Los economistas tienen suficientes intereses específicos para contribuir decisivamente a la producción y reproducción de la creencia en la utopía neoliberal. Aisladas del mundo económico y social efectivo, participan y colaboran en el desmantelamiento de instituciones y colectivos, aunque les horroricen algunas de sus consecuencias.
por Pierre Bourdieu*
¿Sería verdaderamente el mundo económico, como insiste el discurso dominante, un orden puro y perfecto, desplegando implacablemente la lógica de sus previsibles consecuencias y dispuesto a reprimir todas sus desviaciones con las sanciones que inflige, ya sea automáticamente o –con mayor excepción– a través de sus las fuerzas armadas, el FMI o la OCDE, y las políticas que imponen: ¿bajar el coste de la mano de obra, reducir el gasto público y flexibilizar el trabajo? ¿Y si, en realidad, no se tratara sólo de poner en práctica una utopía, el neoliberalismo, convertido así en un “programa político”, sino una utopía que, con la ayuda de su teoría económica, pasa a pensarse a sí misma como el descripción científica de lo real?
Esta teoría tutelar es una obra de pura ficción matemática, fundada, desde el principio, en una formidable abstracción: aquella que, en nombre de una concepción tan estrecha como estricta de la racionalidad identificada con la racionalidad individual, consiste en poner entre paréntesis la las condiciones económicas y sociales las disposiciones racionales y las estructuras económicas y sociales que son la condición para su ejercicio.
Para comprender la magnitud de esta omisión, basta pensar en el sistema educativo, que nunca es considerado como tal en un momento en que juega un papel decisivo en la producción de bienes y servicios, así como en la producción de productores. De este pecado original, inscrito en el mito walrasiano[i] De la “pura teoría” se derivan todos los defectos y carencias de la disciplina económica, y la fatal obstinación con que se aferra a la oposición arbitraria, que ella misma hace existir, por su misma existencia, entre la lógica propiamente económica, fundada en la competencia y portadora. de la eficiencia y la lógica social, sujetas a la regla de la igualdad.
Dicho esto, esta “teoría” originalmente desocializada y deshistorizada tiene, hoy más que nunca, los medios para hacerse verdadera, empíricamente verificable. De hecho, el discurso neoliberal no es un discurso como los demás. Como el discurso psiquiátrico en los asilos, según Erving Goffman[ii], es un “discurso fuerte”, que sólo es tan fuerte y difícil de combatir precisamente porque tiene a su favor todas las fuerzas de un mundo de relaciones de poder que contribuye a producir como tal, especialmente al orientar decisiones relaciones económicas de aquellos. que dominan las relaciones económicas y añaden así su propia fuerza, propiamente simbólica, a estas relaciones de poder. En nombre de este programa científico de conocimiento, convertido en programa político de acción, se produce una inmensa "obra política" (negada, ya que, en apariencia, es puramente negativa) que pretende crear las condiciones para la realización y funcionamiento de la "teoría"; un programa de destrucción metódica de colectivos.
El movimiento, posibilitado por la política de desregulación financiera, hacia la utopía neoliberal de un mercado puro y perfecto, se realiza a través de la acción transformadora y, todo hay que decirlo, destructiva de todas las medidas políticas (de las cuales la más reciente es el Acuerdo Multilateral de Inversiones, destinado a proteger a las empresas extranjeras ya sus inversionistas frente a los Estados Nacionales), con el objetivo de cuestionar todas las estructuras colectivas capaces de oponerse a la lógica del puro mercado: nación, cuyo margen de maniobra no deja de disminuir; grupos de trabajo, por ejemplo, a través de la individualización de empleados y carreras según competencias individuales y la atomización de trabajadores que de ello resulta, sindicatos, asociaciones, cooperativas; incluso la familia que, a través de la constitución de mercados por grupos de edad, pierde parte de su control sobre el consumo.
