por JOSÉ FABIO RODRIGUES MACIEL*
La primera vez que la desilusión estuvo intensamente presente durante la clase fue cuando una niña disintió irrespetuosamente con una de sus declaraciones sobre la religiosidad.
“Vivir bajo este cielo asfixiante nos obliga a irnos o quedarnos. La cuestión es saber cómo te vas, en el primer caso, y por qué te quedas, en el segundo” (Albert Camus, El mito de Sísifo).
Era un día lluvioso y oscuro. Hacía un frío más allá de lo normal para esa época del año. Salió de la casa con ropa y zapatos formales, armado con un gran paraguas negro, que no impidió que se le mojaran las medias. Al parecer, los zapatos que usaba no eran impermeables.
Antonio tenía un destino seguro en su mente nublada: el puente Remédios. Buscaba la cura definitiva para su vida.
Hasta ese momento se ganaba el pan de cada día como profesor de filosofía en un colegio de tercer grado. Estaba cerca del centro de la ciudad y recibía estudiantes principalmente de los barrios periféricos. Su sensación era que engañaba, la mayoría de las veces, a estos niños y niñas esperanzados, muchos de los cuales gastaban casi todo su salario en pagar la matrícula del curso.
Crecía cada vez más su percepción de que era incapaz de transmitir, con una didáctica adecuada, los conocimientos acumulados durante más de dos décadas de estudio sobre el tema. La impresión era que algunos estudiantes fingían caerle bien, mientras que la mayoría no mostraba el menor interés por los estudios que hasta entonces habían sido el objetivo de su vida, estudios que le apasionaban.
La decepción con la carrera docente aumentaba cada día, y las razones eran varias: reducción de salario, aumento de la carga administrativa, patrullas ideológicas, desinterés que ya ni siquiera disimulan los estudiantes…. Antonio de alguna manera quería demostrar el valor de lo que había estudiado mucho y sin parar desde el final de su adolescencia. Daba por sentado que un filósofo como él, para ser estimado, tenía que predicar con su propio ejemplo. Tenía eso en la cabeza cuando salí de casa esa mañana lluviosa.
En el aula, aun cuando se acercaba a las obras de filósofos como Nietzsche, siempre encontraba la forma de proclamar su enorme apego a la vida. Tuve la percepción de que el papel que debía desempeñar el ser humano, nacido en un mundo absurdo, era ser consciente de su vida, de su rebeldía y de su libertad. Además, siendo la vida absurda, ni siquiera necesita tener un sentido para ser vivida.
Al inicio de su carrera, es casi seguro que influenció con sus enseñanzas a algunos chicos y más chicas, que avanzaban con el feminismo en rebeldía contra el sistema, buscando defender una vida cada vez más libre del yugo masculino. Debe haber producido algunos buenos revolucionarios y algunos grandes revolucionarios durante sus primeros años como maestro.
Ese breve éxito nubló sus ojos y no se dio cuenta de la transformación que tenía lugar justo debajo de sus narices. Tuvo la audacia de predecir que las niñas serían las principales responsables de transformar una sociedad desigual en una igualitaria en todos los aspectos. Incluso les echó esa responsabilidad sobre los hombros en sus emocionados discursos de fin de semestre, cuyos vaticinios nunca se cumplieron. Cuando se dio cuenta de la nueva realidad de los alumnos y alumnas que recibía cada semestre, ya era tarde.
La primera vez que la desilusión estuvo intensamente presente durante la clase fue cuando una niña disintió irrespetuosamente con una de sus declaraciones sobre la religiosidad. Tomó personalmente la posición de Marx, como si el mismo profesor hubiera formulado aquellas frases que aparecían en el texto indicado para lectura. En otro momento, el cuestionado fue Weber. El colmo que le hizo darse cuenta del cambio radical de sus alumnos fue cuando empezaron a citar en clase a un astrólogo charlatán como si fuera el epítome de la filosofía. Tal susto le hizo abrir los ojos a la triste realidad que se presentaba en el salón de clases. ¡En ese momento sintió que estaba predicando a los sordos!
Triste realidad, pero parte de sus alumnos, en algún momento, se convirtieron en discípulos del Pentateuco. Al unir a los que eran partidarios del neoliberalismo excluyente, juntos, pensaron más en atacar las ciencias que en aprender de los clásicos. Y la filosofía fue elevada a la condición de gran enemiga de estos nuevos cuasi-estudiantes. Estar en el aula y enfrentarse a la ignominia diaria de gran parte de los alumnos, claramente influidos por políticos sin escrúpulos, empezó a socavar gravemente la cordura de Antonio.
Cuando llegaba a casa, después de un desmotivador día de clases, me costaba un poco dormir y muchas veces solo el alcohol me permitía descansar un poco, interrumpido por pesadillas que siempre tenían guiones similares: estaba en clase y tenía un fuerte dolor de cabeza. Entonces se dio cuenta de que su cerebro comenzaba a ser devorado por zombis vestidos de amarillo, mientras que todos sus libros eran arrojados por los estudiantes a un gran fuego en el centro de la habitación.
