La presencia de China en América Latina

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por CLAUDIO KATZ*

China captura mercados latinoamericanos, combinando audacia económica con astucia geopolítica

China no improvisó su desembarco generalizado en América Latina. Concibió un plan estratégico de expansión codificado en dos libros blancos (2008 y 2016). Primero, priorizó la firma de Tratados de Libre Comercio con países vinculados a su propio océano. Posteriormente, impulsó la articulación de estos acuerdos en la zona del conglomerado de la Alianza del Pacífico (AP).

A este avance comercial le siguió una oleada de financiación, que en la última década alcanzó los 130 millones de dólares en préstamos bancarios y los 72 millones en adquisiciones de empresas. Esta consolidación crediticia estuvo sustentada en una secuencia de inversiones directas, centradas en obras de infraestructura para mejorar la competitividad de sus suministros.

Esta enorme red de puertos, carreteras y corredores bioceánicos abarata la adquisición de materias primas y la asignación de excedentes industriales. Latinoamérica ya es el segundo destino de este tipo de trabajo, que se expande a un ritmo galopante. Con apoyo chino, actualmente se construyen nuevos puentes en Panamá y Guyana, subterráneos en Colombia, dragados en Brasil, Argentina y Uruguay, aeropuertos en Ecuador, vías férreas y fluviales en Perú y carreteras en Chile (Fuenzalida, 2022).

La adquisición de empresas se enfoca en los segmentos estratégicos de gas, petróleo, minería y metales. China quiere el cobre de Perú, el litio de Bolivia y el petróleo de Venezuela. Las empresas estatales de la nueva potencia juegan un papel protagónico en estos financiamientos. Anticipan o condicionan la presencia posterior de empresas privadas. El sector público chino alinea todas las secuencias a seguir en cada país, según un plan elaborado por Pekín.

La entidad financiera de este comando (Asian Infrastructure Investment Bank) proporciona los fondos necesarios para aumentar las tasas de inversión directa a niveles récord en la región. Estos promedios anuales saltaron de 1,357 millones de dólares (2001-2009) a 10,817 millones de dólares (2010-2016) y convirtieron a América Latina en el segundo destino de asignaciones de este tipo.

China comienza a coronar su penetración económica integral con el suministro de tecnología. Ya se disputa la primacía de sus equipos 5G, a través de tres empresas emblemáticas (Huawei, Alibaba y Tencent). Negocia contrarreloj en cada país la instalación de este equipo, chocando con sus competidores en Occidente. Obtuvo acuerdos favorables en México, República Dominicana, Panamá y Ecuador, mientras sintió la predisposición de Brasil y Argentina (Lo Brutto; Crivelli, 2019).

astucia geopolítica

China captura los mercados de América Latina al combinar la audacia económica con la astucia geopolítica. No confronta abiertamente a su rival estadounidense, pero, para cerrar tratos, exige que todos sus clientes rompan relaciones diplomáticas con Taiwán.

Este reconocimiento del principio de “una sola China” es la condición para cualquier acuerdo comercial o financiero con la nueva potencia. Por esta vía indirecta, Beijing consolida su peso global y socava el tradicional sometimiento de los gobiernos latinoamericanos a los dictados de Washington.

La velocidad con la que China ha logrado imponer este cambio es impresionante. La influencia que Taiwán había logrado mantener hasta 2007 en Centroamérica y el Caribe fue erosionada por la diplomacia de Pekín, que devolvió a su favor a Panamá, República Dominicana y El Salvador. Esta secuencia derribó las representaciones de Taipei, que solo mantenía oficinas en países pequeños o secundarios de la región, tras una sorprendente secuencia de rupturas (Regueiro, 2021).

Este resultado es muy impresionante en una región tan sensible a los intereses estadounidenses. El gigante del norte siempre ha privilegiado la cercanía de esta zona y su importancia para el comercio mundial. China ha penetrado hasta el corazón de la influencia yanqui, erradicando las delegaciones taiwanesas y convirtiéndose en el segundo mayor socio de la región.

Beijing estableció su influencia regional después de afirmar su presencia en Panamá, rompiendo el control abrumador de Washington sobre el istmo. Un gobierno proyanqui y declaradamente neoliberal aseguró negocios con China, luego de la presión disuasoria ejercida por el gigante asiático con su amenaza de construir un canal alternativo en Nicaragua.

