciamiento fue la enorme fuga al exterior de los excedentes generados en el país.

La gigantesca masa de dinero que los oligarcas esparcieron en los paraísos fiscales fue retirada de la acumulación. Rusia ocupa el primer lugar en el ranking mundial de capitales expatriados, con Argentina en tercer lugar. La degradación que afecta a esta economía sudamericana ilustra las dramáticas consecuencias de la expatriación de grandes activos. En 1998, esta descapitalización condujo a una enorme crisis del rublo en Rusia.

Vladimir Putin reaccionó con cambios drásticos para contrarrestar esta vulnerabilidad neoliberal. Bloqueó el sangrado de los fondos y construyó un enorme petroestado, que retiene el superávit comercial para facilitar la salvaguardia de las reservas (Tooze, 2022). Esta presa contrarresta la fragilidad de un modelo afectado por la internalización. La consistencia de este esquema es un gran signo de interrogación para todos los economistas.

 

semiperiferia actual

Rusia es una de las economías equidistantes del capitalismo central y periférico. Es una semiperiferia ubicada en el eslabón medio de la división global del trabajo. Algunos analistas han comparado esta inserción con la posición mundial de India o Brasil (Clarke; Annis, 2016). En los tres casos pesa mucho la enorme extensión del territorio, la población y los recursos. También existe la misma distancia de las economías más funcionales a la globalización (Corea del Sur, Taiwán, Malasia).

Rusia no forma parte del club de las grandes potencias que dominan el capitalismo mundial. Mantiene brechas estructurales con los países desarrollados en todos los indicadores de nivel de vida, consumo promedio o tamaño de la clase media. Pero igualmente significativa es su salida de las economías relegadas de África o Europa del Este. Sigue siendo una semiperiferia tan alejada de Alemania y Francia como de Albania y Camboya.

El gigante euroasiático tampoco actúa como un mero proveedor de materias primas. Afirma su enorme influencia suministrando gas a dos continentes. Por eso compite con otros grandes proveedores en la batalla por los precios y condiciones de suministro de este recurso. Pero ninguna de las empresas energéticas de Rusia tiene la relevancia estratégica de los bancos o empresas tecnológicas de Estados Unidos, Europa Occidental o Japón. El país no compite en las grandes ligas de la competencia globalizada y el capitalismo digital.

El estatus semiperiférico de Rusia en la estratificación global difiere del impresionante ascenso logrado por China al ocupar un lugar central en esta jerarquía. Moscú no se acercó a este podio.

 

asedio imperial estadounidense

La conversión de Rusia en una potencia imperial es una posibilidad abierta, dado el peso del país en el escenario mundial. Presenta un capitalismo inestable pero plenamente restaurado y una inserción internacional intermedia pero muy importante. Su papel geopolítico está determinado por el choque con la estructura mundial dominante encabezada por Estados Unidos.

Rusia es el objetivo preferido de la OTAN. El Pentágono está comprometido a socavar todos los dispositivos defensivos de su gran adversario. Busca la desintegración de Moscú y estuvo cerca de lograrlo en la era de Yeltsin, cuando los bancos estadounidenses empezaron a buscar a tientas el control de las empresas rusas (Hudson, 2022). Este intento fallido fue seguido por una presión militar sistemática.

El primer paso fue la destrucción de Yugoslavia y la posterior conversión de una antigua provincia serbia en la fantasmal república de Kosovo. Este enclave ahora custodia los corredores energéticos de las multinacionales estadounidenses cercanas a Rusia. La OTAN ha convertido a los tres países bálticos en una catapulta de misiles contra Moscú, pero no ha podido extender este cerco a Georgia. Fracasó en la aventura militar que intentó su títere de entonces (Saakashvili).

Posteriormente, el Pentágono se centró en la franja fronteriza sur, con una amplia gama de operaciones ubicadas en Transcaucasia y Moldavia. En el proceso, convirtió a Ucrania en la madre de todas las batallas. La obstinación yanqui contra Rusia incluye un ingrediente de inercia y otro de memoria histórica de la experiencia de la Unión Soviética. Demoler el país que incubó la primera revolución socialista del siglo XX es un objetivo reaccionario, que sobrevivió a la misma desaparición de la URSS (Piqueras, 2022). A pesar de la categórica preeminencia del capitalismo, Occidente no ha incorporado a Rusia a su actual esfera de actuación.

