por ELEUTÉRIO FS PRADO*
Hay algo perverso en las fantasías de los economistas
La ciencia de la economía nació bajo el nombre de Economía Política; Así lo llamaron los economistas clásicos. Sin embargo, en el último cuarto del siglo XIX, los economistas neoclásicos cambiaron su nombre por el de Economía simplemente para señalar que tenía leyes que la política debía respetar. Si los economistas clásicos entendían sin vergüenza esta ciencia como una ciencia social, histórica y política, los innovadores del siglo XIX, ahora acosados por las luchas de clases que se desarrollaban en la sociedad, comenzaron a considerarla como una ciencia positiva o como una ciencia matemática, transhistórico, similar a la mecánica clásica.
Recientemente, Franco Beraldi, mostrando una falta de aprecio por el discurso de los economistas, afirmó categóricamente que la economía no es una ciencia, sino una religión, un culto a un dios terrenal, aunque muy metafísico. Adelantó, en este sentido, que los economistas no deben ser considerados científicos, sino sólo sacerdotes de una secta que reza por el fetiche “mercado” y que abandonó hace tiempo sus orígenes ilustrados para emprender el camino de una apenas aparente, en gran parte desconcertante. cientificidad
¿Qué pasó entonces con esta “ciencia” en los últimos siglos? En un intento por comprender su desgracia, se retoma aquí su historia desde el último cuarto del siglo XVIII hasta la actualidad. He aquí, poco a poco, fue dejando terreno seguro para elevarse en alas de las fantasías, que son máquinas que pretenden transformar el goce insatisfecho del calamitoso estado del mundo en el placer que brindan las idealizaciones matemáticas.
Adam Smith se preocupó por explicar la riqueza de las naciones; para él, su fuente era el trabajo, la división del trabajo, el aumento de la productividad del trabajo proporcionado por las mejoras en las formas de trabajo y por las nuevas tecnologías de producción. Y muestra que le gustaría que esa riqueza creciente llegara también a los trabajadores en general: “es la gran multiplicación de las producciones de todos los oficios –multiplicación resultante de la división del trabajo– la que genera, en una sociedad bien dirigida , esa riqueza universal que se extiende hasta las capas más bajas del pueblo”.
David Ricardo, que escribió a principios del siglo XIX, no parece haberse preocupado por la pobreza que abunda en la sociedad. Como es bien sabido, buscó determinar las leyes que regulan la distribución del ingreso entre las clases sociales, entre trabajadores, capitalistas y terratenientes, pero su preocupación se refería a las ganancias a largo plazo de los capitalistas. Pues pensaba que “la tendencia de las ganancias… era a disminuir”. Temía, por tanto, que la llegada del estado estacionario eliminaría toda motivación para invertir: “nadie acumula sino con el objetivo de hacer productiva la acumulación”. La ganancia, como dijo más tarde Marx sin añadir nada sobre este punto, es el aguijón de la producción capitalista.
John Stuart Mill, a mediados del siglo XIX, saludó la posible llegada del estado estacionario como el advenimiento de la civilización, de la superación de una etapa primitiva en la que aún rodaba el carro de la sociedad inglesa de su época. Como los ecologistas actuales, ya condenaba la insaciabilidad del hombre económico racional que es, como sabemos, una figuración del sostén de la relación capital.
“Confieso”, dijo, “que no estoy encantado con el ideal de vida que defienden quienes piensan que el estado normal del ser humano es el de luchar siempre por progresar desde el punto de vista económico, quienes piensan que pisotearla y pisar a los demás, ese codazo… es el destino más deseable de la especie humana”.
En el último tercio del siglo XIX aparece Alfred Marshall y, con él y otros, surge la teoría neoclásica. La economía (¡sic!) tiene una ventaja -dice- en relación a los otros campos de las ciencias sociales porque “da la oportunidad de aplicar métodos más precisos”. Porque, en este campo, los motivos humanos pueden medirse y expresarse en dinero y el ser humano puede entenderse como una máquina que puede describirse con multiplicadores de Lagrange.
Sin embargo, también se esmera, además de los apéndices en los que vierte las matemáticas, en desentrañar sentimentalismos sobre las bárbaras condiciones en que viven los trabajadores: “los llamados escoria de nuestras grandes ciudades tienen pocas oportunidades de amistad; nada saben de decoro y paz; y muy poco incluso de la unidad de la vida familiar; la religión no les alcanza”. En todo caso, ¡este autor aún encontraba motivos para quejarse de la “poca atención que la Economía presta al bienestar superior del hombre”!
El advenimiento del socialismo en Rusia, la gran crisis de 1929 y la depresión de la década de 1930 después de la Primera Guerra Mundial, el ascenso del fascismo en Europa, produjo un economista realista: John Maynard Keynes: “los principales defectos de la sociedad económica en la que vivimos vive” – dijo en su teoría general – “son su incapacidad para proporcionar pleno empleo y su distribución arbitraria y desigual de la riqueza y los ingresos”.