Al abandono de este proyecto le siguió la ruptura con Taiwán, la conversión de Panamá en el país centroamericano con mayor inversión china y la ubicación elegida para una línea de tren de alta velocidad (Quian; Vaca Narvaja, 2021). Estos datos representan un duro golpe al dominio que ha ejercido Estados Unidos.

Pekín ha extendido esta misma estrategia a Sudamérica y negocia con gran tenacidad la ruptura con Paraguay, que es uno de los 15 países del mundo que aún reconoce a Taiwán. También en este caso actúa con mucha paciencia, ocupando cada vez más espacio sin un enfrentamiento abierto con Washington. Los acuerdos comerciales son el compromiso tentador que ofrece Beijing a las élites proestadounidenses. Requiere priorizar las ganancias económicas sobre las preferencias ideológicas.

Durante la pandemia, China sumó una carta más al cóctel de atractivos que pone a disposición de los gobiernos latinoamericanos para obtener su preferencia. En el escenario dramático que prevaleció durante la infección, desarrolló una diplomacia inteligente de máscaras con grandes ofertas de vacunas. Proporcionó el material sanitario que la administración Trump negó a sus protegidos tradicionales en el hemisferio.

Beijing proporcionó cerca de 400 millones de dosis de vacunas y cerca de 40 millones de artículos sanitarios, cuando esos productos escaseaban y Washington respondía con indiferencia a las solicitudes de sus vecinos del sur. El contraste entre la buena voluntad de Xi Jin Ping y el brutal egoísmo de Trump sumó otro impulso al acercamiento entre América Latina y China.

Negocios sin apoyo militar

China concentra sus baterías en el ámbito económico, evitando enfrentamientos en el ámbito geopolítico o militar. Elige el campo de batalla más favorable para tu perfil actual. Circunnavega el mundo de la guerra y apuesta todas tus cartas al avance de la guerra. Ruta de la Seda.

Tal dirección coloca al nuevo poder en un terreno muy alejado de la norma imperial, lo que presupone el uso de fuerzas extraeconómicas para obtener ventajas en la lucha por porciones más grandes del mercado mundial.

Este alejamiento del imperialismo tradicional distingue a China del rumbo tomado en el pasado por otras potencias. No repite el camino de Japón o Alemania, que en el siglo pasado optaron por la confrontación militar.

China protege sus fronteras, moderniza sus tropas y aumenta su presupuesto militar al ritmo de su desarrollo productivo. Pero no utiliza esta fuerza en todo el mundo en consonancia con la vertiginosa internacionalización de su economía. Separa estrictamente su negocio del apoyo militar, y sus inversiones no van acompañadas de bases militares, tropas o personal que garantice el reembolso de sus inversiones.

Beijing se está arriesgando a formar una nueva red empresarial más autónoma de la vieja protección imperialista. Espera que la propia globalización de la economía contrarreste las tendencias al desplazamiento y el consiguiente resultado de confrontación. La viabilidad de este horizonte a medio plazo es muy dudosa, pero, en este interregno, ha creado un escenario sin precedentes. Una potencia captura grandes porciones de la economía mundial sin la fuerza militar correspondiente. El imperialismo estadounidense hasta ahora no ha encontrado una respuesta a este desafío.

China responde con gran contundencia ante cualquier amenaza a sus fronteras terrestres y extiende su presencia al cordón marítimo del país. Nos recuerda con grandes demostraciones de fuerza que Taiwán es parte de su territorio. Pero esta firmeza militar no se extiende a otras partes del planeta, donde la nueva potencia se ha convertido en inversor dominante o socio principal. En estas regiones de Asia, África y América Latina se sigue favoreciendo los tratados de libre comercio, la adquisición de empresas o la simple captura de recursos naturales.

Tras varias décadas de intensa expansión, solo instaló una base militar, en un punto estratégico de África (Djibouti), y no se vio involucrada en ningún conflicto armado. Enfrentó tensiones armadas con India en la década de 1960 y entró en conflicto con Vietnam en la crisis de Camboya. Pero estos hechos del pasado no reaparecen en la actual estrategia de defensa.

El comportamiento de China en América Latina ofrece otro ejemplo categórico de esta dirección. Pekín sabe que Washington es sensible a cualquier presencia extranjera en un territorio que considera propio. Por esta razón, es particularmente cauteloso en esta región. Evita inmiscuirse en el ámbito político y se limita a ganar posiciones mediante tratos fructíferos. Su única reivindicación extraeconómica pasa por sus propios intereses en reafirmar el principio de “una sola China”, a través de rupturas con Taiwán.

