por GABRIEL TELES*
La articulación entre marxismo y psicoanálisis revela que la ideología actúa “no como un discurso frío que engaña, sino como un afecto cálido que moldea los deseos”, transformando la obediencia en responsabilidad y el sufrimiento en mérito.
“Lo que hay que explicar no es por qué los hambrientos roban o por qué los explotados hacen huelga, sino por qué la mayoría de los hambrientos no roban y la mayoría de los explotados no hacen huelga.”
(Wilhelm Reich).
Hay preguntas que arrojan más luz que mil teorías. Wilhelm Reich no busca justificar la revuelta, sino comprender el silencio. No le impacta el puño en alto, sino el cuerpo encorvado. En esta inversión de la mirada, Wilhelm Reich desplaza el enfoque de la represión externa a la sumisión internalizada, del conflicto visible a la ideología invisible. Es en este punto donde su crítica se cruza con la tradición marxista: una que no se conforma con describir la miseria, sino que exige que se revelen sus fundamentos psicológicos, sociales e históricos.
Si el mundo es injusto, ¿por qué persiste? ¿Por qué el hambre no se convierte en saqueo? ¿Por qué la explotación no genera una rebelión generalizada? ¿Por qué tantos cuerpos cansados siguen despertándose a las cinco de la mañana para sostener la riqueza de tan pocos?
Estas preguntas nos obligan a considerar que la dominación en la sociedad capitalista no es solo una relación de fuerza, sino también una forma de creencia. La mayoría de los explotados no se rebelan porque han aprendido a considerar la obediencia una responsabilidad, el sufrimiento un mérito y el fracaso una falta personal. La ideología no actúa como un discurso frío que engaña, sino como un afecto cálido que moldea deseos, expectativas y miedos. El orden social se perpetúa menos por la coerción que por la fabricación cotidiana del consentimiento.
El miedo a la libertad y la búsqueda de vínculos
Esta angustia ante la libertad es precisamente el tema central de Erich Fromm, en su obra seminal El miedo a la libertad (1941). Para Erich Fromm, la emancipación moderna rompió los vínculos tradicionales de la Edad Media —la autoridad de la Iglesia, la familia patriarcal y el cargo heredado—, pero no ofreció seguridad en su lugar. El individuo moderno se volvió libre, sí, pero también aislado, ansioso e impotente ante un mundo dominado por fuerzas que escapaban a su control.
Ante la falta de una comunidad sólida y vínculos emocionales, muchos prefieren huir de la libertad. De ahí la fascinación por las figuras autoritarias, los sistemas jerárquicos rígidos y las órdenes que prometen seguridad a cambio de sumisión. «La libertad es aterradora porque exige responsabilidad y conciencia crítica; la dominación es tranquilizadora porque prescinde del pensamiento».
Erich Fromm y Wilhelm Reich, ambos herederos críticos del psicoanálisis freudiano, comprenden que la lucha política es también una lucha por los afectos. La estructura social moldea los deseos y las ansiedades de los sujetos, y no hay revolución posible sin cuestionar también la formación subjetiva de los dominados.
Marxismo y psicoanálisis: convergencias críticas
Esta conexión entre el marxismo y el psicoanálisis, aunque compleja y llena de tensiones históricas, resulta ser una de las claves más fructíferas para comprender los sutiles mecanismos de reproducción del poder en el capitalismo contemporáneo. A diferencia de las lecturas que abordan la dominación únicamente en términos de la estructura económica o el aparato represivo, esta articulación nos permite comprender cómo el poder se infiltra en los cuerpos, las emociones y la vida psíquica de los individuos.
El marxismo, al diagnosticar las formas sociales «objetivas» —el valor, la mercancía, el trabajo, la propiedad, el Estado—, revela la arquitectura material de las relaciones de dominación. El psicoanálisis, especialmente en su vertiente crítica y política, arroja luz sobre los procesos subjetivos implicados en la adhesión al orden dominante: deseo, represión, culpa, miedo, goce y represión.
Wilhelm Reich fue uno de los primeros en darse cuenta de que no basta con derrocar al capitalismo desde afuera; también es necesario desmantelar el fascismo que vive dentro de cada individuo. En Psicología de masas del fascismoWilhelm Reich muestra cómo las masas no se adhieren a la dominación por ignorancia, sino porque sus deseos han sido moldeados para desear al verdugo mismo.
