por CLAUDIO KATZ*
La lógica del imperialismo sólo es comprensible superando visiones tan crudas e investigando la relación del concepto con su matriz capitalista.
Los debates sobre el imperialismo reaparecen después de una trayectoria tortuosa. Durante la primera mitad del siglo pasado, este concepto fue muy utilizado para caracterizar los enfrentamientos bélicos entre las grandes potencias. Posteriormente, se identificó con la exploración de la periferia por parte de las economías centrales, hasta que el ascenso del neoliberalismo diluyó la centralidad del término.
A principios del nuevo milenio, la atención al imperialismo pasó a un segundo plano y la noción misma cayó en desuso. Este desinterés estaba en consonancia con el debilitamiento de las visiones críticas de la sociedad contemporánea. Pero la invasión estadounidense de Irak erosionó el conformismo y provocó un resurgimiento de las discusiones sobre los mecanismos de dominación internacional. La denuncia del imperialismo recuperó importancia y los cuestionamientos a la agresividad militar estadounidense se multiplicaron.
Estas objeciones luego se trasladaron a la noción sustitutiva de hegemonía, que ganó primacía en los estudios sobre el declive de Estados Unidos frente al ascenso de China. Se enfatizó la hegemonía para evaluar cómo se desarrolla la disputa entre las dos principales potencias del planeta en el ámbito geopolítico, ideológico o económico. La característica coercitiva que distingue al imperialismo ha perdido relevancia en muchas reflexiones sobre el enfrentamiento chino-estadounidense.
Cuando esta sustitución parecía imponerse –junto con la nueva centralidad de las nociones de multipolaridad y transición hegemónica–, las menciones al imperialismo recobraron importancia a través de un evento inesperado. Este término reapareció con la invasión rusa de Ucrania para subrayar el expansionismo de Moscú.
Singularidades y adaptaciones
El imperialismo es una categoría utilizada a menudo por los medios occidentales para contrastar las políticas tiránicas del Kremlin o Beijing con la conducta respetuosa de Washington o Bruselas. Este uso sesgado del término obstruye cualquier comprensión del problema. La lógica del imperialismo sólo es comprensible superando visiones tan crudas e investigando la relación del concepto con su matriz capitalista.
Este rumbo analítico ha sido explorado por varios pensadores marxistas, quienes estudian la dinámica contemporánea del imperialismo en términos de las mutaciones registradas en el sistema capitalista. En estos enfoques, el imperialismo es visto como un dispositivo que concentra mecanismos internacionales de dominación, utilizados por minorías ricas para explotar a las mayorías populares.
El imperialismo es el principal instrumento de este sometimiento, pero no opera al interior de cada país, sino en las relaciones interestatales y en las dinámicas de competencia, en el uso de la fuerza y en las intervenciones militares. Es un mecanismo esencial para la continuidad del capitalismo y ha estado presente desde el inicio de este sistema, modificándose en correspondencia con los cambios en este régimen social. El imperialismo nunca constituyó una etapa o época específica del capitalismo. Siempre ha incorporado las formas que adopta la supremacía geopolítica-militar en cada momento del sistema.
Debido a esta variabilidad histórica, el imperialismo actual se diferencia de sus antecesores. No sólo se diferencia cualitativamente de los imperios precapitalistas (feudales, tributarios o esclavistas), que se basaban en la expansión territorial o el control del comercio. Tampoco se parece al imperialismo clásico conceptualizado por Lenin, cuando las grandes potencias competían a través de la guerra por el control de los mercados y las colonias.
El imperialismo contemporáneo también difiere del modelo liderado por Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX. El Primer Poder introdujo nuevas características de coordinación colectiva y sometimiento de socios para garantizar la protección de todas las clases dominantes contra la insurrección popular y el peligro del socialismo.
A lo largo de esta variedad de etapas, el imperialismo aseguró el usufructo de los recursos de la periferia por parte de las economías avanzadas. Los dispositivos coercitivos de las grandes potencias aseguraron la captura de las riquezas de los países dependientes por parte de los capitalistas del centro. De esta forma, el imperialismo recicló la continuidad del subdesarrollo en las regiones desatendidas del planeta.
