por JALDES MENESES*
Se percibe que la guerra en Afganistán destapó una herida narcisista grave en el “poder estadounidense” seguro de sí mismo
"Miles estaban mirando, nadie vio nada" (Bob Dylan, asesinato más asqueroso).
"Donde quien hace la curva / El culo del mundo, este lugar nuestro” (Caetano Veloso, el culo del mundo).
En 1989, bajo el impacto de los acontecimientos de la caída del Muro de Berlín, un oscuro investigador sénior del Departamento de Estado de EE. UU., Francis Fukuyama, un neoconservador carné (luego buscó otras vías), decretó – en una conferencia en el Universidad de Chicago – y publicado en El Interés Nacional - El fin de la historia. El politólogo se inspiró en textos entregados durante décadas a la crítica benévola y a las ratas especializadas en las bellas antigüedades de Hegel, Kójeve y Weber. Fukuyama afirmó que la democracia liberal culminó el desarrollo político de la historia humana. El “fin del comunismo” no significó el “fin de una ideología”, sino el fin de la inmensidad de la “historia como tal”. Aparentemente era una teoría de celebración. Nada más falso.
Pocos notaron otra capa de triste incertidumbre en su teoría. Había en él un subtexto de universalismo, paradójicamente relativo y limitado, a tener en cuenta: la victoria liberal sobre el socialismo en la versión soviética resolvió la cuestión de la historia. Sin embargo, persistió el tema del margen, la extrañeza en reconocer al otro, la escoria que habita el mundo, pueblos no integrados a la soberbia cultura política histórica dominante en Occidente. Rousseau escribió que Maquiavelo era un ironista (o un sátiro) – pretendiendo dar lecciones a la práctica política de los reyes absolutistas, se las dio, grandes, al pueblo. Siempre sospeché, no estoy seguro, que Fukuyama es más bien un ironista. En cualquier caso, si su intención no era irónica, ironista ha sido la propia historia.
Poco después del “fin de la historia”, Estados Unidos emprendió, para sorpresa de muchos y con el apoyo servil del Consejo de Seguridad de la ONU, la primera Guerra de Irak, con el objetivo de derrocar el poder regional de Saddam Hussein, un antiguo aliado en Irak. Guerra. Aparte del crudo teatro de la guerra en el desierto, esa guerra se vendía, en la propaganda estadounidense, como una guerra limpia, aséptica, de supremacía tecnológica absoluta, que coincidía en afinidad electiva con la teoría del fin de la historia. Pero quedaba la pregunta: ¿por qué Saddam Hussein no fue destronado, a pesar de que las tropas aliadas estaban a las puertas de Bagdad? Un nuevo personaje sorprendente ha entrado en escena: el pueblo chiíta del sur de Irak. Masacraron a los chiítas sin piedad. Para frustración de la chica. Schwarzkopf, ansioso por conmemorar el mayor logro militar de su carrera, George Bush padre detuvo la ofensiva final. Saddam Hussein sobrevivió diez años. La estrategia se convirtió en la clave: del “fin de la historia” al “choque de civilizaciones”, cuya contraseña intelectual fue el famoso artículo publicado por otro intelectual orgánico, Samuel Huntington, en 1993.
El choque de civilizaciones se hizo creíble en el ataque a las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001. Eric Hobsbawm escribió, anunciando las trompetas de un “nuevo siglo”: “Un quiebre drástico e innegable en la historia del mundo. Probablemente ningún otro evento inesperado en la historia del mundo ha sido sentido directamente por más seres humanos”. El mismo Fukuyama aclaró la cuestión del “margen”, de los “pueblos sin historia”, formulando –él y una plétora de otros autores–, la cuestión de la existencia de los llamados “Estados fallidos”, en los que se destacaban tres países : Somalia y… Afganistán.
Os 20 anos de guerra do Afeganistão – a mais longa intervenção externa dos Estados Unidos no “fim do mundo” –, bem como os humilhantes episódios recentes de desmobilização das tropas de ocupação em Cabul cumpriram-se como a guerra do “fim da história no fin del mundo". Deduciendo del semblante consternado del presidente Joe Biden en las recientes apariciones públicas, está claro que el evento descubrió una herida narcisista grave en el "poder estadounidense" seguro de sí mismo.
En el pasado, eruditas autoridades -la última vez en la crisis económica de 2008- vaticinaron la decadencia del Imperio. No pasó. Ahora, además de la humillación de Afganistán, la situación impone los desafíos combinados de los tres grandes jinetes del apocalipsis: 1) la continuidad de los efectos de la crisis de 2008; 2) el surgimiento de China y; 3) la pandemia del coronavirus. En cualquier caso, si el imperio sobrevive, la dominación geopolítica de espectro completo a escala de todo el planeta, desde los mares del Atlántico hasta el corazón euroasiática (región estratégica en la que se inserta Afganistán), que hoy predomina, parece, finalmente, entrar en una irremediable zona de sombras.