Estados Unidos desarrolla una interminable sucesión de agresiones para impedir la recomposición de su enemigo. Implementa esta escalada a través de una alianza militar forjada en la posguerra, como si el extinto campo socialista siguiera en pie. La OTAN recrea la Guerra Fría en la línea del siglo XX y revive viejas tensiones internacionales. Así como la Santa Alianza continuó hostigando a Francia después de la derrota de Napoleón (por el simple recuerdo de la revolución), la agresión contemporánea contra Rusia incluye restos de venganza contra la Unión Soviética.

 

Complicidades y reacciones

Francia y Alemania participan en el acoso a Rusia con su propia agenda que da prioridad a las negociaciones económicas. Moscú ofrece suministros de energía en términos muy convenientes para las industrias alemanas, y Berlín ha tratado de contrarrestar el descontento de Washington con esta asociación.

El punto crítico es el trabajo en el gasoducto construido bajo las aguas del Mar Báltico (Nord Stream 2). Ya se han montado 1.230 km de oleoductos que conectan directamente al proveedor ruso con el comprador alemán. Estados Unidos ha recurrido a todas las maniobras imaginables para sabotear este proyecto, que rivaliza con sus ventas de gas licuado. Este conflicto es uno de los principales antecedentes de la guerra en Ucrania.

Washington presionó en todos los frentes y, durante la pandemia, logró imponer un veto europeo a la vacuna Sputnik. Ahora exige la sumisión total a las sanciones contra Moscú, lo que tiende a socavar los planes de Alemania para acuerdos comerciales con Rusia.

Berlín buscó aprovechar el colapso de la URSS para expandir su próspero negocio en Europa del Este. Buscaba aprovechar la apertura comercial iniciada por Yeltsin y aspiraba a forjar un eje franco-alemán para mitigar el dominio de Washington. El Departamento de Estado entró en conflicto con Rusia para neutralizar esta estrategia y logró arrastrar a sus socios a la gran cruzada en curso contra Moscú (Poch, 2022).

Estados Unidos ha impuesto un rearme de la OTAN que amplía la brecha de gasto militar con Rusia. En 2021, el presupuesto de guerra de la primera potencia bordeaba los 811 millones de dólares, con Gran Bretaña invirtiendo 72 millones, Alemania 64 millones y Francia 59 millones. Estos números superan con creces los 66 mil millones de la Federación Rusa (Jofre, 2021).

La guerra en Ucrania también estuvo precedida por una intensificación de los ejercicios militares transatlánticos conjuntos. En el Defensor Europa 21 (mayo y junio del año pasado) Participaron 40.000 soldados y 15.000 equipos militares, con simulacros muy cerca de las fronteras orientales. Rusia intentó frenar este avance con varias propuestas que fueron ignoradas por Occidente. Este rechazo ha sido una constante de Washington, que ha defraudado a Putin una y otra vez. El líder del Kremlin inició su carrera con una gran expectativa de convivencia con Estados Unidos. Después de la traumática experiencia de Yeltsin, trató de llegar a un statu quo basado en el reconocimiento de Moscú como potencia. Para ello, emitió numerosos mensajes de conciliación.

Vladimir Putin colaboró ​​con la presencia yanqui en Afganistán, mantuvo términos cordiales con Israel, canceló las entregas de misiles a Teherán y no interfirió en el bombardeo de Libia (Anderson, 2015). Esta sintonía inicial incluía incluso una sugerencia de asociación con la OTAN.

El Departamento de Estado respondió a todas las ofertas de paz con mayores incursiones y Putin perdió sus ilusiones de convivencia armoniosa. En 2007 lanzó una contraofensiva que consolidó con victorias en Georgia y Siria. También mantuvo propuestas de armisticio que Washington ni siquiera consideró (Sakwa, 2021).

Rusia es acosada con el mismo descaro que el Pentágono despliega ante todos los países que ignoran sus demandas. Pero Estados Unidos se enfrenta en este caso a un rival que no es Irak ni Afganistán, ni puede ser tratado como África o América Latina.

 

Intervención exterior y armamento

Rusia es un país capitalista que ha recuperado su influencia internacional, pero hasta su incursión en Ucrania no tenía los rasgos generales de un agresor imperial. Tal formato supondría la profundización de un rumbo geopolítico ofensivo que Putin aún no ha desarrollado, pero que ya sugiere.

La implosión de la URSS fue seguida por tensiones bélicas en 8 de las 15 ex repúblicas soviéticas. En todos los conflictos en sus alrededores, Moscú empleó su fuerza militar. De la discreta presencia antes de la destrucción de Yugoslavia, se ha pasado a una fulminante incursión en Georgia y la actual invasión de Ucrania.