La sumisión, lejos de ser una mera imposición, es una estructura afectiva. La figura paterna autoritaria, el miedo al placer, la moral sexual represiva: todo ello conforma un dispositivo de normalización psíquica que se articula con el orden capitalista, asegurando su perpetuación no solo mediante la coerción, sino mediante el deseo domesticado.
Herbert Marcuse amplió esta reflexión proponiendo, en Eros y la CivilizaciónUna lectura lateral del psicoanálisis freudiano. Para él, el capitalismo moderno no solo explota la fuerza de trabajo, sino que también captura la libido, redirigiendo el impulso erótico —el poder de creación, placer y libertad— hacia los imperativos del rendimiento, la eficiencia y el consumo. El resultado es un sujeto adaptado, funcional y unidimensional, incapaz de imaginar otra forma de vida.
La represión, que en Freud era necesaria para la constitución de la cultura, se convierte en Herbert Marcuse en un instrumento de dominación histórica: el principio de realidad capitalista anula el principio del placer, justificando el sacrificio permanente del deseo en nombre de la productividad, la moral y el orden.
Este linaje crítico, que también incluye a autores como Erich Fromm, Michael Schneider, Franz Fanon y Vladimir Safatle, demuestra que la dominación no solo se sustenta en la esfera jurídica, económica o política, sino también en la subjetiva. La ideología, en este sentido, no es una ilusión que encubre la verdad; es la producción activa de sujetos que consienten, desean y disfrutan de su propia servidumbre.
El psicoanálisis, liberado de su función de normalización burguesa, se convierte en un instrumento radical de crítica social: permite escuchar las contradicciones íntimas de la subjetividad bajo el capital, desmontar los dispositivos que vinculan el goce y la obediencia e imaginar formas de vida no colonizadas por la lógica del valor.
Al reconocer que la alienación no es solo económica, sino también libidinal, esta articulación entre el marxismo y el psicoanálisis revela lo más resistente en la maquinaria del capital: el deseo que sustenta el orden. Como dijo Slavoj Žižek, la ideología opera precisamente donde el sujeto cree actuar libremente; es en este espacio de ilusoria «libertad» donde la dominación se vuelve más efectiva. Por lo tanto, la crítica radical debe ser también una crítica del deseo: no para condenarlo, sino para liberarlo de sus ataduras inconscientes y de las formas sociales que lo deforman.
Imágenes de dominación: el cine como espejo del deseo
El cine, como forma estética e industrial, ha sido un terreno fértil para representar las tensiones entre la libertad y la sumisión. En ellos viven (Están vivos, 1988), de John Carpenter, esta crítica se presenta de manera alegórica, directa y visualmente impactante.
La película narra la historia de un trabajador precario —figura arquetípica del "excedente" del capitalismo tardío— que, al encontrar unas gafas de sol especiales, comienza a ver la verdad oculta tras las apariencias cotidianas. Vallas publicitarias, titulares de periódicos, tarjetas de crédito y fachadas urbanas revelan mensajes subliminales como "obedecer", "consumir", "reproducirse", "no cuestionar" y "ver la televisión". El descubrimiento no solo revela una élite alienígena infiltrada entre los humanos, sino que también pone al descubierto el funcionamiento ideológico del propio mundo social.
La metáfora es simple, pero su alcance es profundo. ellos viven Transforma lo fantástico en crítica social radical: los extraterrestres no dominan la Tierra mediante la violencia manifiesta, sino mediante el control invisible de la percepción, el lenguaje y el deseo. El dispositivo de las gafas funciona como una especie de «despertar ideológico», un mecanismo que permite al protagonista ver más allá de la superficie, es decir, más allá de la ideología como falsa conciencia.
Pero, como nos recuerda Slavoj Žižek, la ideología no es simplemente un velo que cubre la realidad objetiva: es la realidad social misma tal como se vive. Parafraseando a Slavoj Žižek en su lectura de ellos viven, “sólo a través de la ideología podemos 'ver' la realidad” —es decir, la ideología es la estructura que da forma a lo que parece natural, espontáneo, evidente.