La singularidad de esta política se destaca en comparación con la de Moscú. Aunque los intereses económicos de Rusia en la región son infinitamente menores que los de China, Putin ha mostrado en varias ocasiones la presencia de sus tropas en ejercicios militares conjuntos con Venezuela. Con tales acciones, emplea una lógica geopolítica de reciprocidad para disuadir la agresión de Washington en sus propias fronteras euroasiáticas.

Este tipo de presencia militar simbólica en el hemisferio enemigo es totalmente inconcebible para China. A diferencia de Rusia, restringe su acción militar a su propio campo y descarta cualquier acción fuera de esa órbita. Este comportamiento excluye, por el momento, a la nueva potencia oriental del círculo imperial.

Denuncias habituales, preguntas hipócritas

Los portavoces de la Casa Blanca denuncian a menudo los propósitos imperialistas de la presencia de China en América Latina. Advierten contra el expansionismo de Beijing y destacan su intención de restablecer su dominación secular desde una nueva base al sur del Río Grande. Destacan que la penetración comercial es la anticipación de un futuro establecimiento político y militar (Povse, 2022).

Tales advertencias nunca incluyen ningún tipo de prueba. Los agentes del imperialismo estadounidense consideran a su rival como un colega que debe seguir su propio ejemplo. Pero esta suposición hasta ahora no ha sido confirmada.

Un abismo gigantesco separa la expansión china del modelo imperial estadounidense. Beijing no tiene bases militares en Colombia, ni mantiene una flota en el Caribe. Tampoco utiliza sus embajadas para organizar conspiraciones. No financió las tramas de Guaidó, el golpe de Estado de Añez, el derrocamiento de Zelaya, la destitución de Aristide o el derrocamiento de Lugo.

China tampoco repite redadas de la CIA, operaciones de la DEA o capturas del FBI. Hace negocios con todos los gobiernos, sin interferir en la política interna. El contraste con el intervencionismo descarado de Washington es marcado.

Estos contrastes elementales se omiten en la presentación de China como una potencia que reanuda sus antiguas ambiciones imperiales. Los denunciantes compensan su falta de datos con advertencias de eventos futuros. Reconocen que su rival no tiene bases militares en la región, pero anuncian su próxima instalación. Aceptan que la economía es el principal instrumento de su competidor, pero advierten sobre los efectos coloniales de esta modalidad. Confirman el respeto de China a la soberanía latinoamericana, pero anuncian la inminente violación de este principio.

Algunos exponentes de estas inconsistencias afirman que la dominación china estallará a través de la cultura, el idioma o las costumbres (Urbano, 2021). Pero no explican cómo se produciría este abrupto desplazamiento del predominio occidental en la vida social latinoamericana. También esconden la pesadilla opuesta de un siglo de prejuicios raciales contra las minorías asiáticas de la región.

La campaña contra el “neocolonialismo” chino difundida por una publicación de la fuerza aérea estadounidense es particularmente ridícula (Urbano, 2021). Omite su experiencia en el bombardeo de poblaciones civiles en varios continentes. Basta observar la lista de estas incursiones para advertir la hipocresía de Washington. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ha llevado a cabo ataques contra Corea y China (1950-53), Guatemala (1954, 1960), Indonesia (1958), Cuba (1959-1961), Congo (1964), Laos (1964-1973), Vietnam (1961-1973), Camboya (1969-1970), Granada (1983), Líbano (1983, 1984), Libia (1986, 2011, 2015), El Salvador (1980), Nicaragua (1980) ), Irán (1987), Panamá (1989), Irak (1991, 2003, 2015), Kuwait (1991), Somalia (1993, 2007-2008, 2011), Bosnia (1994, 1995), Sudán (1998), Afganistán (1998, 2001-2015), Yugoslavia (1999), Yemen (2002, 2009, 2011), Pakistán (2007-2015) y Siria (2014-2015).

Los denunciantes de China pasan por alto esta secuencia atroz para resaltar los efectos malignos de la "diplomacia de la deuda" de Beijing. Consideran que su rival utilizará este instrumento para someter a las economías insolventes de la región.

De hecho, existe ese peligro, pero su enunciación carece de credibilidad en boca de los especialistas en exigir responsabilidades por intrusiones de infantería de marina y ajustes del FMI. Lo que se considera una amenaza de China ha sido una práctica habitual en Estados Unidos durante los últimos dos siglos.

