por MARCOS AURÉLIO DA SILVA*
Con las negociaciones de paz ya en marcha, es el propio Occidente el que hace sonar los tambores de guerra, no sin una buena dosis de cinismo.
En Occidente, el análisis liberal ya ha comenzado a "especular" sobre las razones psicopatológicas de la invasión de Ucrania por parte de Vladimir Putin, como se puede ver en un video reciente del Limas – Rivista Italiana di Geopolitica. No será sorprendente que los medios corporativos brasileños utilicen el mismo argumento dentro de poco.
Es la forma de Occidente de ocultar sus propias responsabilidades, ante la expansión de la OTAN en Europa del Este a partir de la década de 1990 y el golpe de estado de Maidan Square en 2014, que derrocó al presidente prorruso Viktor Janukovic y revivió los escuadrones nazifascistas ucranianos, parcialmente integrados en la ejército del país (como el Batallón Azov, en acción en la región de Donbass).
No es el caso extraer de aquí una canonización de Vladimir Putin, como si él, en lugar de un seguidor del tradicionalismo conservador de Alexandr Dugin, en una de las tantas variantes del bonapartismo que marca la actual crisis orgánica del capitalismo.[ 1 ] −, fue el máximo representante del bolchevismo, como parece pensar cierta izquierda en su corazón. Quien en algunos círculos incluso cambia la doctrina de Lenin por la de Oswald Spengler.
Incluso China, el aliado estratégico de Rusia en la redefinición en curso de la geoeconomía y la geopolítica mundiales, no suscribió la decisión de Putin de pasar de la guerra fría a la guerra caliente. Esto es lo que se puede concluir de las declaraciones realizadas por el ministro de Relaciones Exteriores, Wang Yi, quien, sin embargo, consideró inaceptables la expansión de la OTAN y las sanciones occidentales contra Rusia. Es como si Rusia se hubiera embarcado en una inversión inadvertida de la máxima de Clausewitz.
Las quejas de Putin son, sin embargo, más que justas. Son una reacción al régimen de “acumulación primitiva” que el imperialismo, bajo el mando planetario de EE.UU., “recreado” en Europa del Este tras la caída del “socialismo real”, marcada por la privatización generalizada, la superexplotación del trabajo y la militarización.
Son estas quejas las que Occidente quiere encubrir con la tesis de la “desviación psicopatológica”. Una forma de no hablar de correlación de fuerzas y luchas de clases, como apuntaba Gramsci en su crítica al positivismo reaccionario de la antropología médica de Lombroso, con su clara dimensión territorial, producto de las relaciones imperialistas.
Y sin embargo, parecen haber sido precisamente estas correlaciones de fuerzas que Vladimir Putin, si siguió el marxismo como lo hacen los chinos −lo que no debe confundirse con la “filosofía del acto puro”, la “praxis pura” gentiliana−, hubiera evaluado mejor antes abandonar el terreno de la diplomacia, o de la política propiamente dicha, para entrar en el de la guerra de movimientos como si ya fuera “toda la guerra”.
Es, en rigor, el terreno de la hegemonía, del consenso que anula la coacción (sin eliminarla por completo, ni transformarla en autocoacción). Un cambio de gran alcance en la correlación de fuerzas que condiciona la política del mundo posterior a 1848. Y que, al menos desde el último Engels −por no hablar de Lenin, Gramsci y Togliatti, grandes teóricos de la hegemonía−, el marxismo ha sabido levantar como uno de sus pilares.
A pocos días del inicio de la campaña rusa, hay, sin embargo, un hecho objetivo sobre el que nadie puede quedarse callado. Con las negociaciones ya en marcha, es Occidente mismo, tan paralizado por los regímenes bonapartistas como el de Putin, incluido el país líder del imperialismo.[ 2 ] − que sigue, no sin una buena dosis de cinismo, tocando los tambores de guerra mientras habla de paz, envía armas a Ucrania y lanza una campaña de odio irracional contra Rusia.
Tenía razón Milton Santos cuando decía hace veinte años que era característica de la “perversidad sistémica” de la globalización –en sí misma “un período y una crisis”–, fundada entre otros en la “tiranía de la información”, “males espirituales y morales como egoísmos, cinismos, (y) corrupción”.[ 3 ]
* Marcos Aurelio da Silva es profesor en el Departamento de Geociencias UFSC.
Notas
[1] Para la definición de bonapartismo me baso en Losurdo, quien lo asocia a “una sociedad atomizada y amorfa”, presuponiendo “el poder personal” y el “carisma personal del líder”, que “se proclama por encima de todos los partidos y clases”, así como –cosa muy importante– contextos políticos donde la “praxis” es “una clara antítesis de la teoría” y los teóricos son vistos como “simples doctrinarios aferrados a ideas, construcciones sistemáticas o, incluso, a 'cuestiones metafísicas'” . Véase Losurdo, D. Democracia o bonapartismo: triunfo y decadencia del sufragio universal. RJ: Editora de la UFRJ; SP: Editora da Unesp, 2004, p. 197-8.
[2] Sobre la amplia difusión de los regímenes bonapartistas que marca la crisis del capitalismo actual, seguimos el capítulo 4 del libro de Stefano G. Azzarà, Adiós a la posmodernidad. Populismo y hegemonía en la crisis de la democracia moderna, actualmente publicado por Insular basado en nuestra traducción.
[3]Santos, M. Por otra globalización. Del pensamiento único a la conciencia universal. RJ/SP: Acta, 2009, pág. 15, 20 y 33-4.