Rusia intenta bloquear el paso de sus antiguos aliados al campo occidental y pretende evitar la desestabilización de sus fronteras. Un ejemplo de esta política fue la reciente tregua que impuso a armenios y azerbaiyanos en Nagorno-Karabaj. Avaló la recuperación de territorios que consumió el segundo contendiente, para contrarrestar la derrota sufrida en 2016.

Pero ante el peligro de una conflagración mayor, Vladimir Putin forzó un armisticio que disgustó a sus aliados armenios. Moscú hizo gala de su poder al imponer un arbitraje que posterga la resolución de los conflictos pendientes (refugiados, autonomías locales, corredores que conectan zonas pobladas por ambos grupos).

El equilibrio con todas las élites locales bajo su estricto mando guía la intervención del Kremlin en el espacio postsoviético. Rusia ordena sus decisiones según la doctrina Primakov, que favorece una recuperación del peso del país para oponerse a la hegemonía de Estados Unidos (Armanian, 2020). El gestor de esta concepción cobró relevancia como precursor de Putin, impulsando el proyecto multipolar frente al unilateralismo norteamericano. Promovió un triángulo estratégico con India y China (ampliado a Brasil y Sudáfrica), con el fin de crear un polo alternativo a la primacía estadounidense.

Vladimir Putin siguió estas pautas para frustrar la dominación unilateral de Washington y, por lo tanto, transformar al Kremlin en un co-administrador de asuntos internacionales. Esta estrategia es muy activa pero no define un estatus imperial. La acción militar es el ingrediente clave de esta condición y el poder de guerra de Rusia ha ganado visibilidad. Moscú tiene 15 bases militares en nueve países extranjeros y afirma su influencia como el segundo mayor exportador de armas del mundo.

Esta influencia bélica no compite por igual con el arsenal del adversario estadounidense. Estados Unidos tiene 800 bases en el extranjero y el doble de exportaciones de armas rusas. De las 100 primeras empresas de este sector, 42 corresponden a Washington y solo 10 a Moscú. Además, el gasto en defensa de los 28 miembros de la OTAN supera en 10 veces su equivalente ruso (Smith, 2019).

Pero el impacto de la economía armamentista en Rusia es muy significativo. Es el único sector exento del revés industrial que siguió a la caída de la URSS. La alta competitividad de esta rama ya fue una excepción durante la caída de este régimen y se ha consolidado en las últimas décadas. Putin no se limitó a preservar el arsenal legado por la Unión Soviética. Reactivó la industria militar para asegurar la presencia internacional del país. Esta intervención obliga al complejo militar a extender sus funciones más allá de su lógica disuasoria. La dinámica defensiva de estos dispositivos convive con su uso para intervenciones externas.

 

Un imperio no hegemónico en construcción

Rusia no es parte de la corriente principal del imperialismo, ni es un socio alter-imperial o co-imperial en esa red. Pero desarrolla políticas de dominación con intensa actividad militar. Es globalmente hostilizado por los Estados Unidos, pero adopta un comportamiento opresivo dentro de su propio radio. ¿Cómo definir este perfil contradictorio? El concepto de imperio no hegemónico en gestación sintetiza esta multiplicidad de características.

El componente no hegemónico está determinado por la posición contrastante del país en relación con los centros de poder imperial. Al igual que China, es sistemáticamente acosada por la OTAN, y estas agresiones colocan a Rusia fuera del principal circuito de dominación en el siglo XXI.

El elemento imperial emerge en forma embrionaria. La restauración capitalista en un poder con siglos de prácticas opresivas ya se ha consumado, pero los signos de las políticas imperiales solo aparecen como posibilidades. El término imperio en ciernes destaca este estatus incompleto y, al mismo tiempo, congruente con el retorno del capitalismo.

La definición de un imperio no hegemónico en gestación permite evitar dos unilateralidades. El primero aparece con el mero indicio de conflictos entre Moscú y Washington. El segundo es el enfoque exclusivo en las tendencias opresivas. El estatus dual de Rusia -como un imperio en ascenso frente al dominador estadounidense- es ignorado por los analistas que optan por la mera descripción de la política de Moscú. Señalan correctamente que Rusia es el país más grande del planeta, sin posibilidades de asociación con Europa o Asia. También tiene un arsenal nuclear superado solo por los Estados Unidos.

Pero Rusia mantiene un desarrollo económico muy desequilibrado y con grandes debilidades en relación a China. Está en el apogeo de una convulsa restauración capitalista, que dificulta su clasificación en los modelos habituales del imperialismo.