En la lectura de Slavoj Žižek, las gafas de ellos viven No revelan una esencia oculta tras la apariencia, sino que exponen el mecanismo que la sustenta como «realidad». El gesto de ponerse las gafas es análogo al gesto de la crítica ideológica: no se trata solo de desenmascarar una mentira, sino de percibir cómo esta sustenta el propio régimen de la verdad. Mensajes como «obedecer» o «consumir» no están ocultos en el sentido conspirativo; son evidentes, pero naturalizados. La ideología, por lo tanto, opera menos como censura y más como una producción activa de subjetividades, afectos y deseos conformados.
Esta percepción encuentra eco en la obra de Guy Debord, especialmente en La Sociedad del Espectáculo (1967). Para Guy Debord, la sociedad capitalista evolucionó hacia la sustitución de la experiencia directa por la mediación de imágenes. «El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediada por imágenes», afirma el autor. En ellos vivenEsta mediación se materializa en fachadas que ocultan imperativos de obediencia, en dinero que luce la inscripción «Este es tu Dios» y en la televisión como dispositivo de hipnosis colectiva. La ciudad, con sus escaparates, anuncios y rascacielos, no es solo un espacio urbano, sino un escenario espectacular donde la alienación se convierte en paisaje.
Guy Debord propone que la vida en el capitalismo tardío se vive como representación. Por lo tanto, la realidad se estetiza, se enmascara y se atomiza. Los individuos no se limitan a consumir mercancías: se convierten en mercancías, venden su imagen y se convierten en espectáculo.
Em ellos vivenEl horror no se limita al descubrimiento de los alienígenas infiltrados, sino a la constatación de que la dominación se ha internalizado, de que la sumisión se experimenta como libertad. El protagonista, al despertar, no encuentra resistencia organizada ni sujetos emancipados, sino un mundo de indiferencia, conformismo y complicidad. La lucha contra el sistema no se limita a una élite dominante, sino a la estructura misma del deseo socialmente producido.
La escena de la película en la que el protagonista intenta convencer a un amigo de ponerse gafas —y se ve obligado a entablar una larga y violenta lucha física con él— es emblemática en este sentido. Es una alegoría de la resistencia a la conciencia crítica. La negativa a «ver» no es solo ignorancia: es una defensa psíquica, una necesidad de mantener intacta la estructura simbólica que organiza la vida cotidiana. Žižek interpreta esta escena como una amarga lección: despertar a la verdad es doloroso, violento, traumático, y a menudo encuentra más resistencia por parte de los oprimidos que de los opresores. Ver la realidad requiere perder las ilusiones que nos reconfortan. En sus palabras: «La tarea de la crítica ideológica no es mostrar a la gente que no sabe lo que hace, sino que sí lo sabe, y aun así sigue haciéndolo».
La película de John Carpenter, en este sentido, es una pedagogía de la sospecha, pero también de la impotencia. No hay revolución organizada, ni estrategia colectiva, ni utopía. Solo hay un gesto individual de resistencia, que culmina en un acto suicida: destruir la antena que transmite los mensajes subliminales a costa de la propia vida.
El héroe trágico de ellos viven No derrota al sistema, sino que lo interrumpe momentáneamente, en un destello que revela a todos el verdadero rostro del poder. Pero lo que sucede después, la película no lo muestra. Quizás porque el reto no es solo ver, sino desear un mundo diferente, y esto requiere no solo visión crítica, sino también organización, imaginación política y romper con el disfrute de la servidumbre.
la lección de ellos viven, leída a la luz de Guy Debord y Slavoj Žižek, es contundente: la ideología no es un velo que se rasgue, sino un espejo donde aprendemos a reconocernos como sujetos del capital. El espectáculo no solo nos aliena de la realidad, sino también de nosotros mismos. Y la libertad, como advirtieron Wilhelm Reich y Erich Fromm, suele ser más aterradora que la servidumbre, pues exige responsabilidad, conflicto e incomodidad.
Por lo tanto, ellos viven sigue siendo uno de los manifiestos cinematográficos más poderosos que critican la dominación simbólica en el capitalismo contemporáneo y una invitación, todavía relevante hoy en día, a ver más allá de las imágenes.
Aprendemos a obedecer, pero también podemos aprender a alejarnos.
La crítica marxista, reforzada por el psicoanálisis, nos enseña que la dominación es un fenómeno total: social, económico, simbólico y emocional. No basta con organizar los medios de producción; también es necesario reorganizar los medios de producción de la subjetividad. No hay emancipación duradera sin combatir simultáneamente la miseria y el miedo. No hay política radical sin un deseo también radical.
