por LEONARDO BOFF*
El significado que le damos a la muerte también representa el significado que le damos a la vida.
En la vida damos muchas vueltas. En el último, encontramos la muerte. Ella es la única certeza inexpugnable. Porque somos, por esencia, seres mortales. Estamos muriendo lentamente, cada segundo un poco, a plazos, hasta que terminemos de morir.
El significado que le damos a la muerte también representa el significado que le damos a la vida. Cada pueblo con su cultura interpreta la muerte a su manera. Quiero mencionar algunas opiniones que merecen mi consideración. Como cristiano empiezo por mí mismo, cómo entiendo la muerte.
No considero la muerte como el final de la vida. Morir es terminar de nacer. La vida va más allá de la muerte. Por eso mi libro sobre el tema no se titula: “La vida después de la muerte”, sino “Vida mas allá de la muerte”. La vida se estructura en dos líneas:
En uno, la vida empieza a nacer y nace con el tiempo, aprendiendo a caminar, a hablar, a pensar, a comunicarse y a autoconstruirse hasta acabar naciendo. Es el momento de la muerte. En el otro, la vida empieza a morir, en el mismo momento en que nace, porque el capital vital se va consumiendo lentamente a lo largo de los años hasta acabar muriendo.
En la intersección de las dos líneas –solo nacer y solo morir- hay un paso a otro nivel de vida que los cristianos llaman “resurrección”: es la vida que llega, en la muerte, a la plena realización de sus potencialidades y estalla dentro de Dios. Pero no de todos modos, porque somos imperfectos y pecadores. Pasaremos por la clínica de Dios en la que nos depuramos y maduramos hasta alcanzar nuestra plenitud. Es el juicio purificador. Otros lo llaman purgatorio, la antecámara del cielo y no del infierno.
En cualquier caso, no vivimos para morir, como decían los existencialistas. Morimos para resucitar como dicen los cristianos.
Hay una frase inspiradora de la gran figura cubana, José Martí, escritor, poeta, filósofo y luchador por la liberación de su país del yugo de un tirano. Para Martí “morir es cerrar los ojos para ver mejor”.
Cuando queremos concentrarnos y profundizar en nuestros pensamientos, naturalmente cerramos los ojos. Al morir, cerramos los ojos para ver mejor el corazón del universo, nuestro lugar dentro de él y la Realidad Última que hace que todo exista y persista.
Tengo un amigo de Uganda que trabaja en la radio vaticana, Filomeno Lopes, quien me describió la concepción de la muerte más extendida entre los africanos: “En África, cuando muere un anciano, no llora, sino que celebra el triunfo de la vida sobre muerte, porque la vida siguió su curso normal y pudimos cobrar la herencia antes de la muerte de nuestros padres. Por eso decimos que "nuestros muertos nunca se fueron". Simplemente dejan de estar con nosotros en la inmanencia de nuestra vida cotidiana, para “ser, morar en nosotros”. De esta manera, se establece entre nosotros y ellos esa profunda comunión, a veces más fuerte que cuando estaban físicamente entre nosotros. Esto nos permite llamarlos a la oración y pedirles que intercedan por nosotros en nuestras circunstancias vitales cotidianas, ya que somos la única razón por la que siguen presentes, vivos, en esta faz de la tierra. La vida humana, en efecto, no nace con vosotros, sino que renace siempre con vosotros. En este sentido, la vida misma es “filosofía”, en la medida en que nunca comienza una sola vez, sino que siempre se reinicia en cualquier momento, en cualquier espacio, tiempo o circunstancia histórica”.
Para la mayoría de nuestros pueblos originarios, la muerte es simplemente pasar al otro lado de la vida. Aquellos que han cruzado, especialmente los sabios y los ancianos, los visitan en sus sueños y los aconsejan. Acompaña a los que aún están de este lado. Son sólo invisibles pero nunca ausentes.
El presidente de Bolivia, Evo Morales Ayma, me dijo que él es indígena y vive la cultura de su pueblo: cuando se siente presionado por problemas políticos, de noche o de madrugada, se repliega en un rincón y con la cara hacia el suelo, consulta a los sabios y ancianos de su etnia. Entra en profunda comunión con ellos. Tiempo después, se levanta con las inspiraciones recibidas. La mente se aclaró.
Quiero homenajear a Sandra Mara Herzer que siendo niña se sintió niño. Vestido como un niño. Asumió el nombre de Anderson Herzer. Sufrió mucho en Febem, tenía una sensibilidad extrema queriendo ayudar a todos los enfermos que encontraba. Con pocas letras, escribió un libro conmovedor, promovido por Eduardo Suplicy Matarazzo, La caída a la cima. Habla de toda su vida y del sufrimiento que le causó su situación. Al final del libro publicó algunos poemas. Uno es impresionante con el título “Encontré lo que quería”. En este breve poema habla de la muerte: “Quise que el fuego me incinere / que sean las cenizas de los que hoy nacen. Quería morirme ahora, en ese momento,/ sola para volver a ser embrión, y nacer;/ sólo quería volver a nacer, para enseñarme a mí misma a vivir”. Esta belleza y esta generosidad no necesitan comentarios.
Finalmente, el testimonio de uno de los más grandes seres humanos nacidos en Occidente y del que podemos estar orgullosos: Francisco de Asís. Estableció un vínculo afectivo con todos los seres, llamándolos con el dulce nombre de hermano y hermana. En su cántico a todas las criaturas dice: "¡Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana muerte corporal, de la que ningún ser humano viviente puede escapar!" La muerte no es una “bruja” que viene a quitarnos la vida. Es la hermana querida quien nos abre la puerta a la eternidad feliz.
La muerte no es la última barrera. Ella es un puente que nos lleva del paso del espacio y el tiempo a la eternidad sin fin. La muerte es un invento de la vida para dar un salto y seguir viviendo más y mejor.
*leonardo boff Es teólogo, escritor y filósofo. Autor, entre otros libros, de Nuestra resurrección en la muerte (Voces).
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