La era del piroceno

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por LEONARDO BOFF*

Nuestra responsabilidad de salvaguardar el planeta para que no sucumba al infierno, sino que garantice su biocapacidad para proporcionarnos todo lo que necesitamos para vivir.

Con el estallido del piroceno (la Tierra bajo fuego) apareciendo en todos los continentes con incendios que nos asustan por su magnitud, surge la pregunta: ¿cuál es nuestra responsabilidad ante esta emergencia? Esta pregunta es válida porque gran parte de los incendios, especialmente en Brasil, habrían sido provocados por seres humanos. Nuestra responsabilidad, sin embargo, es cuidar y custodiar los ecosistemas y el planeta vivo, Gaia, la Madre Tierra. Pero nosotros aparecemos como un ángel exterminador del Apocalipsis.

Para superar nuestro sentimiento de desolación y miedo al fin de las especies que resulta de la ebullición de la Tierra, nos obligamos a hacer una reflexión seria para comprender mejor nuestra responsabilidad por eventos tan devastadores.

La Tierra y la naturaleza no son un reloj que aparece ensamblado de una vez por todas. Provienen de un larguísimo proceso evolutivo y cósmico que ya tiene 13,7 millones de años. El “reloj” se fue armando lentamente, aparecieron seres desde los más simples hasta los cada vez más complejos. Todos los factores que intervienen en la constitución de cada ecosistema con sus seres y organismos tienen su ascendencia, su latencia y luego su emergencia. Cada uno tiene su propia historia, irreversible, propia del tiempo histórico. El principio cosmogénico opera permanentemente.

Ilya Prigogine, premio Nobel en 1977, demostró que los sistemas abiertos como la Tierra, la naturaleza y el universo ponen en duda el concepto clásico de tiempo lineal, postulado por la física clásica. El tiempo ya no es un mero parámetro de movimiento, sino la medida de los desarrollos internos de un mundo en permanente proceso de cambio, de paso del desequilibrio a niveles superiores de equilibrio. Es cosmogénesis.[ 1 ]

La naturaleza se presenta como un proceso de autotrascendencia; al evolucionar, se supera a sí mismo creando nuevos órdenes. En él opera el principio cosmogénico (energía creativa), siempre en acción a través del cual los seres emergen y en la medida de su complejidad también superan la inexorabilidad de la entropía, propia de los sistemas cerrados. Esta autotrascendencia de los seres en evolución puede apuntar a lo que las religiones y tradiciones espirituales siempre han llamado Dios, la trascendencia absoluta o ese futuro que ya no es “muerte térmica”; al contrario, es la culminación suprema del orden, la armonía y la vida.[ 2 ]

Esta observación muestra cuán irreal es la rígida separación entre naturaleza e historia, entre el mundo y el ser humano, separación que legitimó y consolidó tantos otros dualismos. Todos ellos dentro de un único e inmenso movimiento: la cosmogénesis. Como todos los seres, el ser humano, con su racionalidad, capacidad de comunicación y amor, también resulta de este proceso cósmico.

Las energías y todos los elementos que maduraron en el interior de las grandes estrellas rojas, hace miles de millones de años, entran en su constitución. Tienen la misma ascendencia que el universo. Existe una solidaridad de origen y destino con todos los demás seres del universo. No puede ser visto fuera del principio cosmogénico, como un ser errático, enviado a la Tierra por alguna Deidad creadora. Si aceptamos esta Divinidad debemos decir que todos son enviados por Ella, no sólo los seres humanos.

Esta inclusión del ser humano en el grupo de los seres y como resultado de un proceso cosmogénico impide la persistencia del antropocentrismo (que es concretamente un androcentrismo, centrado en los hombres con exclusión de las mujeres). Esto revela una visión estrecha, separada de los demás seres. Afirma que el único sentido de la evolución y de la existencia de los demás consistiría en la producción de seres humanos, hombres y mujeres.

