¿Es la Rusia actual una potencia imperialista?

Imagen: Дмитрий Трепольский
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por CLAUDIO KATZ*

Consideraciones sobre el estado actual de Rusia

Rusia a menudo se clasifica como imperialismo en reconstitución. Algunas aproximaciones utilizan este concepto para resaltar el carácter incompleto y embrionario de su surgimiento imperial (Testa, 2020). Pero otros han usado la misma declaración para enfatizar el comportamiento expansivo desde la antigüedad. Estas visiones postulan analogías con la decadencia zarista, similitudes con la URSS y la primacía de la dinámica colonial interna. Estas interpretaciones proporcionan intensos debates.

 

Contrastes y similitudes con el pasado

Los enfoques que registran continuidades de larga data ven a Vladimir Putin como heredero de antiguas capturas territoriales. Destacan tres fases históricas de la misma secuencia imperial con fundamentos feudales, burocráticos o capitalistas, pero invariablemente basados ​​en la expansión fronteriza (Kowalewski 2014a).

Estas relaciones deben definirse con cuidado. Es cierto que el pasado de Rusia está marcado por cuatro siglos de expansión zarista. Todos los monarcas ampliaron el radio del país para aumentar los impuestos e imponer la servidumbre en un vasto territorio. Las regiones conquistadas rindieron homenaje a Moscú y se entrelazaron con el centro a través de la instalación de inmigrantes rusos.

Esta modalidad colonial interna difería del típico esquema británico, francés o español de capturar regiones externas. El número de áreas apropiadas era gigantesco y formaba un área geográfica única, continua y muy divergente de los imperios marítimos de Europa Occidental. Rusia era una potencia terrestre con poca concentración en los mares. Articuló un modelo que compensaba la debilidad económica con la coerción militar a través de un imperio monumental en la periferia.

Lenin caracterizó esta estructura como un imperialismo militar-feudal, que encarceló a innumerables pueblos. Resaltó el carácter precapitalista de una configuración basada en la explotación de los siervos. Las analogías que se puedan hacer con este pasado deben tener en cuenta las diferencias cualitativas con este régimen social.

No hay continuidad entre las estructuras feudales administradas por Iván el Terrible o Pedro el Grande y el aparato capitalista comandado por Putin. Este punto es importante frente a tantas visiones esencialistas que denuncian la naturaleza imperial intrínseca del gigante euroasiático. Fue con este sesgo que el establecimiento El mundo occidental construyó todas sus leyendas de la Guerra Fría (Lipatti, 2017).

Las comparaciones que evitan esta simplificación muestran la distancia que siempre ha separado a Rusia del capitalismo central. Esta brecha persistió en los ciclos de modernización introducidos por el zarismo con refuerzos militares, mayor despojo de campesinos y diferentes variantes de servidumbre. La asfixiante fiscalidad de este régimen alimentó un derroche de élites consumistas, que contrastaba con las normas de competencia y acumulación imperantes en el capitalismo avanzado (Williams, 2014). Esta fractura fue recreada posteriormente y tiende a reaparecer hoy con modalidades muy diferentes.

Otro ámbito de afinidades se aprecia en la inserción internacional del país como semiperiferia. Esta posición tiene una larga historia, en un poder que no alcanzó la cúspide de los imperios dominantes, pero logró escapar de la subordinación colonial. Un estudioso de esta categoría se remonta al estado intermedio, la marginación de Rusia de los imperios que precedieron a la era moderna (Bizancio, Persia, China). Este divorcio continuó durante la formación del sistema económico mundial. Esta maraña se estructuró en torno a un eje geográfico atlántico, con modalidades de trabajo alejadas de la servidumbre que imperaba en el universo de los zares (Wallerstein; Derluguian, 2014).

Rusia se expandió internamente, dando la espalda a este enredo, y forjó su imperio a través de la subyugación interna (y el reclutamiento forzoso) de los campesinos. Permaneciendo en esta arena exterior, evitó la fragilidad de sus vecinos y el retroceso que sufrieron las potencias en decadencia (como España). Pero no participó del proceso de ascenso liderado por Holanda e Inglaterra. Protegía su entorno, actuando al margen de las principales disputas por la dominación mundial (Wallerstein, 1979: 426-502).