Su diagnóstico de la enfermedad del sistema económico fue que era lento debido a la tendencia de los ricos a ahorrar en exceso. Así, llegó a la conclusión de que “las medidas de redistribución de la renta para aumentar la propensión al consumo pueden ser muy favorables al crecimiento del capital”. Se consoló frente a un mundo en crisis asumiendo que la tasa de ganancia caería a largo plazo y que, entonces, ocurriría la “eutanasia del poder acumulativo de la opresión capitalista en la explotación del valor de escasez del capital”.
Después de la Segunda Guerra Mundial, el espíritu científico -e incluso moderadamente crítico- que había impulsado la economía política clásica, y que ya se había desvanecido en el último tercio del siglo XIX, murió por completo. La teoría económica adopta entonces el método walrasiano como su herramienta y fundamento principal. Se convierte así en un mero instrumento de gobernanza del capitalismo, es decir, en una automatización teórica que pretende reparar y mantener los automatismos del sistema económico, automatizando así, en la medida de lo posible, la propia existencia social.
León Walras, aún a fines del siglo XIX, promovió una ruptura radical con la economía política clásica: si esta última pensaba el sistema económico como una autoorganización, como un proceso que contiene cierta anarquía y leyes de movimiento turbulento, este francés economista lo concibe como un sistema de equilibrio general. De esta forma, se sumerge de lleno en la metafísica de las ideas puras, se inspira en la “filosofía platónica” y construye una representación imaginaria de la economía real existente. “Es una verdad esclarecida hace mucho tiempo por la filosofía platónica” – afirma – “que la ciencia no estudia los cuerpos, sino los hechos [ideales] de los cuales los cuerpos son el teatro”.
Angustia ante un mundo que genera crisis y auges, luchas desenfrenadas por la supervivencia, pobreza vergonzosa y riqueza escandalosa, llevaron al ingeniero de profesión -pero también soñador socialista- a la represión de la realidad ya la fantasía teórica. Fundó, entonces, la economía política pura que, según él, “es una ciencia en todo semejante a las ciencias físico-matemáticas”. Esta teoría es muy similar a la mecánica; emplea "el método matemático [que] no es el método experimental, sino el método racional".
Walras, sin embargo, seguramente no imaginó que su giro metodológico sería utilizado unos ochenta años después para sustentar nada más que modelos pseudo-representativos, teorizaciones que apuntan exclusivamente a promover la gobernabilidad del capitalismo. El método adoptado por él, mientras reprime la anarquía del sistema, permite a los economistas convertirse en ingenieros sociales “muy, muy competentes”.
¿Cómo funcionan estos modelos en la práctica de los economistas? Crean una imagen de un sistema económico ideal que funcionaría de manera óptima si no fuera por las imperfecciones aún existentes de las instituciones y los individuos. Además, educan en el sentido de que es necesario pensar con nociones como crecimiento, competencia perfecta, optimización, eficiencia, etc. Como resultado de la fantasía creada, como señala Berardi, tienden a “considerar que la realidad social está fuera de orden cuando ya no corresponde a tales criterios”.
Todas sus acciones se orientan entonces a reformar el sistema de manera que sea más favorable a los capitalistas y sus inversiones bajo la mentira constante de que las reformas anteriores no fueron suficientes. Además, al convertirse ahora en seres imbuidos de la racionalidad neoliberal, también se han convertido en defensores impenitentes de que los trabajadores deben transformarse en capital humano, en empresas propias.
Ahora bien, hoy el capitalismo ya no es sinónimo de progreso y de un futuro mejor para muchos, aunque no para todos: la caída secular de la tasa de ganancia no produjo un estado estable en el que la civilización comenzara a prosperar, sino que generó un sistema en el que proceso de estancamiento que crece a través de pequeños baches y que va extendiendo cada vez más el estado de barbarie. En consecuencia, los economistas se han convertido en defensores de continuas reformas obscenas, siempre insuficientes, que implícitamente apuntan a reducir los salarios reales (directos e indirectos), es decir, a empeorar las condiciones de vida de los trabajadores, en un intento por recuperar la tasa de ganancia.
Por eso escribe Franco Berardi: “Pero los economistas no son sabios. Ni siquiera deberían ser considerados científicos. Al denunciar el mal comportamiento de la sociedad, al exigir que nos arrepintamos de nuestras deudas, al atribuir a nuestros pecados la amenaza de la inflación y la miseria, al idolatrar los dogmas del crecimiento y la competencia, los economistas se parecen mucho más a los sacerdotes. De un culto diabólico, se podría añadir, de un culto que llevará a la humanidad a la asfixia, a la extinción.
* Eleutério FS Prado es profesor titular y titular del Departamento de Economía de la FEA/USP. Autor, entre otros libros, de Exceso de valor: crítica de la post-gran industria (Chamán).