Las críticas imperialistas a la presencia asiática tampoco omiten la reiterada oposición entre la democracia promovida por Washington y el autoritarismo alentado por Beijing. Pero la difusión de este mito choca con el historial de dictaduras concebidas por el Departamento de Estado en la región.

Otros portavoces de la Casa Blanca eluden los elogios a Estados Unidos en sus denuncias sobre la presencia china. La duplicidad de este contrapunto es tan falsa que prefieren evitarla. Se limitan a advertir sobre el avance de su rival, con simples llamamientos para contener esta expansión. Algunos creen que la primera potencia ya ha perdido el dominio de África y debe priorizar la conservación de América Latina (Donoso, 2022).

Estas confesiones ilustran el grado de regresión imperial que está presenciando una parte de la élite estadounidense. Observan con mayor realismo la pérdida de posiciones estratégicas en su propio continente, sin encontrar recetas para revertir esta retracción.

Ninguna agresión, pero en detrimento de la región

La denuncia errónea de China como una potencia similar a Estados Unidos se basa en ocasiones en la banalización del concepto de imperialismo. Para despertar el interés del lector, cualquier avance comercial o financiero por parte de Beijing se tipifica en estos términos. La noción se presenta como sinónimo de vileza, sin preocuparse por sus supuestos conceptuales.

Esta visión tiende a confundir la dependencia económica, que se genera por los acuerdos desfavorables firmados por América Latina con el gigante asiático, con la opresión política imperial. Ambos procesos mantienen vínculos potenciales, pero pueden desarrollarse a lo largo de rutas separadas, y es importante registrar los momentos en que los dos caminos se cruzan o divergen.

El imperialismo presupone el uso explícito o implícito de la fuerza para garantizar la supremacía de las empresas de una potencia opresora en el territorio de una economía dominada. Hay abundante evidencia de este tipo de agresiones por parte de Estados Unidos, pero hasta el momento no hay evidencia de estos abusos por parte de China. Esta diferencia se confirma en todos los países de América Latina.

La acción militar en el extranjero es un acto imperial típico del que China evita. Mientras se mantenga alejado de ella, seguirá operando por debajo del umbral imperialista. No cabe duda de que su expansión en el mundo (y su consiguiente transformación en potencia dominante) abrirá una seria tentación de convertirse en una fuerza opresora. Pero esta eventualidad constituye hasta ahora una posibilidad, un presagio o un cálculo y no una realidad comprobable. Mientras no se verifique en los hechos, es inapropiado colocar a China en las filas de los imperios.

Tal pasaje a estado el imperialismo explícito dependerá de la escala que alcance el capitalismo chino. Durante los últimos dos siglos, las incursiones militares de grandes estados en el extranjero para ayudar a sus socios capitalistas han sido muy frecuentes. Pero esta dinámica actual en China requeriría una gran consolidación de la clase dominante, con su consiguiente capacidad para garantizar rescates militares a los gobernantes de Pekín.

Esta secuencia era muy común en Europa, Estados Unidos y Japón. Pero China aún no enfrenta este tipo de escenarios, pues el régimen político dominante proviene de una experiencia socialista, mantiene características híbridas y aún no ha culminado su transición al capitalismo. Por eso, no se observan las acciones típicas del intervencionismo imperialista.

La consolidación final del capitalismo dentro de China y su contraparte imperialista en el extranjero está limitada por dos factores. Por un lado, la omnipresencia del sector público (central, provincial y municipal) en el 40% del producto bruto (Mendoza, 2021); y, por otro lado, la dirección institucional del Partido Comunista. Ya existe una clase dominante muy poderosa y establecida, pero que no controla los instrumentos del Estado y tiene limitadas posibilidades de exigir intervenciones para su propio beneficio.

La impresionante expansión del PIB, que se multiplicó por 86 entre 1978 y 2020 y sacó de la pobreza a 800 millones de personas, tiene un efecto contradictorio en esta evolución. Por un lado, dio lugar a un circuito capitalista que garantiza los intereses de una minoría privilegiada. Por otra parte, consolidó una incidencia inédita de intervención estatal, que refuerza el contrapeso de las mayorías populares a la perpetuación del lucro y la explotación. Esta originalidad del desarrollo de China obliga a tratar con mucha cautela las predicciones sobre el futuro de una economía híbrida, sujeta a la gestión regulatoria por parte del Estado.