La dinastía zarista nunca logró crear la burocracia eficiente y la agricultura moderna que impulsaron la industrialización en otras economías. Esta obstrucción bloqueó el salto económico que lograron Alemania y Estados Unidos (Kagarlitsky, 2017: 11-14). La dinámica imperial de Rusia siempre ha mantenido una brecha con las economías avanzadas, que emerge nuevamente en el siglo XXI.

 

Contrasta con 1914-18

Algunos teóricos del imperialismo en reconstitución ubican las similitudes con el último zarismo, en la participación de Rusia en la Primera Guerra Mundial (Pröbsting, 2012). Trazan paralelismos entre los actores en declive del pasado (Gran Bretaña y Francia) y sus exponentes actuales (Estados Unidos), y entre las potencias desafiantes de esa época (Alemania y Japón) y sus emuladores contemporáneos (Rusia y China) (Proyect, 2019).

Rusia intervino en la gran conflagración de 1914 como potencia ya capitalista. La servidumbre había sido abolida, la gran industria estaba surgiendo en las fábricas modernas y el proletariado era muy conmovedor. Pero Moscú actuó en esta contienda como un rival muy peculiar. No se alineó con Estados Unidos, Alemania o Japón entre los imperios emergentes, ni se posicionó con Gran Bretaña y Francia entre los dominadores en retirada.

El zarismo seguía basado en la expansión territorial fronteriza y fue empujado al campo de batalla por los compromisos financieros que tenía con uno de los bandos en disputa. También fue a la guerra para preservar el derecho a saquear su entorno, pero se enfrentó a una derrota dramática, que acentuó el revés anterior contra el naciente imperio japonés.

El zarismo había logrado una supervivencia que sus contrapartes en el subcontinente indio o en el Medio y Lejano Oriente no lograron. Se las arregló para mantener la autonomía y la importancia de su imperio durante varios siglos, pero no pasó la prueba de la guerra moderna. Fue subyugado por Gran Bretaña y Francia en Crimea, por Japón en Manchuria y por Alemania en las trincheras de Europa.

Muchos analistas occidentales sugieren similitudes entre este fracaso y la actual incursión en Ucrania. Pero aún no hay datos sobre esta eventualidad y las valoraciones sobre la disputa en curso son prematuras. Además, los paralelos deben tener en cuenta la diferencia radical que separa al imperialismo contemporáneo de su precedente.

En la guerra de 1914-18, una pluralidad de potencias chocaron con fuerzas comparables, en un escenario muy alejado de la actual supremacía estratificada que ejerce el Pentágono. El imperialismo contemporáneo opera en torno a una estructura dirigida por Estados Unidos y apoyada por socios alterimperiales y coimperiales en Europa, Asia y Oceanía. La OTAN articula este conglomerado a las órdenes de Washington en los grandes conflictos con los rivales no hegemónicos de Moscú y Pekín. Ninguna de estas dos potencias está en el mismo plano que el imperialismo dominante. Las diferencias en relación al escenario de principios del siglo XX son enormes.

En el último reinado de los zares, Rusia mantuvo una relación contradictoria de participación y subordinación con los protagonistas de las guerras internacionales. Hoy, por el contrario, es duramente opuesta por estas fuerzas. Rusia no cumple el papel de Bélgica o España como socio menor de la OTAN. Comparte el lugar opuesto con China como objetivo principal del Pentágono. Después de un siglo, hay un cambio drástico en el contexto geopolítico.

Hoy no reaparece el viejo concurso de 1914 para la apropiación del botín colonial. Moscú y Washington no compiten con París, Londres, Berlín o Tokio por el dominio de los países dependientes. Esta diferencia es omitida por visiones (Rocca, 2020) que postulan la equivalencia de Rusia con sus pares occidentales en la rivalidad por los recursos en la periferia.

Este concepto erróneo se extiende a presentar la guerra de Ucrania como un golpe económico al uso de los recursos del país. Se dice que dos potencias del mismo signo (Vernyk, 2022) aspiran a compartir un territorio con grandes reservas de mineral de hierro, gas y trigo. Esta rivalidad enfrentaría a Estados Unidos y Rusia, en un choque similar a los viejos enfrentamientos interimperialistas.

