El bosque de cristal

David Austen, Dos árboles, 2004
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por EDUARDO VIVEIROS DE CASTRO*

Extracto del libro recién publicado

Ningún pueblo es una isla

Hace unos meses, los sentineleses, habitantes de la isla homónima (North Sentinel Island) del archipiélago de Andamán y Nicobar, mató a un misionero estadounidense disfrazado de turista que intentaba forzar el contacto con ellos. Este acto de autodefensa puso de relieve mundial la actualidad de una cuestión que concierne a la idea misma de “actualidad”: ¿cuál es el futuro de los llamados pueblos primitivos –es decir, supuestamente “aactuales”– que viven aislados en lugares de difícil acceso, rechazando cualquier comunicación con otros pueblos mientras puedan?

Según la organización Survival InternationalLa Amazonia brasileña es la región del planeta con mayor número de comunidades nativas clasificadas como aisladas. Hoy en Brasil, como en otros países de la región amazónica, hay una creciente proliferación de informes e imágenes que dan cuenta de pueblos indígenas en una situación similar a la de los sentineleses. La Fundación Nacional Indígena tiene 114 registros, 28 de los cuales ya han sido confirmados; La mayoría se concentran en regiones fronterizas con otros países amazónicos. Prácticamente todos estos pueblos se encuentran en lo que oficialmente se llama “aislamiento voluntario”: lejos de ignorar la existencia de otras sociedades, rechazan cualquier interacción sustancial con ellas, especialmente con los “blancos”, palabra usada por los indígenas y los blancos en Brasil para designar a los representantes directos o indirectos de este Estado-nación que ejerce soberanía sobre los territorios indígenas.

El aislamiento de los sentineleses en su isla puede verse como un modelo reducido de otro conjunto de islas, lejanas en el Océano Índico; un archipiélago ya no geográfico, sino antropológico, formado por islas humanas. El lector puede imaginar la América precolombina como un inmenso, diverso y complejo continente multiétnico que de repente fue invadido por el océano europeo. La expansión moderna de Europa sería análoga, en términos de la historia de las civilizaciones, al aumento del nivel de los océanos del planeta que hoy nos amenaza.

Después de cinco siglos de creciente inmersión del antiguo continente antropológico, sólo unas pocas islas de humanidad aborigen permanecen sobre la superficie. Estos pueblos supervivientes llegaron a formar una auténtica Polinesia, en el sentido etimológico del término: una capa de islas étnicas dispersas, separadas entre sí por enormes extensiones de un océano bastante homogéneo en su composición política, económica y cultural (Estado nación, capitalismo y cristianismo). Todas estas islas han sufrido violentos procesos de erosión a lo largo de los siglos, perdiéndose muchas de las condiciones propicias para una vida cultural plena.

Y ahora todas las islas siguen menguando, mientras el nivel del mar sube cada vez más rápidamente… En el Amazonas, donde el océano “blanco” todavía es relativamente poco profundo, hoy estamos asistiendo a un tsunami devastador. Incluso las raras islas grandes –las tierras indígenas del Río Negro, el Territorio Indígena Yanomami, el Territorio Indígena del Valle del Javari, el Parque Indígena Xingu– están bajo amenaza de inundaciones.

La imagen del archipiélago sugiere que todos los pueblos indígenas de América deberían ser considerados “aislados”. Aislados unos de otros, por supuesto; pero también aislados o separados de sí mismos, hasta el punto de que la gran mayoría de ellos perdió su autonomía política y vio severamente sacudidos los fundamentos cosmológicos de su economía. Estos pueblos se encuentran pues en una situación de “aislamiento involuntario”, incluso allí, lo que no es nada excepcional, donde su contacto inicial con los blancos fue más o menos voluntario.

Porque fue la ocupación extranjera y la despoblación de la América indígena lo que creó el archipiélago: al abrir vastos desiertos demográficos (epidemias, masacres, esclavización), desgarraron las redes interétnicas preexistentes hasta una ruptura casi completa, aislando sus componentes; y por el secuestro de los múltiples nodos de estas redes y su confinamiento en aldeas misioneras, luego en territorios “protegidos”, es decir, rodeados y acosados ​​por los blancos por todos lados.

La invasión europea interrumpió así una dinámica indígena altamente relativista –caracterizada por la permeabilidad “cromática” y la labilidad de las identidades colectivas–, congelando Estados históricamente contingentes del flujo sociopolítico continental a través de la fijación territorial y la esencialización etnonímica de los colectivos sobrevivientes, transformados, a partir de entonces –desde el punto de vista de los Estados invasores– en entidades de una ontología administrativa rígidamente “diatónica”.

Los pueblos en aislamiento voluntario son aquellos que han elegido, en la medida en que la historia lo ha permitido, el aislamiento objetivo en lugar del aislamiento subjetivo, que es la separación de uno mismo creada por el contacto y la consiguiente necesidad de componerse políticamente con otra forma de civilización, organizada según principios incompatibles con los que rigen las civilizaciones nativas. Dicho esto, la naturaleza voluntaria del aislamiento tiene poco que ver con la espontaneidad. Como señala el documento de la Organización del Tratado de Cooperación Amazónica sobre el tema, “[Es] obvio que, en la gran mayoría de los casos, no se trata realmente de un caso de aislamiento ‘voluntario’, considerando la extrema vulnerabilidad de estas poblaciones rodeadas de explotadores de recursos naturales, lo que hace de su ‘aislamiento voluntario’ una estrategia de supervivencia”.