La verdadera violencia de la sociedad burguesa reside precisamente en haber logrado naturalizar el sufrimiento. En haber hecho creer a multitudes que su dolor es culpa suya. En haber enseñado que luchar contra la explotación es horrible, que quejarse de la dominación es ingratitud, que el bien reside en seguir las reglas, incluso cuando estas nos aplastan.
Pero la historia nos muestra que el inconformismo también es una construcción posible. Que la obediencia puede resquebrajarse, que el miedo puede disolverse en la acción colectiva, que la crítica puede abrir brechas en la estructura social de la explotación. La revuelta no surge de la nada; germina en la conciencia subterránea, donde un día alguien se atreve a decir: «Esto es explotación». Y otro responde: «Es dominación, sí».
Por lo tanto, la pregunta de Wilhelm Reich sigue resonando como un llamado a la lucidez: ¿por qué la mayoría de la gente hambrienta no roba? ¿Por qué la mayoría de la gente explotada no hace huelga?
La respuesta, quizás, resida menos en la naturaleza humana y más en la sociedad que nos domesticó. No nacemos sumisos, pero aprendemos —desde la infancia— a desear aquello que nos limita, a temer aquello que nos libera, a obedecer sin rechistar. Familias autoritarias, escuelas disciplinarias, religiones punitivas, trabajos alienantes, medios hipnóticos: todos estos dispositivos moldean subjetividades dóciles, adaptadas y resignadas.
La obediencia, lejos de ser un rasgo innato, es una tecnología social de dominación, una pedagogía silenciosa que nos enseña a confundir la conformidad con la seguridad, la repetición con la estabilidad, el silencio con la virtud.
Pero si la obediencia se aprende, la desobediencia también se puede enseñar, y quizás aún más: cultivar, practicar, vivir como forma de existencia. La crítica, la risa, el rechazo, la duda, la imaginación: todo esto puede ser una herramienta. Enseñar la desobediencia no es solo incitar el gesto del rechazo, sino alimentar el pensamiento que desnaturaliza el orden, que denuncia el espectáculo, que revela lo absurdo de lo que se presenta como normal.
Es en este gesto que se abre el espacio de la libertad: no la libertad abstracta del mercado o del individuo aislado, sino la libertad concreta de un cuerpo que se niega a ser un mecanismo, de una mente que no se deja colonizar, de un deseo que no se somete.
Desobedecer es también crear nuevas formas de ver, sentir y vivir. Significa romper con la lógica de la repetición y abrir brechas en la vida cotidiana donde puedan florecer otras posibilidades de ser y estar en el mundo. Y esto requiere valentía: no la valentía individual del héroe solitario, sino la valentía colectiva de quienes, juntos, eligen desprogramar el sistema.
Quizás la verdadera tarea política de nuestro tiempo sea esta: rehabilitar la desobediencia como virtud, como método, como horizonte. Porque mientras haya cuerpos que se alcen, ojos que vean, voces que no se callen, también habrá mundos por venir.
Wilhelm Reich formuló una provocación decisiva: el verdadero enigma no es la revuelta de los oprimidos, sino su conformación. No es el momento en que los hambrientos roban, sino el hecho de que la mayoría de los hambrientos permanecen inertes.
Para Wilhelm Reich, el capitalismo no se sustenta únicamente en la explotación económica o la represión externa, sino en un trabajo incesante de moldeamiento emocional y psíquico: una ingeniería del deseo que nos enseña a amar la prisión, a temer la libertad y a disfrutar de la obediencia. Por lo tanto, toda transformación social profunda requiere más que reformas políticas o cambios institucionales: requiere la desactivación de los mecanismos internos que nos hacen desear aquello que nos destruye.
La verdadera subversión comienza cuando el deseo deja de reproducir la norma y empieza a imaginar lo imposible. Y es en este punto —cuando la rebelión deja de ser una excepción y empieza a latir en la vida cotidiana— que la revolución se anuncia, no como un acontecimiento futuro, sino como un gesto presente, radicalmente humano, irreductiblemente vivo.
*Gabriel Teles es doctor en sociología por la USP. Autor, entre otros libros, de Análisis marxista de los movimientos sociales (Ediciones Redelp).
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