Este enfoque olvida que el conflicto de Ucrania no tuvo tal origen económico. Fue provocado por Estados Unidos, que reivindicó el derecho a rodear a Rusia con misiles, mientras negociaba la entrada de Kiev en la OTAN. Moscú buscó desactivar este acoso y Washington ignoró los reclamos legítimos de seguridad de su oponente.

Las asimetrías entre los dos lados son evidentes. La OTAN avanzó contra Rusia, a pesar de la repentina extinción del antiguo Pacto de Varsovia. Ucrania estaba más cerca de la Alianza Atlántica, sin que ningún país de Europa occidental negociara tales asociaciones con Rusia.

El Kremlin tampoco imaginó crear un sistema de bombas sincronizadas contra ciudades estadounidenses en Canadá o México. No contrarrestó la maraña de bases militares que su adversario ha instalado en las fronteras euroasiáticas de Rusia. Esta asimetría se ha naturalizado tanto que se olvida quién es el principal responsable de las incursiones imperiales.

Ya hemos expuesto, además, la abrumadora evidencia que ilustra cómo Rusia no cumple con el estándar económico imperial en sus relaciones con la periferia. No tiene sentido colocarlo en el mismo plano de rivalidad que la principal potencia del planeta. Una semiperiferia autárquica con limitada integración a la globalización no disputa mercados a las gigantescas empresas del capitalismo occidental.

Las lecturas económicas de la actual intervención rusa en Ucrania diluyen la cuestión central. Esta incursión tiene fines defensivos en relación con la OTAN, objetivos geopolíticos de control del espacio postsoviético y motivaciones políticas internas de Putin. El jefe del Kremlin pretende desviar la atención de los crecientes problemas socioeconómicos, contrarrestar su declive electoral y asegurar la extensión de su mandato (Kagarlitsky, 2022). Estos objetivos están tan alejados de 1914-18 como de la escena imperial contemporánea.

 

Diferencias con el subimperialismo

Las similitudes con el último imperio de los zares a veces se conceptualizan con la noción de subimperialismo. Este término se usa para describir la variante débil o menor del estatus imperial, que el gobierno ruso de hoy compartiría con sus predecesores de principios del siglo XX. Se considera que Moscú tiene las características de una gran potencia, pero opera en la liga inferior de los dominadores (Presumey 2015).

Con la misma noción, se destacan similitudes con imperialismos secundarios del pasado, como Japón, y estas similitudes se extienden al liderazgo de Putin en relación al de Tojo (ministro del emperador japonés) (Proyect, 2014). Rusia se coloca en la misma canasta que los imperios secundarios, que en el pasado se parecían a los gobernantes otomanos oa la realeza austrohúngara.

El país ciertamente acumula una densa y prolongada historia imperial. Pero este elemento heredado solo tiene sentido hoy cuando las viejas tendencias reaparecen en nuevos contextos. El prefijo "sub" no aclara este escenario.

El imperialismo contemporáneo ha perdido afinidades con su antecesor del siglo XIX, y estas diferencias se verifican en todos los casos. Turquía no reconstruye la red otomana, Austria no retiene los restos de los Habsburgo y Moscú no resucita la política de los Romanov. Además, los tres países están ubicados en lugares muy diferentes en el orden global contemporáneo.

En todos los sentidos mencionados, el subimperialismo es visto como una variante inferior del imperialismo dominante. Puede abandonar o servir a esa fuerza principal, pero se define por su papel subordinado. Sin embargo, esta visión ignora que Rusia actualmente no participa en el aparato imperial dominante liderado por Estados Unidos. Cabe señalar que actúa como potencia relegada, menor o complementaria, pero sin precisar en qué ámbito desarrolla esta acción.

Esta omisión impide que se noten las diferencias con el pasado. Moscú no participa como un imperio secundario dentro de la OTAN, sino que entra en conflicto con el organismo que encarna el imperialismo del siglo XXI.

Rusia también es situada como un subimperio por los autores (Ishchenko; Yurchenko, 2019) quienes remiten este concepto a su formulación original. Este significado fue desarrollado por los teóricos marxistas latinoamericanos de la dependencia. Pero, en esta tradición, el subimperialismo no es una modalidad menor de un prototipo mayor.