Sus días se hacían cada vez más insoportables. Se arrastraba hasta la universidad y regresaba exhausto, como si le hubieran succionado el alma mientras estuvo allí. Ya ni siquiera podía relacionarse con sus compañeros de trabajo. En lugar de cuestionar si valía la pena seguir enseñando, comenzó a dudar de su capacidad como maestro y erudito.
Después de tanto cuestionarse, una tarde de verano sintió curiosidad por las personas que causan la muerte porque consideran que la vida no vale la pena vivirla. Inicialmente despreciado estas personas. Para él, gloriosos son los que mueren por las ideas (o ilusiones) que les dan una razón para vivir y, al mismo tiempo, la misma razón para morir.
Como ya no podía hablar, ni siquiera con sus compañeros profesores, empezó a fumar de nuevo. El paseo que dio a la calle, los autos que pasaban, los jóvenes conversando y las bocanadas pausadas que estaba dispuesto a dar funcionaron como una anestesia para sus oscuros sentimientos en ese momento.
La filosofía había enseñado que vivir no es ni será nunca fácil, pero ¿no sería lo mismo llegar al extremo de suprimir la propia vida en nombre de una causa que sucumbir a la lucha? Con estos pensamientos en mente, se acercó al Ponte dos Remédios. Me parece absurdo querer continuar con una vida tranquila y pacífica, fingiendo que lo que ves en el aula no es importante. La surrealidad a la que fue elevado le dio la certeza de la proximidad de una existencia distópica y sin sentido. Todo parecía absurdo, incongruente, incoherente, ilógico, extraño, bizarro, raro, kafkiano.
¿Qué es la muerte? Temerlo no es más que parecer tener sabiduría cuando no la tienes. ¿Quién sabe si ella no es el mayor de todos los bienes para quien la entrega? Es imposible saber sin tener la experiencia de la muerte. Y sólo muriendo se adquiere esta experiencia.
Una vez más, pensó que la vida es absurda y que precisamente por eso no necesita tener un sentido para ser vivida. Basta con que sirva para contemplar el absurdo mismo de nuestra existencia. Y al recordar su trayectoria, solo veía un futuro cierto: rebelarse contra el absurdo.
Antonio se sublevó pensando incongruentemente en la anticipación de la muerte, que sería una renuncia frente a la conciencia y la rebeldía. Estaba seguro de que la aceptación del absurdo en su límite máximo lo es todo, pero dudaba si en realidad se trataba de una revuelta.
Oponiendo la racionalidad y la irracionalidad, comenzó a subir aquellos escalones laterales del puente, que crujían muy suavemente a cada paso que daba. Cuanto más avanzaba, algo en su interior retrocedía.
Podría haber elegido una profesión técnica; optó por la máxima racionalización de la filosofía. Había tantas ensoñaciones jugando con sus sentidos en ese momento que el vacío del conocimiento por adquirir dificultaba la sinapsis de sus neuronas. Tenía frío. La sangre caliente debió enfriarse tras sus pretensiones de transformar el mundo que se extinguía día a día.
Cuantos más escalones subía, más se notaba el agua gris y maloliente del río Tietê. El viento era frío y cortante, ralentizando sus pasos mientras agarraba su paraguas con fuerza para que no saliera volando. Llegó al final de las escaleras y caminó lentamente a lo largo del borde del puente. Cerró lo que lo protegía de las gotas que seguían cayendo y no se dio cuenta cuando el agua comenzó a correr por su cabello hacia su cuello, el cual estaba tan frío que ya no mostraba pulso.
Una enorme calma se apoderó de él cuando llegó al centro del río, que estaba debajo de la mitad de ese puente. Cerró con fuerza el paraguas, lo apuntó al río y lo dejó caer... Pasaron unos segundos de caer antes de que fuera tragado por la corriente perceptible, que trajo consigo varios objetos desechados en muchos puntos de la ciudad. Ni siquiera el ruido de los autos que seguían pasando fue suficiente para que dejara de escuchar el contacto del objeto arrojado con el agua. El sonido lo hizo temblar y sintió una punzada de envidia por el agua que todo lo absorbía.
Abrió los brazos e inclinó la cabeza hacia atrás, sintiendo que la lluvia le lavaba el alma y lo liberaba de todas las aflicciones. No pudo evitar llorar. Fue entonces cuando sintió que sus pies estaban húmedos y fríos. Algo se presagiaba en ese momento. ¡Y sucedió lo absurdo!
*José Fabio Rodríguez Maciel tiene una maestría en derecho de la PUC-SP. Autor, entre otros libros, de Manual de Historia del Derecho (Saraiva Jur).
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