El programa neoliberal, que deriva su fuerza social de la fuerza político-económica de aquellos cuyos intereses expresa -accionistas, operadores financieros, industriales, políticos conservadores o socialdemócratas convertidos a las reconfortantes renuncias de los dejar hacer, altos funcionarios financieros (aún más arduos a la hora de imponer una política que abogue por su propia decadencia ya que, a diferencia de los grandes empresarios, no corren el riesgo de tener que pagar las consecuencias)–, tiende globalmente a favorecer la escisión entre la economía y las realidades sociales, y para así construir, en realidad, un sistema económico conforme a la descripción teórica, es decir, una especie de máquina lógica que se presenta como una cadena de restricciones que conducen a los agentes económicos.
La globalización de los mercados financieros, acompañada por el progreso de las técnicas de la información, garantiza una movilidad de capitales sin precedentes y ofrece a los inversores, preocupados por la rentabilidad a corto plazo de sus inversiones, la posibilidad de comparar permanentemente la rentabilidad de las empresas más grandes y castigar, en consecuencia, los fracasos relativos. Las propias empresas, puestas bajo tan permanente amenaza, deben ajustarse cada vez más rápidamente a las exigencias de los mercados; ello bajo pena, como dicen, de “perder la confianza de los mercados”, y, al mismo tiempo, el apoyo de los accionistas que, preocupados por obtener rentabilidad a corto plazo, son cada vez más capaces de imponer su voluntad a la gerentes, fijarles normas, a través de lineamientos financieros, y orientar sus políticas en materia de contratación, empleo y salario.
Así se establece el reinado absoluto de la flexibilidad, con contrataciones de duración determinada o temporales y repetidos “planes sociales”, y, en el seno de la propia empresa, la competencia entre ramas autónomas, entre equipos obligados a la polivalencia y, finalmente, entre individuos, a través de la “individualización” de la relación salarial: fijación de objetivos individuales; entrevistas de evaluación individual, evaluación permanente; aumentos individuales de salarios o la concesión de bonificaciones en función de la competencia y méritos individuales; carreras individualizadas; estrategias de “rendición de cuentas” tendientes a asegurar la autoexplotación de ciertos empresarios que, simples asalariados bajo una fuerte dependencia jerárquica, son al mismo tiempo responsables de sus ventas, de sus productos, de su agencia, de su tienda, etc., en forma de “independiente”; exigencia de “autocontrol” que extiende la “implicación” de los empleados, según las técnicas de “gestión participativa”, mucho más allá del trabajo de los ejecutivos. Estas son algunas de las técnicas de sujeción racional que, al imponer una sobreinversión en el trabajo, y no sólo en los puestos de responsabilidad, y en el trabajo de urgencia, acaban por debilitar o abolir las referencias y las solidaridades colectivas.[iii].
La institución práctica de un mundo darwiniano de lucha de todos contra todos, en todos los niveles de la jerarquía, que encuentra en la precariedad, el sufrimiento y el estrés la adhesión al trabajo y a la empresa, sin duda no podría ser del todo exitosa si no encontrara la complicidad de disposiciones precarias producidas por la inseguridad y la existencia, en todos los niveles de la jerarquía, e incluso en los niveles más altos, entre los empresarios principalmente, de un ejército de reserva de mano de obra dócil por la precariedad y la amenaza del desempleo permanente. El fundamento último de todo este orden económico puesto bajo el signo de la libertad es, en efecto, la violencia estructural del desempleo, la precariedad y la amenaza de despido que implica: la condición para el funcionamiento “armonioso” del modelo microeconómico individualista es una fenomeno de masa, la existencia del ejercito de reserva de parados.
Esta violencia estructural también influye en lo que llamamos el contrato de trabajo (ciertamente racionalizado y no realizado en la “teoría de los contratos”). Nunca el discurso empresarial ha hablado tanto de confianza, cooperación, lealtad y cultura corporativa como en un momento en el que la adhesión se obtiene en todo momento haciendo desaparecer todas las garantías temporales (las tres cuartas partes de los contratos son de duración determinada, la cuota de precariedad continúa crecer, las licencias individuales tienden a no estar más sujetas a ninguna restricción).