Marini usó el concepto en la década de 60 para ilustrar el estatus de Brasil y no para aclarar el papel de España, los Países Bajos o Bélgica. Se buscó resaltar la relación contradictoria de asociación y subordinación del primer país al dominador estadounidense. El pensador brasileño señaló que la dictadura en Brasilia estuvo alineada con la estrategia del Pentágono, pero operó con gran autonomía regional y concibió aventuras sin el permiso de Washington. Erdogan está aplicando actualmente una política similar en Turquía (Katz, 2021).

Esta aplicación independentista del subimperialismo no tiene validez actual para Rusia, que es constantemente hostil a Estados Unidos. Moscú no comparte las ambigüedades de la relación que, desde hace varias décadas, Brasilia o Pretoria mantuvieron con Washington. Tampoco muestra los compromisos de esta conexión actual con Ankara. Rusia está estratégicamente acosada por el Pentágono y esta ausencia de elementos de asociación con Estados Unidos la excluye del pelotón subimperial.

 

No hubo imperialismo soviético.

Otra comparación con el siglo XX presenta a Putin como un reconstructor del imperialismo soviético. Este término de la Guerra Fría se sugiere más que se usa en análisis cercanos al marxismo. En estos casos, la opresión externa ejercida por la URSS se toma como un hecho definitivo. Algunos autores señalan que este sistema participó en la división del mundo a través de incursiones externas y anexiones de territorios (Batou, 2015).

Pero esta visión juzga mal una trayectoria que surgió de la revolución socialista, que introdujo como principio la erradicación del capitalismo, el rechazo a la guerra interimperialista y la expropiación de los grandes terratenientes. Esta dinámica anticapitalista se vio drásticamente afectada por la larga noche del estalinismo, que introdujo implacables formas de represión y el desmantelamiento de la dirección bolchevique. Este régimen consolidó el poder de una burocracia que manejaba con mecanismos opuestos a los ideales del socialismo.

El estalinismo consumió una gran termidor en un país asolado por la guerra, con el proletariado diezmado, las fábricas demolidas y la agricultura estancada. En este escenario, se ha frenado el avance hacia una sociedad igualitaria. Pero esta retirada no condujo a la restauración del capitalismo. En la URSS no surgió una clase propietaria basada en la acumulación de plusvalía y sujeta a las reglas de la competencia del mercado. Predominó un modelo de planificación compulsiva, con reglas de gestión del excedente y del trabajo excedente a la medida de los privilegios de la burocracia (Katz, 2004: 59-67).

Esta falta de fundamentos capitalistas impidió el surgimiento de un imperialismo soviético comparable al de sus pares occidentales. La nueva élite opresora nunca tuvo el apoyo que el capitalismo brinda a las clases dominantes. Tuvo que gestionar una formación social híbrida que industrializó el país, estandarizó su cultura y mantuvo durante décadas una gran tensión con el imperialismo colectivo de Occidente.

La tesis errónea del imperialismo soviético está relacionada con la caracterización de la URSS como un régimen de capitalismo de estado (Weiniger, 2015), en pugna con Estados Unidos por el despojo de la periferia. Esta ecuación registra las desigualdades sociales y la opresión política imperante en la URSS, pero omite la ausencia de propiedad empresarial y el consiguiente derecho a explotar el trabajo asalariado, con las típicas reglas de acumulación.

La ignorancia de estos fundamentos alimenta comparaciones erróneas de la era de Putin con Stalin, Brezhnev o Jruschov. No registran la prolongada interrupción que tuvo el capitalismo en Rusia. Más bien, asumen que alguna variedad de este sistema persistió en la URSS, por lo que enfatizan la presencia de una secuencia imperial ininterrumpida.

Olvidan que la política exterior de la URSS no reprodujo la conducta habitual de esa dominación. Después de abandonar los principios del internacionalismo, el Kremlin evitó el expansionismo y solo buscó lograr algunos statu quo con los Estados Unidos. Esta diplomacia expresó un tono opresivo, pero no imperialista. La capa dirigente de la URSS ejercía una clara supremacía sobre sus socios a través de artificios militares (Pacto de Varsovia) y económicos (COMECON). Negoció reglas de convivencia con Washington y exigió la subordinación de todos los integrantes del llamado bloque socialista.