Una diferenciación imprescindible

Igualar a China con Estados Unidos también es un error frecuente de algunos analistas de izquierda. Suelen atribuir a los dos poderes una estado similar a la de los estados imperiales, que se disputan el botín de la periferia en los mismos términos.

Una variante de esta visión considera que China fue socialista en el pasado, luego adoptó un perfil capitalista y actualmente está madurando su conversión imperialista. Considere que este nuevo estado se verifica en su paso de una economía que exporta bienes a una que invierte capital. Cree que este cambio ha impulsado el fortalecimiento del “soft power”, que complementa el desarrollo de su fuerza militar. Tratados de libre comercio y el Ruta de la Seda son vistos como instrumentos opresores, similares a los forjados por Estados Unidos (Laufer, 2019).

Esta visión confunde las relaciones de dominación que Washington mantiene en todo su “patio trasero” con la red de dependencia que China ha creado en la región. En el primer caso, las ganancias económicas se basan en el control geopolítico-militar, que está ausente en el segundo marco.

Se omite o relativiza esta diferencia, afirmando que China está desarrollando en un tiempo récord lo que Estados Unidos construyó después de un largo siglo. Pero si Beijing aún no ha constituido esta maraña de poder, tampoco debe catalogarse como una fuerza imperial existente. Si esta estructura se está erigiendo, también es posible que nunca se complete. El imperialismo no es un concepto establecido en el universo de las hipótesis.

La igualación de la rivalidad chino-estadounidense restringe la evidencia de esta lucha a la esfera económica. Por ello, observa esta disputa como una competencia intercapitalista entre dos potencias del mismo signo. Esta visión enfatiza las analogías formales, sin advertir el diferente comportamiento de los dos competidores.

Las inversiones de China en minería, agricultura y combustibles tienen muchos puntos de contacto con los corredores extractivos de IIRSA [Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana], que Estados Unidos impulsa desde hace décadas. Sin embargo, en el primer caso, la gestión de esta infraestructura depende de las empresas y estados nacionales que suscribieron estos contratos. El aparato militar, judicial, político y mediático que Estados Unidos mantiene en todo el continente para que sus negocios no operen allí.

No cabe duda que, dadas ambas situaciones, se deben impulsar políticas de protección de los bienes comunes para fortalecer procesos de integración regional que permitan el uso productivo de estos recursos. En este corolario, no existen divergencias significativas en la izquierda latinoamericana. La discrepancia radica en cómo deben posicionarse los procesos políticos soberanos en relación con el dominador estadounidense y el financista, cliente o inversor chino. El trato igualitario de ambos casos entorpece la lucha efectiva por la unidad regional.

El mismo problema se genera por el desconocimiento de los conflictos que oponen a las dos potencias, asumiendo que las grandes empresas de los dos países participan del mismo indistinto capital transnacional. Esta perspectiva revela una relación simbiótica mutuamente beneficiosa entre los dos gigantes.

Pero el llamado capital transnacional solo se refiere a mezclas de fondos provenientes de diferentes países. Esta limitada variedad de empresas no reemplaza a las empresas protagonistas del capitalismo actual, ni reduce la preeminencia de Estados nacionales altamente diferenciados en el manejo de los instrumentos de la economía. Ni siquiera en el apogeo de la globalización hubo una fusión general de estos capitales, y nunca surgieron clases dominantes o estados transnacionalizados (Katz, 2011: 205-219).       

Los defensores de este enfoque han perdido la influencia que tenían durante la última década, y los problemas con su visión han surgido en la tesis errónea de una fusión chino-estadounidense. La expectativa de tal convergencia fue completamente demolida por el actual escenario de rivalidad. Esta competencia también se refleja en el nuevo escenario de dos posiciones sobre los tratados de libre comercio.

En la década de 1990, Estados Unidos enarboló principalmente la bandera del comercio libre de impuestos. Este emblema luego se extendió de forma más limitada a Europa y Japón, pero sufrió una mutación completa cuando China lo adoptó como su gran bandera. La cumbre de libre comercio de Davos se ha convertido en un escenario de elogios generalizados para Beijing, y Washington ha perdido la brújula. Estaba atrapado en una falta de definición que persiste hasta el día de hoy (Santos; Cernadas, 2022).