Vemos así cómo la utopía neoliberal tiende a encarnarse en la realidad de una especie de máquina infernal, cuya necesidad se impone incluso a los dominantes. Como el marxismo de otros tiempos, con el que, en este sentido, tiene varios puntos en común, esta utopía suscita una formidable creencia, la fe de libre comercio (fe en el libre comercio), no sólo en quienes derivan de él la justificación de su existencia, como altos funcionarios y políticos, que sacralizan el poder de los mercados en nombre de la eficiencia económica, que exigen el levantamiento de barreras administrativas o políticas capaces de incomodar a los tenedores de capital en la búsqueda puramente individual de la maximización del beneficio individual, instituidos en un modelo de racionalidad, que quieren los bancos centrales independientes, que predican la subordinación de los Estados nacionales a las exigencias de libertad económica de los amos de la economía, con la supresión de todas las regulaciones en todos los mercados, comenzando por el mercado laboral, la prohibición del déficit y la inflación, la privatización generalizada de los servicios públicos, la reducción de los gastos públicos y sociales.
Sin compartir necesariamente los intereses económicos y sociales de los verdaderos creyentes, los economistas tienen suficientes intereses específicos en el campo de la ciencia económica para contribuir decisivamente, cualquiera que sea su estado de ánimo respecto a los efectos económicos y sociales de la utopía que revisten de razón matemática, a la producción y reproducción de la creencia en la utopía neoliberal. Separados por toda su existencia y, sobre todo, por toda su formación intelectual, la mayor parte del tiempo puramente abstracta, libresca y teórica, del mundo económico y social tal como es, son particularmente propensos a confundir las cosas de la lógica con la lógica de la realidad. cosas.
Confiando en modelos que casi nunca tienen la oportunidad de someter a la prueba de la verificación experimental, teniendo que mirar por encima de las conquistas de las demás ciencias históricas, en las que no reconocen la pureza y la transparencia cristalina de sus juegos matemáticos, y de las que muchas veces son incapaces de comprender la necesidad real y la profunda complejidad, participan y colaboran en un formidable cambio económico y social que, aunque algunas de sus consecuencias les horroricen (pueden contribuir al Partido Socialista y dar sabios consejos a sus representantes en las instancias de poder), no puede desagradarles porque, a riesgo de algunos defectos, particularmente atribuibles a lo que a veces llaman “burbujas especulativas”, tiende a dar realidad a la utopía ultraconsecuente (como ciertas formas de locura) a la que consagran su vida.
El mundo está ahí, sin embargo, con los efectos inmediatamente visibles de la puesta en práctica de la gran utopía neoliberal: no sólo la miseria de una fracción cada vez mayor de las sociedades económicamente más avanzadas, el extraordinario crecimiento de las diferencias de ingresos, la progresiva desaparición de las autonomías universos de producción cultural, cine, editorial, etc., mediante la imposición intrusiva de valores comerciales, pero también y sobre todo la destrucción de todas las instancias colectivas capaces de oponerse a los efectos de la máquina infernal, de la cual el Estado es el primer lugar, depositario de todos los valores universales asociados a la idea de público, y la imposición, por doquier, en las más altas esferas de la economía y del Estado, o en el seno de las empresas, de esa especie de darwinismo moral que, con la cultura de ganador, hecha para matemáticos superiores y para el puenting, establece la lucha de todos contra todos y el cinismo como norma de todas las prácticas.