Este patrocinio forzoso condujo a rupturas dramáticas con gobiernos que resistieron la subyugación (Yugoslavia bajo Tito y China bajo Mao). En ninguno de estos dos casos el Kremlin logró cambiar el rumbo autonómico de los regímenes que intentaron caminos distintos al hermano mayor. Moscú adoptó una respuesta más brutal al intento de rebelión en Checoslovaquia para implementar un modelo de renovación socialista. En este caso, Rusia envió tanques y soldados para aplastar la protesta.

Lo que pasó con Yugoslavia, China y Checoslovaquia confirma que la burocracia de Moscú hizo cumplir sus demandas de poder. Pero esta acción no formaba parte de las reglas del imperialismo, que recién salió a la luz después de treinta años de capitalismo. Comienza a surgir en Rusia un imperio no hegemónico, que no continúa el fantasmal imperio soviético.

 

Valoraciones del colonialismo interno

Algunos autores subrayan el impacto del colonialismo interno en la dinámica imperial de Rusia (Kowalewski, 2014b). Recuerdan que el derrumbe de la URSS supuso la separación de 14 repúblicas, junto con el mantenimiento de otros 21 conglomerados no rusos en la órbita de Moscú.

Estas minorías ocupan el 30% del territorio y albergan a una quinta parte de la población, en condiciones económicas y sociales adversas. Tales desventajas se ven en la explotación de los recursos naturales que el Kremlin maneja para su beneficio. La administración central capta, por ejemplo, gran parte de los ingresos petroleros de Siberia Occidental y el Lejano Oriente.

Las nuevas entidades supranacionales de las últimas décadas validaron esta desigualdad regional. Por eso las relaciones de la Comunidad Económica Euroasiática (2000) y la Unión Aduanera (2007) con los socios de Bielorrusia, Kazajstán, Armenia, Georgia, Kirguistán y Tayikistán han sido tan polémicas.

Estas asimetrías, a su vez, presentan una doble cara de presencia colonizadora rusa en las zonas aledañas y emigración desde la periferia hacia los centros, para suplir la mano de obra barata demandada en las grandes ciudades. Esta dinámica opresiva es otro efecto de la restauración capitalista.

Pero algunos autores relativizan este proceso, recordando que el legado de la URSS no es sinónimo de mero gobierno de la mayoría rusa. Destacan que la lengua predominante funcionó como una lingua franca, que no obstaculizó el florecimiento de otras culturas. Consideran que este localismo diversificado permitió la creación de un cuerpo autónomo de administradores, que en las últimas décadas se divorció con gran facilidad de Moscú (Anderson, 2015).

La colonización interna coexistió, además, con una composición multiétnica que limitó la identidad nacional rusa. Rusia surgió más como un imperio formado por muchos pueblos que como una nación definida por una ciudadanía común.

Es cierto que durante el estalinismo hubo claros privilegios a favor de los rusos. La mitad de la población sufrió las devastadoras consecuencias de la colectivización forzosa y los desalojos forzosos. Se produjo una remodelación territorial brutal, con castigos masivos a ucranianos, tártaros, chechenos o alemanes del Volga, que fueron desplazados a zonas alejadas de sus tierras.

Los rusos volvieron a ocupar los mejores puestos en la administración y los mitos de este nacionalismo se transformaron en un ideal patriótico de la URSS. Pero estas ventajas también se vieron contrarrestadas por la mezcla de emigrantes y la asimilación de desplazados que acompañó al auge sin precedentes de la posguerra.

Esta absorción no borró las atrocidades anteriores, pero alteró sus consecuencias. En la prosperidad que prevaleció hasta la década de 80, la convivencia de las naciones atenuó la gran supremacía rusa. El colonialismo tardío que prevaleció en Sudáfrica y persiste en Palestina no existió en la URSS. Los privilegios de los rusos étnicos no implicaban racismo o segregación racial.

