La narrativa como ilusión colectiva

Imagen: Lea Kelley
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por RENATO ORTIZ*

La “verdad” de un relato reside en su coherencia interna, su razón de ser no descansa en lo que le es ajeno.

Pocos conceptos pasan del ámbito académico al sentido común, al lenguaje cotidiano, generalmente es el movimiento contrario el que prevalece, los académicos luchan contra el sentido común, buscan escapar de la banalidad de las palabras sin las cuales no pueden expresarse. El caso del término “narrativa” es la excepción que confirma la regla: utilizado por críticos literarios y semiólogos, se ha apoderado de nuestra manera de hablar. Basta con mirar los discursos de los políticos, las declaraciones de los famosos en la prensa, los mensajes en las redes sociales, los artículos de los periodistas. Todo es narrativo.

Ejemplos: el consejo de ética de un club de fútbol presenta una denuncia por misoginia porque la “narrativa” presentada no era relevante para la institución; la película La leyenda del caballero verde es una “narrativa” que se remonta a la época de los Caballeros de la Mesa Redonda; una empresa de marketing te enseña a escribir “narrativas”; los políticos dicen que la “narrativa” de la vacuna ha generado un clima de odio; una activista del movimiento negro critica el silencio sobre las “narrativas” de las mujeres negras; una célebre actriz habla de la “narrativa” de sus rupturas. Los ejemplos podrían multiplicarse, pero atestiguan la polisemia de sentido de cada una de estas afirmaciones. Sin embargo, la pregunta sigue siendo: ¿qué significa todo esto? No hace mucho considerábamos al neoliberalismo y al comunismo como “ideologías”, hoy nos referimos a la “narrativa neoliberal” o la “narrativa comunista”. ¿De qué estamos hablando?

Una narración es una serie de hechos que constituye una historia, es una narración, un cuento. En lenguas latinas el mismo término, “cuento”, se aplica a diferentes situaciones: “contar una historia” o “contar la historia”. En el primer caso, lo importante es la trama, lo que se dice; en el segundo, lo que sucedió en el pasado (tarea de los historiadores). En inglés hay una distinción entre historia e historia; Las narraciones se crean a través de la narración, es decir, son cuentos. Su finalidad es narrar todo lo sucedido. La afirmación es tautológica, aunque expresiva: “todo lo que sucedió” significa “lo que se desarrolló dentro de una historia dada”.

La “verdad” de un relato reside en su coherencia interna, su razón de ser no descansa en lo que le es ajeno. En este sentido, difiere de la ideología. La ideología presupone la existencia de una “falsa conciencia” de quienes la comparten. Decir que la religión es una ideología implica considerar que tal perspectiva sería incapaz de aprehender la realidad en su totalidad (sería parcial); lo mismo ocurre cuando nos referimos a la ideología burguesa. Poco importa el contenido de estos enunciados (no se discute el papel de la religión o la clase social), lo relevante es que el adjetivo “ideológico” se refiere a una distorsión de la realidad. Para comprender el mundo que nos rodea, sería necesario liberarse de las falsas representaciones que nos aprisionan. Las ideologías funcionarían así como un velo que cubre la realidad.

Una narración no se define en relación con la realidad; ella “es”, la historia es autosuficiente. El ejemplo del terralismo plano es sugerente. Afirma: nuestros sentidos indican que la Tierra es plana; no vemos la curvatura del horizonte ni siquiera cuando estamos en un avión; los ríos y lagos están nivelados, deberían tener una curvatura si la Tierra fuera esférica. El planeta es un disco plano y redondo en el que el Polo Norte está en el centro y el borde está formado por hielo, la Antártida. Se pueden hacer dos críticas al respecto. El primero destaca el conocimiento acumulado por la ciencia en relación con el tema, en particular los viajes espaciales y la exploración de galaxias. Los astrónomos tienen una buena cantidad de conocimiento científico sobre el universo.

La segunda es de carácter histórico. Los historiadores nos muestran que la creencia en la idea de una Tierra plana es reciente. En la antigüedad, griegos y romanos entendieron que el planeta era redondo, la “ciencia” de la Edad Media y el Renacimiento compartían la misma certeza. Los mapas antiguos son un claro testimonio de ello. Fue solo a finales del siglo XVIII y principios del XIX que la idea de una Tierra plana se afianzó. Lo cual es irónico, porque sucede en el momento en que el pensamiento científico se afirma, la creencia se refuerza.