Una vez más, los fantasmas de la guerra de Vietnam se repetían, la arrogancia del poder era derrotada por una guerra heroica y asimétrica entre campesinos, Viet Cong y talibanes. Sea cual sea el resultado de la lucha (gobierno nacional-teocrático talibán y fuerzas aliadas o guerra civil desbocada), los acontecimientos en Kabul (miles de personas desesperadas en el aeropuerto, buscando un asiento en el suelo de la balsa salvavidas de un avión abarrotado) ya son extraordinarios. Denotan un proceso de reconfiguración geopolítica de arriba abajo en Asia Central y Medio Oriente, un guijarro en el estanque con resonancias en todo el planeta.
El año pasado, en plena pandemia del coronavirus, la historiadora y antropóloga Lilia Schwarcz retomó la periodización de Hobsbawm y, a partir de ella, enunció una rectificación. Tras el fin del siglo viejo y el comienzo del nuevo, enunciado por Hobsbawm (URSS y Torres Gemelas), pinta en este fresco un tercer nuevo comienzo: “El siglo XXI recién comienza después de la pandemia”. Según el intelectual, la autoimagen del siglo XX, por regla general, ha sido pintada como la de “un mundo sin barreras que funciona en red” – una época de alta tecnología… pero… de repente… un microorganismo… logró para detener grandes imperios como Estados Unidos, Europa, China e incluso pequeños pueblos”. En apoyo de otras consideraciones de Hobsbawm, esta vez sobre el “largo siglo XIX”, Lilia afirma que el antepenúltimo (XIX) “pensaba que todo tipo de invento, por sí solo, liberaría a la gente”. Por esta razón, el anteúltimo siglo terminó solo con el trauma de la carnicería de la Primera Guerra Mundial. La severidad de la guerra hizo pedazos la principal representación del siglo XIX de sí mismo: el ideal burgués de progreso.
Vale la pena aprovechar la perspicacia de Lilia y pensar en las preguntas. Curiosamente, el breve video de la antropóloga -quizás por la presión del tiempo o la tiranía del montaje- lamentablemente no logra profundizar por qué la autoimagen del mundo contemporáneo como “un mundo sin barreras que funciona en red” es poco o nada diferente de la autoimagen optimista del siglo XIX. Esta autoimagen es insistentemente igual porque se basa en el parámetro único de la evolución técnica. En el fondo, la autoimagen descrita por el antropólogo, menos que la del olvidado siglo XX, refleja en realidad la de los recientes 1990, es decir, la época dorada de las escuelas dispares pero convergentes de la “globalización”, el “neoliberalismo” , clintonismo, “obamismo”, “tucanismo”, “neoconservadurismo” liberal, la “tercera vía” de Tony Blair y Anthony Giddens, la “sociedad red” de Manuel Castells, la “posmodernidad”, etc. No es de extrañar que la década de 1990 hiciera pintura, por segunda vez, como en los albores del siglo XX: una Belle Époque sonriente y extemporánea.
De paso, y continuando exponiendo el tema de los hitos de la historia en el tiempo, la pandemia amalgama a la historia los distintos temas del “margen”, y la edad del Antropoceno. El gran historiador Fernand Braudel, en el primer volumen de Civilización material (las estructuras de la vida cotidiana), postula la existencia, en los siglos XV-XVIII, de un “antiguo régimen biológico”, que murió entre el mercantilismo y la gran industria. Quizás sea hora de postular más explícitamente en términos históricos el surgimiento de un “nuevo régimen biológico”, que ha sido trágico o benéfico, según el curso de la acción humana. En cierta medida, la gran pandemia mundial del siglo XX, la gripe española, quedó en el olvido de la memoria (aunque, evidentemente, nunca ha sido olvidada por los especialistas en Medicina Social), tanto que no se convirtió en un hito para la periodización historiográfica del siglo pasado. Una de las posibles definiciones es que el siglo XX fue el siglo de la pandemia olvidada. Una de las razones para olvidar, quizás sea –para no cambiar– que los españoles segaron a mucha más gente en los márgenes que en el centro. En ese momento, más de 30 millones de personas murieron solo en India. Así, el traslado de la historia del centro al margen, del fin de la historia al fin del mundo, del centro al margen, tal vez permita (esto es solo un atisbo por mi parte) que los tiempos historiográficos sean más integrado, en términos de historicismo absoluto, sociedad y naturaleza.
Las imágenes no caen de los manzanos por gravedad. Significan construcción. Ambas autoimágenes dominantes tanto del “largo siglo XIX” como del “nuevo siglo XXI” están ligadas a bolas de hierro celebratorias de determinismos tecnológicos color de rosa, cuñas de teorías como el “fin de la historia” y el miedo al “choque de civilizaciones”. ”. ”. El trasfondo de la narrativa ideológica es el elogio de un salto de evolución capitalista ciega –por lo tanto, impulsada por el mercado y un estado vigilante nocturno spenceriano–, que conduce a una evolución planificada y no planificada de las fuerzas productivas. En el siglo XIX, el poder de la imaginación vino de los caminos sinuosos del tren; en la época contemporánea, hasta hace poco tiempo, la imaginación dominante provenía de los intercambios “en la aldea global de las sociedades en red”. Todo color de rosa y falso. “Miles miraban y nadie vio nada”, cantaba el genial bardo Bob Dylan.
*Jaldés Meneses Es profesor del Departamento de Historia de la UFPB..