Pero sea cual sea la evaluación del colonialismo interno, cabe señalar que esta dimensión no es decisiva para el eventual papel de Rusia como potencia imperialista. Este estatus está determinado por la acción externa de un estado. Las dinámicas internas opresivas solo complementan un rol definido en el concierto global.

El sometimiento de las minorías nacionales está presente en infinidad de países medianos, que nadie colocaría en el selecto club de los imperios. En Oriente Medio, Europa del Este, África y Asia existen numerosos ejemplos del sufrimiento de las minorías marginadas del poder. El maltrato a los kurdos, por ejemplo, no convierte a Siria o Irak en países imperialistas. Esta condición se define en el marco de la política exterior.

 

Complejidad de las tensiones nacionales

Los enfoques que enfatizan la centralidad opresiva de la rusificación también consideran la resistencia a esta dominación. Por un lado, denuncian la exportación planificada de la principal etnia para asegurarse los privilegios gestionados por el Kremlin. Por otro lado, enfatizan la progresividad de los movimientos nacionales que enfrentan la tiranía de Moscú (Kowalewski, 2014c).

Pero estos conflictos no son solo sobre la pretensión de Rusia de preservar la supremacía en las áreas de influencia. También está en juego el objetivo estadounidense de socavar la integridad territorial de su rival y los intereses de las élites locales, que luchan por una parte de los recursos en disputa (Stern, 2016).

Para la mayoría de las repúblicas que se alejaron de la tutela de Moscú, se observaron secuencias similares de oficialización del idioma local, en detrimento de los hablantes de ruso. Este renacimiento idiomático está en la base de la construcción práctica y simbólica de nuevas naciones, en los ámbitos militar, educativo y ciudadano.

Occidente tiende a fomentar las fracturas que Moscú intenta salvar. Esta tensión profundiza el enfrentamiento entre las minorías, que a menudo viven muy cerca unas de otras. Rara vez se consulta a la población sobre su propio destino. El nacionalismo fanático alentado por las élites locales obstruye esta respuesta democrática.

Estados Unidos alienta todas las tensiones. Primero, sostuvo la desintegración de Yugoslavia y erigió una gran base militar en Kosovo para monitorear el radio circundante. Posteriormente, alentó la independencia de Letonia, una breve guerra en Moldavia para fomentar la secesión y un intento fallido de su presidente georgiano contra Moscú (Hutin, 2021).

Los grupos nativos dominantes (que son propicios para la creación de nuevos estados) a menudo revitalizan viejas tradiciones o construyen tales identidades desde cero. En los cinco países de Asia Central, el yihadismo ha jugado un papel importante en estas estrategias.

El caso reciente de Kazajstán es muy ilustrativo de los conflictos actuales. Una oligarquía de antiguos jerarcas de la URSS se apropió de los recursos energéticos allí para compartir las ganancias con las compañías petroleras occidentales. Implementó un neoliberalismo desenfrenado, suprimió los derechos laborales y forjó un nuevo estado mediante la repatriación de kazajos étnicos. De esta forma, aprovechó el idioma local y la religión islámica para aislar a la minoría de habla rusa. Logró consumar esta operación hasta la reciente crisis, que provocó el despliegue de tropas y el consiguiente restablecimiento del patrocinio de Moscú (Karpatsky, 2022).

Nagorno-Karabaj ofrece otro ejemplo de la misma exacerbación del nacionalismo para asegurar el poder de las élites. En un enclave de colonos armenios que convivieron durante siglos con sus vecinos en territorio azerbaiyano, dos grupos dominantes se disputaban la pertenencia a un mismo territorio. Los armenios obtuvieron victorias militares (en 1991 y 1994), que recientemente fueron revertidas por triunfos de Azerbaiyán. Para asegurar su custodia del área (y disuadir la creciente presencia de EE. UU., Francia y Turquía), Rusia patrocina salidas negociadas del conflicto (Jofré Leal, 2020).

Atribuir la enorme diversidad de tensiones nacionales a la mera acción dominante de Rusia es tan unilateral como atribuir un perfil invariablemente progresista a los protagonistas de estos enfrentamientos. En muchos casos, hay denuncias legítimas, regresivamente explotadas por las élites locales en sintonía con el Pentágono. La impugnación simplificada del imperialismo ruso no logra captar estas circunstancias y complejidades.