Sin embargo, la pertinencia de la crítica tropieza con un obstáculo: si el terraplanismo es narrativo, el principio de realidad es impertinente; su coherencia interna no puede ser contradicha por algo que le es extraño. Todavía se puede argumentar que la ciencia es también una narrativa, su relato no invalidaría los demás. Por lo tanto, estaríamos frente a una arena de narrativas en competencia, cada una con su propia verdad. En cierto modo, es esta falta de definición lo que contribuye al éxito y la conveniencia de usar el término. El mundo contemporáneo, particularmente con la llegada de internet y las redes sociales, alimenta una suerte de ilusión colectiva. Cualquier cosa, dicha con énfasis y pasión, se vuelve convincente.

Sin embargo, las narrativas no pueden contentarse solo con su coherencia interna, la “historia” contada debe seguir siendo persuasiva. La dimensión de la persuasión los sitúa así fuera de sí mismos. Hay una intención que debe realizarse con una audiencia específica (lectores de libros, oyentes de radio, televidentes). Lo que se dice debe encajar con él. Un ejemplo es el marketing político. Ante la guerra de versiones en relación a los hechos, es fundamental imponer una narrativa, es decir, construir una historia que la gente crea.

Otro ejemplo: el mercado. Un producto debe presentarse a través de una historia capaz de seducir al comprador. Los manuales de marketing son cuidadosos con esto, hay reglas específicas sobre cómo elaborar adecuadamente la historia comercial. En ambos casos no es tanto la realidad lo que importa; El objetivo es captar la atención de la gente. Los mensajes políticos no constituyen un análisis de la realidad, todo debe ser enunciado en un lenguaje sencillo y directo. Tampoco le convienen los intereses comerciales, el discurso debe rodearse de lazos afectivos y tematizar temas como el placer, la alegría, la felicidad, etc. Importa la creencia, el vínculo que se establece entre la historia y la gente.

Esto tiene implicaciones. Si el mundo es un escenario de narrativas disputadas más allá de lo convincente, es necesario considerar los intereses de quienes las enuncian. En el concurso de interpretaciones hay que afirmar la diferencia. Pero, ¿cómo marcar la distinción? Veamos algunos ejemplos: la solicitud de acusación del presidente Bolsonaro es una narrativa desde la izquierda; la narrativa de la periferia es una victimización de los pobres; la narrativa del éxito financiero aliena y esclaviza la mente; el skate y el surf son antídotos contra la narrativa bélica e individualista de la competencia; Bolsonaro perdió la narrativa de la vacuna; la inflación desmiente la narrativa del gobierno.

Todas estas afirmaciones se centran en el contrapunto del otro, nada dicen de sí mismas. Aparecen así como un argumento acusatorio. Para ello se recupera la idea de falso y verdadero, lo dicho sería una tergiversación (una mentira). Sin embargo, la falsedad de los enunciados se limita al otro y no a la verdad de quien los enuncia.

La situación nos recuerda los estudios del antropólogo Evans-Pritchard sobre los Azande (etnia de África Central). Nos enseña que en estas sociedades, la brujería es un sistema de creencias desencadenado por actos inconscientes como los celos, la envidia, la codicia, el odio, que provocan enfermedades y desgracias en las personas. Para combatirlo existe la magia, un conjunto de rituales capaces de controlar las desgracias. El problema se reduce, por tanto, a cómo identificar a los brujos; no son individuos concretos, no existe ninguna institución especializada en brujería.

Todo funciona a través de una creencia socialmente compartida: el acto acusatorio identifica las transgresiones y prescribe una cura, cada desgracia se percibe como resultado de un maleficio, correspondería a los magos erradicar el desorden. Las narraciones tienen algo de eso (pero sin los magos, que en las sociedades azande restablecen el orden). La creencia es omnipresente, está en todas partes, vive de su insoportable levedad de ser, pero es necesario circunscribirla en su falsedad, aunque la realidad haya pasado por alto su existencia.

* Renato Ortíz Es profesor del Departamento de Sociología de la Unicamp. Autor, entre otros libros, de El universo del lujo (Alameda).

Publicado originalmente en la revista SSuplemento Pernambucano.

 

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