Corrientes proteccionistas y globalistas libran una lucha dentro de Estados Unidos que paraliza la Casa Blanca. Este shock provocó la impotencia de Barack Obama, las reticencias de Donald Trump y las vacilaciones de Joe Biden. Por esta secuencia, los tratados de libre comercio se han convertido en una patata caliente que ningún presidente yanqui puede manejar. Si bien China tiene un propósito muy claro al promover estos acuerdos, su rival se tambalea tras importantes conflictos internos.

Cruce de caminos con China

Señalar las diferencias sustanciales que separan a China de Estados Unidos no significa ignorar el alejamiento de la perspectiva socialista, lo que implica el restablecimiento de una clase capitalista en el gigante asiático. Criticar este retroceso es fundamental para fortalecer la batalla que se libra en ese país contra la restauración definitiva del capitalismo.

Es fundamental esclarecer tal confrontación, antes de que este proceso conduzca a un hecho consumado irreversible. El principal error cometido por gran parte de la izquierda frente a la URSS fue el silencio ante una amenaza similar. Esta pasividad destruyó todos los intentos de renovar el socialismo.

La presentación de China -por diferentes autores- como epicentro del actual proyecto socialista reproduce este error. Esta visión no se limita a resaltar el indiscutible progreso económico y social alcanzado por la nueva potencia. Considera que el rumbo seguido por el gigante asiático es el camino a seguir por el socialismo del nuevo siglo.

Tales valoraciones recuerdan los escritos del comunismo oficial, que en el siglo pasado elogiaba los avances de la URSS sin ninguna observación crítica. El vertiginoso colapso de este sistema ha dejado boquiabiertos a los adoradores de este régimen.

China está en un camino muy diferente al de la Unión Soviética. Sus líderes tomaron conciencia de lo sucedido a su prójimo y en cada decisión valoran el peligro de esta repetición. Pero el mejor aporte externo a tales alertas es señalar las disyuntivas que enfrenta el nuevo poder. En lugar de copiar lo ocurrido en la URSS o avanzar hacia una mera actualización del socialismo, China se enfrenta a una disyuntiva constante entre esta renovación y el retorno al capitalismo.

Esta disputa está presente en cada paso que da el gigante asiático, pues se reconstituyó una clase burguesa que acumula capital, extrae plusvalía, controla empresas y busca conquistar el poder político. Los instrumentos de este sistema quedan en manos del Partido Comunista y de una élite que mantiene el equilibrio entre crecimiento y mejoras sociales. Estos contrapesos se romperían si los capitalistas extendieran su papel económico para controlar el sistema político.

La renovación del socialismo es sólo una posibilidad entre varias alternativas en juego, que dependerá en gran medida de la centralidad que obtengan las corrientes de izquierda. Esta perspectiva requiere políticas de redistribución del ingreso, reducción de las desigualdades y limitaciones drásticas al enriquecimiento de los nuevos millonarios del Este (Katz, 2020).

Para recuperar un proyecto socialista a escala global es necesario analizar estas tensiones, tomando partido por las tendencias revolucionarias y evitando la simple repetición de los discursos protocolares del oficialismo.

La transparencia sobre las tensiones que enfrenta China –en la encrucijada entre las direcciones socialista y capitalista– también es fundamental para definir estrategias en las regiones que fortalezcan los lazos comerciales con China. Si uno simplemente asume que Beijing encarna la dinámica contemporánea del socialismo, entonces solo sería necesario reforzar los términos actuales de la relación con este faro del poscapitalismo.

Esta política sería similar a la estrategia seguida por gran parte de la izquierda en relación con la URSS, a la que veía como el gran pilar del bloque socialista. Contrariamente a este antecedente, China evita pronunciamientos y afinidades políticas con los diferentes regímenes del planeta. Exalta sólo el comercio, la inversión y los negocios con gobiernos neoliberales, heterodoxos, progresistas o reaccionarios. Esto no solo contradice la simple presentación de Beijing como el principal referente del socialismo, sino que lleva a considerar estrategias que no convergen con la política exterior de China.

Los dilemas planteados por los Tratados de Libre Comercio y la Ruta de la Seda ejemplificar estas disyuntivas. Ambos proyectos incluyen el doble contenido de la expansión productiva global del gigante asiático y el enriquecimiento de los capitalistas chinos. El equilibrio entre ambos procesos viene determinado por la dirección estatal de los convenios y la red de transporte.