 

Un estatuto sin resolver

Muchos teóricos de la reconstrucción del imperio pierden de vista el hecho de que Rusia actualmente carece del nivel de cohesión política necesario para tal reorganización. El colapso de la URSS no generó un programa unificado de la nueva oligarquía ni de la burocracia estatal. El trauma causado por esta implosión dejó una larga secuencia de disputas.

El proyecto imperialista es efectivamente promovido por sectores de derecha, que promueven empresas extranjeras para lucrar con el lucrativo negocio de la guerra. Esta facción revive las viejas creencias del nacionalismo gran ruso y reemplaza el antisemitismo tradicional con campañas islamófobas. Confluye con la derecha europea en la ola parda, hace diatribas demagógicas contra Bruselas y Washington y centra sus dardos en los inmigrantes.

Pero este segmento, imbuido de aspiraciones imperiales, choca con la élite liberal internacionalizada, que favorece fanáticamente la integración con Occidente. Este grupo propaga los valores angloamericanos y aspira a un lugar para el país en la alianza transatlántica.

Los millonarios de este último grupo protegen su dinero en paraísos fiscales, manejan sus cuentas desde Londres, educan a sus hijos en Harvard y acumulan propiedades en Suiza. La experiencia sufrida con Yeltsin ilustra cuán devastadoras son las consecuencias de cualquier gestión estatal por parte de estos personajes, que se avergüenzan de su propia condición nacional (Kagarlitsky, 2015).

Navalny es el principal exponente de esta minoría endiosada por los medios norteamericanos. Desafía a Putin con el apoyo descarado del Departamento de Estado, pero enfrenta las mismas probabilidades que sus predecesores. El apoyo externo de Biden y el apoyo interno de un sector de la nueva clase media no borran la memoria del derribo perpetrado por Yeltsin.

La disputa entre este sector liberal, encantado por Occidente, y sus rivales nacionalistas se desarrolla en un vasto campo de la economía, la cultura y la historia. Las grandes figuras del pasado han resurgido como estandartes de ambos grupos. Iván el Terrible, Pedro el Grande y Alejandro II son valorados por su contribución a la convergencia de Rusia con la civilización europea o por su contribución al espíritu nacional. La élite liberal que desprecia a su país choca con la contra-élite que anhela el zarismo. Ambas corrientes enfrentan serios límites para consolidar su estrategia.

Los liberales quedaron desacreditados por el caos que introdujo Yeltsin. Putin contrasta su mandato prolongado con esta demolición. Su liderazgo incluye una cierta recomposición de las tradiciones nacionalistas amalgamadas con el resurgimiento de la Iglesia Ortodoxa. Esta institución recuperó propiedades y opulencia con la asistencia oficial a las ceremonias y al culto.

Ninguno de estos pilares ha brindado hasta ahora el apoyo necesario para acciones externas más agresivas. La invasión de Ucrania es la gran prueba de estos cimientos. La composición multiétnica del país y la ausencia de un estado-nación convencional conspiran contra tales empresas.

Vladimir Putin a menudo declara su admiración por la antigua “grandeza de Rusia”, pero hasta la incursión en Kiev, condujo la política exterior con cautela, combinando actos de fuerza con negociaciones sostenidas. Buscó el reconocimiento del país como actor internacional, sin avalar la reconstrucción imperial impulsada por los nacionalistas. La continuidad de este equilibrio está en juego en la batalla de Ucrania.

Quienes creen que la reconstitución de un imperio ruso se ha completado, prestan poca atención a los frágiles pilares de esta estructura de dominación. Pierden de vista que Putin no hereda seis siglos de feudalismo, sino tres décadas de convulso capitalismo.

La escala limitada de un curso dominante ruso potencial es registrada con mayor precisión por autores que exploran diferentes denominaciones (imperialismo en desarrollo, imperialismo periférico) para aludir a un estado embrionario.

*Claudio Katz. es profesor de economía en la Universidad de Buenos Aires. Autor, entre otros libros, de Neoliberalismo, neodesarrollismo, socialismo (Expresión popular).

Traducción: Fernando Lima das Neves

 

Referencias


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