Por supuesto, el universo entero se volvió cómplice de la gestación del ser humano. Pero no sólo él, sino también otros seres. Todos estamos interconectados y dependemos de las estrellas. Son los que convierten el hidrógeno en helio y de la combinación de ambos, aportan oxígeno, carbono, nitrógeno, fósforo y potasio, sin los cuales no existirían aminoácidos ni proteínas esenciales para la vida. Sin la radiación estelar liberada en este proceso cósmico millones de estrellas se enfriarían, posiblemente el sol ni siquiera existiría y sin él no habría vida ni estaríamos aquí escribiendo sobre estas cosas.

Sin la preexistencia del conjunto de factores propicios para la vida que se desarrollaron a lo largo de miles de millones de años y, de la vida en general y como subcapítulo, de la vida humana, nunca surgiría el individuo personal que cada uno de nosotros es. Nos pertenecemos unos a otros: los elementos primordiales del universo, las energías que han estado activas desde el Big Bang, los demás factores constituyentes del cosmos y a nosotros mismos como especie que estalló cuando el 99,98% de la Tierra estaba lista. A partir de esto debemos pensar cosmocéntricamente y actuar ecocéntricamente.

Por lo tanto, es importante dejar atrás todo antropocentrismo y androcentrismo por considerarlo ilusorio y arrogante. Sin embargo, no debemos confundir el antropocentrismo con el principio andrópico (formulado en 974 por Brandon Carter).[ 3 ] Con ello queremos decir lo siguiente: sólo podemos hacer las reflexiones que estamos haciendo porque somos portadores de conciencia, sensibilidad e inteligencia. No son las amebas, ni los zorzales ni los caballos los que tienen esta facultad. Recibimos de la evolución tales facultades para hablar de todo esto y permitir que la Tierra, a través de nosotros, contemple a sus hermanos, los planetas y los demás astros y podamos vivir y celebrar nuestra vida.

De ahí que digamos que somos Tierra que siente, piensa y ama. Por eso existimos entre otros seres con los que nos sentimos conectados. Esta unicidad nuestra no nos lleva a romper con ellos, ya que los insertamos en el todo que vemos.

Por ser seres de consciencia, sensibilidad e inteligencia, tenemos un imperativo ético: nos corresponde cuidar a la Madre Tierra, asegurarle todas las condiciones que le permitan seguir viviendo y dando vida.

En este momento nos enfrentamos quizás al mayor desafío de nuestra existencia en la Tierra: no permitir que acabe bajo el fuego, como de hecho sucede Escrituras Cristianos. Y si terminará es por nuestra irresponsabilidad y falta de cuidado. Hemos marcado el comienzo de la era del Antropoceno. Es decir, somos nosotros, y no un meteoro rasante, los que amenazamos la vida en la Tierra. En este momento, la culminación, quizás, el punto final del antropoceno, que es el piroceno, la era del fuego. El fuego se apoderó de la Tierra. Hasta hace poco controlábamos el fuego. Ahora es el fuego el que nos controla. Puede hervir el planeta y hacerlo inhabitable.

De ahí nuestra responsabilidad de salvaguardar el planeta para que no sucumba al fuego del infierno, sino que garantice su biocapacidad para proporcionarnos todo lo que necesitamos para vivir y sostener nuestra civilización, que debe cambiar radicalmente. De nosotros depende si tendremos futuro o si seremos incinerados por el fuego.

*Leonardo Boff es ecologista, filósofo y escritor. Autor, entre otros libros, de Cuidar nuestra Casa Común: pistas para retrasar el fin del mundo (Vozes).

Notas


[1] Iliá Prigogine. Entre el tiempo y la eternidad. São Paulo, Compañía de las Letras, 1992.

[2] Peacoke, AR, La creación en el mundo de la ciencia, Universidad de Oxford. Prensa, Oxford l979; Pannenberg, W., Hacia una teología de la naturaleza. Ensayos sobre ciencia y fe, John Knox Press, 1993.

[3] cf. Alonso, J.M., Introducción al principio antrópico. Madrid, Encuentro Ediciones, l989.


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