Es muy difícil argumentar que, en su formato actual, estas iniciativas fortalecen un horizonte socialista para el mundo. Las corrientes de izquierda china se oponen a esta creencia en su país y los cuestionamientos son más frontales en la mayor parte de la periferia. América Latina ofrece un ejemplo de este inconveniente.

Todos los tratados promovidos por China aumentan la subordinación y la dependencia económica. El gigante asiático ha consolidado su estado de una economía acreedora, que se beneficia del intercambio desigual, capta excedentes y se apropia de rentas.

China no actúa como dominador imperial, pero tampoco favorece a América Latina. Los acuerdos actuales exacerban la primarización y el drenaje de la plusvalía. El nuevo poder no es solo un socio, ni es parte del Sur Global. Su expansión externa está guiada por principios de maximización de ganancias más que por normas de cooperación.

Beijing configura acuerdos con cada país de la región según su propia conveniencia. En Perú y Venezuela creó alianzas con empresas estatales. En Argentina y Brasil optó por la compra de empresas establecidas. En Perú, se ha convertido en un jugador importante en los sectores de energía y minería. Controla el 25% del cobre, el 100% del mineral de hierro y el 30% del petróleo. Esta flexibilidad de los tratados con cada país está determinada en China por rigurosos cálculos de beneficios.

América Latina necesita una estrategia propia para retomar su desarrollo y sentar las bases de una dirección socialista. Estos pilares pueden estar en sintonía, pero no convergen espontáneamente con la política exterior de China. El gigante asiático es un socio potencial en este desarrollo, pero no un aliado natural, y es fundamental registrar estas diferencias mirando lo que ha sucedido en otras partes del mundo.

Lecciones de la RCEP

China avanza en diferentes partes del mundo, reforzando la centralidad de su propia economía a costa de su rival estadounidense. Este doble movimiento podría potenciar el desarrollo de la periferia si contemplara acuerdos acordes a este desarrollo y no meros beneficios para los capitalistas locales asociados al gigante asiático. Sólo el primer tipo de vínculo sustentaría un proyecto emancipatorio común.

La estrategia de China en su entorno regional no se guía por estos principios. Genera avances y éxitos que refuerzan su influencia, pero sin vínculos visibles con los futuros socialistas.

El reciente acuerdo RCEP [Regional Comprehensive Economic Partnership] es un ejemplo de este divorcio. China ha firmado un acuerdo de libre comercio con casi todos los países del Indo-Pacífico. Este tratado incluye no solo a Indonesia, Brunei, Camboya, Vietnam, Laos, Malasia, Myanmar, Filipinas, Singapur y Tailandia, sino también a varios aliados de EE. UU. (Japón, Corea del Sur, Australia y Nueva Zelanda).

China aseguró este acuerdo tras una fulminante ofensiva. Primero, desmanteló el proyecto fallido de Obama para la región (TPP [Trans-Pacific Partnership]), que Japón intentó enmendar con un tratado de reemplazo (CPTPP [Acuerdo Global y Progresista para la Asociación Trans-Pacífico]). Luego contuvo el giro proteccionista de Trump (Pérez Llana, 2022) y finalmente redujo el espacio para la reciente iniciativa comercial de Joe Biden (IPEF [Marco Económico del Indo-Pacífico para la Prosperidad]) (Aróstica, 2022).

Pekín ha derribado, uno tras otro, todos los obstáculos que Washington ha intentado erigir para contener su primacía económica en esta zona estratégica. Se aprovechó de las grandes discrepancias que generan los Tratados de Libre Comercio en el establecimiento gobierno estadounidense y la impotencia manifiesta de los socios de la Casa Blanca. Neutralizó especialmente a Japón, que actúa hacia China de la misma manera que Alemania hacia Rusia. Tokio busca actuar de forma autónoma en relación con el principal estadounidense, pero se alinea con Occidente al menor movimiento de oreja (Ledger, 2022).

Lo mismo ocurre con Australia, Nueva Zelanda y Corea del Sur, que fueron convocadas por el Pentágono para firmar un tratado militar (QUAD [Cuadrilateral Security Dialogue]), que contradice su planteamiento con Pekín. El conflicto de Taiwán y las demandas de libre navegación en el Mar de China fueron revividas por la Casa Blanca precisamente para socavar las conquistas de China con la RCEP. El acuerdo improvisado de Biden (IPEF) es solo un complemento a esta presión militar.

