El discurso (in)crédulo

Victor Pasmore, Los Jardines Colgantes de Hammersmith, No. 1, 1944-7
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por JEAN PIERRE CHAUVIN*

Antes de embarcarse en discusiones inútiles y conflictos agotadores, es bueno conocer mejor las premisas utilizadas por la persona que tenemos delante y al lado.

“Creo en el milagro que no llega. Creo en los hombres buenos” (Camisa de Venus, el adventista).
“Capital de la esperanza\ Alas y hachas de Brasil\ Lejos del mar, de la contaminación,\ Otro fin que nadie previó\ Brasilia” (Plebe Rude, El hormigón se ha agrietado.).

Si no me equivoco, podríamos basar las relaciones humanas en un sistema de creencias más o menos estable. Uno cree o no cree en Dios. Cree, o no, en los políticos. Se atribuye mayor o menor bondad a las personas. Las creencias en el amor se alimentan. La confianza se deposita en los miembros de la familia. El crédito máximo se otorga o se retira del gerente del banco...

Recordando estos ejemplos de (in)credulidad, suena aún más inconcebible que ambos se peleen por pequeñeces, conscientes de un montón de revoluciones; dos guerras mundiales; y decenas de invasiones periódicas, tomadas por potencias con vocación imperialista.

En mayor o menor medida, los creyentes o incrédulos rara vez cambian de opinión ante las cosas en las que (des)creen, porque la creencia se sustenta en convicciones, es decir, juicios previos. Precisamente por eso, antes de embarcarse en discusiones inútiles y conflictos agotadores, sería bueno comprender mejor las premisas que utiliza la persona que tenemos delante y al lado. Después de todo, ciertas concepciones del mundo resultan de la conjugación de la estricta jerarquía familiar; la ideología del éxito propagada en la escuela; de la visión que adoptan las personas que asisten al club, al grupo de teatro, a la escuela de música, a la escuela de idiomas, etc.

El sistema de creencias funciona de manera similar a las religiones: está estructurado en dogmas. El resultado de esto es la incompatibilidad entre argumento y creencia, ya que uno se basa en el equilibrio; otro, en el deseo. El choque se produce entre el examen de las cosas probables y la afirmación de las cosas creíbles. Como la creencia triunfa sobre la evidencia, la credulidad puede considerarse hermana del sentido común.

Se manifiesta a través de fórmulas llenas de frases hechas, pronunciadas como si fueran el resultado de una larga, constante y profunda reflexión. El discurso del crédulo consiste en repetir lo que se supone saber. En este sentido, transmite opiniones como si fueran incontestables, ya que el hablante asume que el conocimiento es más creíble que el discurso científico, el diagnóstico médico y el testimonio de otras personas.

Hay quienes creen firmemente en Dios y en la economía, aunque estén rodeados de la miseria que produce el neoliberalismo. Pero, también están los que fingen creer, porque no son ciegos; son cínicos. En cuanto a los incrédulos, como nosotros, están condenados a resistir, recordando que la solidaridad debe ser más fuerte que el lucro; coherencia, mayor que la hipocresía.

Hay algunos que hacen la “pequeña hazaña” en las apuestas de la casa de lotería; hay quienes creen (o fingen creer) que un país genocida, corrupto y egoísta es la mejor opción para el pseudopaís excluyente, desigual y violento en el que viven.

*Jean Pierre Chauvin Es profesor de la Facultad de Comunicación y Artes de la USP. Autor, entre otros libros, de Mil, una distopía (Guante de editor).

 

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