Las comparaciones con Brasil o India no resuelven el estatus imperial de Rusia, ya que esta condición es igualmente controvertida en ambas referencias. En pleno siglo XXI, ya no basta con distinguir las potencias centrales dominantes de los países periféricos subyugados. El simple hallazgo de similitudes entre grandes economías semiperiféricas tampoco arroja luz sobre el estatus geopolítico de cada país. El acoso estadounidense a Rusia no se extiende a India o Brasil y determina un lugar muy diferente para Moscú en el orden global.

La caracterización de Rusia como un imperio no hegemónico en gestación contrasta con la imagen de una potencia ya integrada al imperialismo. La inserción semiperiférica, el radio limitado de las intervenciones militares de Moscú y el pequeño tamaño de las empresas transnacionales rusas ilustran diferencias con un estatus ya establecido. Pero Rusia tampoco incluye un claro potencial imperial debido a su condición capitalista y su papel dominante en los conflictos con sus vecinos.

El imperio en ciernes se enfrenta a una prueba de fuego en la guerra de Ucrania. Esta incursión introduce un cambio cualitativo en la actuación de Moscú, cuyos resultados tendrán un impacto en el estatus internacional del país. El conflicto consolidó la posición de oposición de la potencia euroasiática al imperialismo occidental, pero también reforzó el comportamiento opresor del Kremlin en su radio fronterizo. Las tendencias imperiales que aparecían como posibilidades adquirieron una nueva dimensión tras la operación militar contra Kiev (Katz, 2022).

El escenario de esta disputa sigue abierto. Pero sería razonable imaginar que, si Rusia tiene éxito en esta primera incursión a gran escala, su actual perfil embrionario tendería a madurar, hasta cruzar la barrera que la separa de un imperio en el poder. Por el contrario, si Moscú se enfrenta a una derrota repentina o se empantana en una guerra de desgaste sofocante, las tendencias imperiales podrían abortar antes de que se materialicen. En ese caso, Ucrania definiría si Rusia consolidará o diluirá su salto al estatus imperialista.

*claudio katz es profesor de economía en la Universidad de Buenos Aires. Autor, entre otros libros, de Neoliberalismo, neodesarrollismo, socialismo (Expresión popular).

Traducción: Fernando Lima das Neves

 

Referencias


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Armanian, Nazanin (2020). El suicidio armenio y la “Doctrina Primakov”, 27/11/2020,

https://rebelion.org/el-suicidio-armenio-y-la-doctrina-primakov/.

Buzgalin A., Kolganov A., Barashkova O. (2016). Rusia: ¿una nueva potencia imperialista? Pensamiento Crítico Internacional, 6 (4), 64.

Clarke, Renfrey; Annis, Roger (2016). ¿Agresor o víctima? Rusia y el imperialismo contemporáneo, 7 de febrero de 2016, https://www.academia.edu/28685332.

Di Palma, Gustavo (2019). Putin y el nuevo imperialismo, 26-5-2019, https://www.lavoz.com.ar/mundo/putin-y-nuevo-imperialismo-ruso/.

Hudson, Michael (2022). Ucrania: Estados Unidos quiere impedir que Europa comercie con China y Rusia, 12/02/2022, https://rebelion.org/con-el-pretexto-de-la-guerra-en-ucrania-los-estados-unidos-quiere-evitar-que-europa-comercie-con-china-y-rusia/.

Jofre Leal, Pablo (2021). OTAN contra Rusia, 22/12/2021, https://www.telesurtv.net/bloggers/La-OTAN-contra-Rusia-20211213-0004.html.

Katz, Claudio (2022). Dos enfrentamientos en Ucrania, 1-3-2022, www.lahaine.org/katz, años (2020). ¿Hay vuelta al Imperio Ruso?, La Vanguardia, https://www.lavanguardia.com15-2-2020.

Luzzani, Telma (2021). Crónicas del fin de una era, Batalla de Ideas, Buenos Aires. Piqueras, Andrés (2020). ¿Occidente versus Rusia (y China), https://redhargentina.wordpress.com/2020/09/22/occidente-contra-rusia-y-china-por-andres-piqueras/.

Poch de Feliu, Rafael (2022). La invasión de Ucrania, 22/01/2022, https://rebelion.org/la-invasion-de-ucrania/.

Sakwa, Richard (2021). Entendiendo el pensamiento estratégico ruso El mundo visto desde Moscú, 13/12/2021, https://rebelion.org/autor/richard-sakwa/ 

Smith, Stansfield (2019). ¿Es Rusia imperialista? Publicado el 02 de enero de 2019, https://mronline.org/2019/01/02/is-russia-imperialist/

Tooze, Adán (2022). El desafío de Putin a la hegemonía occidental 29/01/2022, https://www.sinpermiso.info/textos/el-desafio-de-putin-a-la-hegemonia-occidental

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