Recíprocamente, como ya hemos mencionado, los grupos que entraron en contacto con el mundo de los blancos a menudo lo hicieron por iniciativa propia, impulsados ​​ya sea por el deseo de obtener herramientas y otros bienes, ya sea por la necesidad de protegerse de los ataques enemigos, o, más generalmente, por un característico impulso “antropofágico” de captura simbólica de la alteridad –un impulso que apunta, al mismo tiempo, a una transformación de uno mismo a través de esta alteridad (ya que se incorpora como tal).

Gestionar y controlar dicha transformación, cuando la otredad que se pretendía capturar resulta estar dotada de formidables poderes de contracaptura de naturaleza completamente distinta (ya que poderes de abolición de la otredad), he aquí el problema en el que está en juego el futuro de los pueblos originarios del continente. Que se trata de un problema complejo y, en suma, peligroso, lo demuestra mejor nada que la posibilidad siempre inminente de sobredeterminación del impulso original de capturar la otredad por parte de los poderes asimétricos de la contracaptura identificadora. Esto es algo que se puede observar, por ejemplo, entre los Waiwai de la región de Guayana, quienes, después de ser convertidos por misioneros protestantes de los EE.UU., comenzaron a realizar expediciones de catequesis en busca de grupos en aislamiento voluntario, redefiniéndose y refundándose como pueblo a partir de la conversión de estos grupos.

Con el asalto del capitalismo depredador a las zonas más remotas de la Amazonia (y otras partes del planeta), el número de “nuevos” pueblos continúa aumentando. Esta creciente aparición de grupos aislados –con su consecuente y siempre traumática ruptura del aislamiento, eufemísticamente llamada “contacto”– se debe a la intensa presión que los gobiernos nacionales y las empresas transnacionales vienen ejerciendo sobre sus territorios, bajo la forma de megaproyectos de infraestructura (que incentivan el acaparamiento de tierras, la ganadería extensiva y los monocultivos industriales, y la tala ilegal) y de grandes empresas extractivas (petróleo y minería).

La presente década marca lo que parece ser el cierre del asedio a los pueblos indígenas de la selva tropical más grande del mundo, ahora transformada en la “última frontera” de la acumulación primitiva de capital y punto caliente de devastación ambiental. Más aún porque, después de un período relativamente largo en el que las políticas indígenas de varios países amazónicos –en contradicción con otras políticas públicas de esos mismos países– se guiaron por el respeto a los grupos en aislamiento voluntario, las amenazas a todos los pueblos indígenas (aislados o no) creadas por el “desarrollo” ahora se están consolidando en iniciativas estatales abiertamente etnocidas.

Este es especialmente el caso de Brasil, donde el gobierno de extrema derecha que acaba de llegar al poder no perdió tiempo en comenzar a desmantelar la maquinaria legislativa y administrativa destinada a proteger el medio ambiente y defender a las poblaciones tradicionales, anulando, entre otras violaciones de los derechos de estas poblaciones, la política de no contacto con los pueblos aislados (monitoreo remoto, demarcación de territorios protegidos), vigente desde 1987. El nuevo gobierno está enteramente (este adverbio lo distingue de los gobiernos anteriores) al servicio de los intereses del gran capital financiero, extractivo y agroindustrial, por un lado, y de fuertes vestíbulo evangélicos fundamentalistas, por otro; En conjunto, estos intereses –el del neoliberalismo económico y el del oscurantismo ideológico– controlan el parlamento y ocupan posiciones claves en el poder ejecutivo.

El gran capital codicia las tierras indígenas con el objetivo de expandir la extracción minera y el agronegocio, en un contexto de creciente privatización de tierras públicas. EL vestíbulo Los evangélicos codician las almas indígenas, pretendiendo destruir la relación de inmanencia entre humanos y no humanos, pueblo y territorio –una inmanencia que constituye las formas de vida indígenas–, para universalizar la figura heterónoma del ciudadano-consumidor “brasileño”, dócil al Estado y subordinado al capital. Este colonialismo espiritual es un accesorio del proceso de expropiación territorial, pero es sobre todo un arma estratégica en la guerra que libra el Estado contra toda “forma libre” de vida.

*Eduardo Viveiros de Castro es profesor de antropología en el Museo Nacional de la UFRJ. Autor, entre otros libros, de Inconstancias del alma salvaje (Ubu).

referencia


Eduardo Viveiros de Castro. El bosque de cristal: ensayos de antropología. São Paulo, ediciones n-1, 2025, 360 páginas. [https://amzn.to/3FA4j2m]

El lanzamiento en São Paulo será este sábado 15 de marzo, a las 03h, en la Sala del Conservatorio de la Praça das Artes – Av. São João 14.


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