Por el momento, India es el único gran país que mantiene una posición de autonomía real en relación con los dos grandes competidores. Su vieja rivalidad con China la llevó a rechazar la RCEP, los Tratados de Libre Comercio y el Ruta de la Seda apostar por su propio proyecto de desarrollo económico. Se unió al QUAD de EE. UU. para contrarrestar la nueva afinidad de Pakistán con China. Sus últimos gobiernos optaron por un giro pro-occidental, que además conserva su propia orientación geopolítica.

Indonesia y Malasia, que lideraron el bloque ASEAN [Asociación de Naciones del Sudeste Asiático], también evolucionaron hacia una postura de mayor autonomía, negándose a unirse al QUAD. Pero no pudieron contener la presión comercial china, lo que llevó a su integración en RCEP (Serbin, 2021). Pekín impuso la transformación de los acuerdos bilaterales en multilaterales, el desmantelamiento de la unión aduanera y la disolución de todo paso hacia la creación de una moneda ASEAN.

Este resultado podría verse con ojos sudamericanos, como un anticipo de lo que sucederá con el MERCOSUR si los Tratados de Libre Comercio con China continúan avanzando en su formato actual. Una variante de RCEP en la región podría enterrar los proyectos de integración que se perfilan en América Latina.

Lo que sucedió en el Indo-Pacífico es instructivo para nuestra región. Allí se comprueba con mayor claridad el avance económico de China y la respuesta geopolítico-militar de Estados Unidos. Las mismas tendencias emergen en América Latina, con la diferencia de que Washington no tolera en su “patio trasero” las movidas que con mayor audacia realiza Beijing en su zona fronteriza.

Pero lo más importante no es evaluar quién gana la partida en cada región, sino qué políticas son favorables a la gente de la periferia. Estas pautas requieren estrategias para resistir a Washington y negociar con Beijing.

Otros tipos de acuerdos

China compite con empresas que no se ven afectadas por la presión militar, a diferencia de un rival que prioriza el despliegue militar para apuntalar a sus empresas en dificultades. Esta diferencia no convierte al dragón asiático en una potencia colaboradora de América Latina, que exalta la fraseología diplomática.

Los elogios a la “cooperación Sur-Sur”, a través de acuerdos que permitan “ganar todos” a través del “aprendizaje mutuo” (Quian; Vaca Narvaja, 2021), son comprensibles en los códigos de los ministerios de relaciones exteriores. Pero estas cifras no arrojan luz sobre la realidad del escenario chino-latinoamericano.

Muchos analistas repiten estas apreciaciones por admiración al desarrollo logrado por China o por afán de contagio por la mera asociación con el nuevo gigante. Con esta perspectiva, alimentan todas las creencias en una cooperación mutuamente favorable, lo que no se verifica en las relaciones actuales.

El reconocimiento de esta ausencia es el punto de partida para la promoción de otro tipo de acuerdos que fortalezcan el desarrollo latinoamericano, junto con la meta popular de un futuro de creciente igualdad social. Este objetivo requiere también una batalla teórica contra el neoliberalismo.

*Claudio Katz. es profesor de economía en la Universidad de Buenos Aires. Autor, entre otros libros, de Neoliberalismo, neodesarrollismo, socialismo (Expresión popular).

Traducción: Fernando Lima das Neves.

Referencias


Fuenzalida Santos, Eduardo (2022) El plan económico de EEUU. para Latinoamérica: ¿un “globo pinchado”? https://www.elmostrador.cl/destacado/2022/06/28/el-plan-economico-de-ee-uu-para-latinoamerica-un-globo-pinchado/

Lo Bruto, Giuseppe; Crivelli Minutti, Eduardo (2019). Las relaciones entre China y América Latina en la segunda década del siglo XXI, CUADERNOS CELULARES, vol. VI, TTP

Regueiro Bello, Lourdes (2021). María Centroamérica en la disputa geopolítica entre China y Estados Unidos https://www.clacso.org/wp-content/uploads/2021/05/China-Latin-America.pdf

Quian, Camila: Vaca Narvaja, Camilo (2021). China en la región: la Iniciativa Fringe y la Ruta en América Latina https://www.agenciapacourondo.com.ar/debates/china-en-la-region-la-iniciativa-de-la-franja-y-la-ruta-en-america-latina

Povse, Max (2022). China y el «bueno imperialismo», 7-6 2022 https://reporteasia.com/opinion/2022/06/07/china-imperialismo-bueno/

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