¿Podemos esperar que la extraordinaria masa de sufrimiento que produce un régimen político-económico de este tipo forme algún día la base de un movimiento capaz de interrumpir esta carrera hacia el abismo? De hecho, nos enfrentamos aquí a una paradoja extraordinaria: mientras que los obstáculos encontrados en el camino para realizar el “nuevo orden” –el del individuo solitario pero libre– se consideran hoy atribuibles a la rigidez y los arcaísmos, y toda intervención directa y consciente , al menos desde que viniendo del Estado, y por la parcialidad que sea, se le desacredita, por lo tanto se le llama a desaparecer en favor de un mecanismo puro y autónomo, el mercado (del que olvidamos que es también el lugar de ejercicio de la intereses); en realidad, es la permanencia o supervivencia de las instituciones y agentes del viejo orden en proceso de desmantelamiento, y todo el trabajo de todas las categorías de trabajadores sociales, así como toda la solidaridad social, familiar o de otro tipo, lo que hace el orden social no se hunde en el caos, a pesar del creciente volumen de población precaria.
La transición al “liberalismo” se produce de manera insensible, por lo tanto imperceptible, como la deriva de los continentes, ocultando así sus efectos, los más terribles a la larga. Efectos que también oculta, paradójicamente, la resistencia que levanta, en adelante, por parte de quienes defienden el viejo orden, extrayendo de los recursos que ocultaba, en las viejas solidaridades, en las reservas de capital social que proteger toda una parte del orden social presente de la caída en la anomia (capital que, si no se renueva, se reproduce, está destinado a debilitarse, pero cuyo agotamiento no será para mañana).
Pero estas mismas fuerzas “conservadoras”, que fácilmente son tratadas como fuerzas conservadoras, son también, en otra relación, fuerzas de resistencia al establecimiento del nuevo orden, que pueden convertirse en fuerzas subversivas. Y si podemos, entonces, conservar alguna esperanza razonable, que todavía existe, en las instituciones estatales y también en las disposiciones de los agentes (especialmente los más vinculados a estas instituciones, como la alta burguesía estatal), de tales fuerzas que, bajo la apariencia de defender, como criticaremos poco después, un orden en extinción y los “privilegios” correspondientes, deben, en efecto, para resistir la prueba, trabajar en la invención y construcción de un orden social que no tendría por objeto sólo ley la búsqueda del interés propio, el egoísmo y la pasión individual por el lucro, y que daría lugar a colectividades orientadas a la búsqueda racional de fines colectivamente elaborados y aprobados.
Entre colectivos, asociaciones, sindicatos, partidos, cómo no dar un lugar especial al Estado, Estado nacional o, mejor aún, supranacional, es decir, europeo (paso hacia un Estado mundial), capaz de controlar e imponer efectivamente las ganancias en los mercados financieros y, sobre todo, combatir la acción destructiva que éstos ejercen sobre el mercado laboral, organizando, con la ayuda de los sindicatos, la elaboración y defensa del interés público que, guste o no, nunca salir, aun a costa de algún error de escritura matemática, de la visión de un contador (en otro término, diríamos de un tendero) que la nueva creencia presenta como la forma suprema de la realización humana.
*Pierre Bourdieu (1930-2002), filósofo y sociólogo, fue profesor en la Escuela de Sociología del Collège de France
Traducción: Daniel Souza Paván
Notas
[i] NDLR: en referencia a Auguste Walras (1800-1866), economista francés, autor de De la nature de la richesse et de l'origine de la valeur (1848); fue uno de los primeros en tratar de aplicar las matemáticas al estudio de la economía
[ii] Erving Goffman, Asiles. Etudes sur la condition sociale des malades mentaux, Ediciones de Minuit, París, 1968.
[iii] Podemos referirnos, en relación con todo esto, a los dos números del Actes de la recherche en ciencias sociales dedicado a “Nouvelles formes de domination dans le travail” (1 y 2), nº114, septiembre 1996 y nº115, diciembre 1996, y, especialmente a la introducción de Gabrielle Balazas y Michel Pialoux, “Crise du travail et crisis du politique”, nº114, p.3-4.