Esta perpetuación recreó los mecanismos de transferencia de valor de las economías dominadas a sus pares dominantes. La desigualdad entre los dos polos del capitalismo global se reprodujo a través de diversas modalidades productivas, comerciales y financieras.
Mutaciones e Indefiniciones
El imperialismo del siglo XXI debe evaluarse a la luz de los enormes cambios del capitalismo contemporáneo. Desde hace 40 años rige un nuevo esquema de acumulación de bajo crecimiento en Occidente y de importante expansión en Oriente, ligado a la globalización productiva. El despliegue internacional del proceso de fabricación, la subcontratación y las cadenas de valor sustentan este esquema productivo sostenido por la revolución de las tecnologías de la información. Este desarrollo del capitalismo digital contribuyó a la masificación del desempleo ya la generalización de la precariedad, la inseguridad y la flexibilidad laboral.
El nuevo modelo opera a través de la financiarización que introdujo la autonomía crediticia de las empresas, la titulización de los bancos y la gestión familiar de hipotecas y pensiones. Esta centralidad financiera en el funcionamiento actual de la economía multiplicó, a su vez, el surgimiento periódico de crisis impactantes.
Las burbujas especulativas, que erosionan el sistema bancario y conducen a rescates estatales cada vez mayores, acentúan los desequilibrios del capitalismo actual. Este sistema está fuertemente afectado por las tensiones suscitadas por la sobreproducción (que ha impulsado la globalización) y por la ruptura del poder adquisitivo (que ha acentuado el neoliberalismo).
El esquema actual también incuba catástrofes potenciales de gran alcance a partir de la degradación ambiental imparable generada por la competencia por mayores ganancias. La reciente pandemia fue solo un recordatorio de la escala tormentosa de estos desequilibrios. El fin de esta infección no se tradujo en la esperada “vuelta a la normalidad”, sino en un escenario de guerra, inflación y rupturas en los circuitos de suministro global.
La crisis comienza a trazar nuevos contornos y nadie sabe qué dirección tomará la política económica en el próximo período. En medio de una renovada intervención estatal, la disputa entre un giro neokeynesiano y un curso opuesto de reactivación neoliberal sigue sin resolverse.
Pero cualquiera de estas direcciones confirmará la preeminencia del nuevo modelo de capitalismo globalizado, digital, precario y financiarizado, con su consiguiente escala de incontrolables contradicciones. Este esquema es tan visible como la dramática magnitud de sus desequilibrios.
La agudeza del capitalismo contemporáneo no se extiende, sin embargo, al plano geopolítico o militar. El imperialismo del siglo XXI está marcado por una acumulación de incertidumbres, indefiniciones y ambivalencias mucho más allá de su base económica. Las mutaciones radicales que se han producido en este ámbito en las últimas décadas no se proyectan a otros ámbitos, y este divorcio determina la enorme complejidad de la maraña imperial actual.
Erosión del liderazgo imperial
La existencia de un bloque dominante liderado por Estados Unidos es la principal característica del sistema imperial contemporáneo. El primer poder es el máximo exponente del nuevo modelo y el evidente gestor del aparato de coerción internacional, que asegura el dominio de los ricos. El diagnóstico del imperialismo actual implica una valoración de Estados Unidos, que concentra todas las tensiones de este dispositivo.
La principal contradicción del imperialismo actual reside en la impotencia de su líder. El coloso del Norte sufre de un liderazgo erosionado producto de la profunda crisis que afecta su economía. Washington ha perdido la preponderancia del pasado, y su decreciente competitividad industrial no se ve compensada por su continuo control financiero o su significativa supremacía tecnológica.
Estados Unidos confirmó sus ventajas sobre otras potencias durante la crisis de 2008. Pero las mayores adversidades en Europa y Japón no aminoraron el retroceso sistemático de la economía norteamericana, ni atenuaron el ascenso sostenido de China. Estados Unidos no ha podido contener la reconfiguración geográfica de la producción mundial hacia Asia.
Esta erosión económica afecta a la política exterior estadounidense, que ha perdido su tradicional apoyo interno. La vieja homogeneidad del gigante yanqui se ha visto sacudida por la dramática brecha política que enfrenta el país. Estados Unidos está corroído por tensiones raciales y fracturas político-culturales que contraponen el americanismo del interior con el globalismo de la costa.
Este deterioro repercute en las operaciones del Pentágono, que ya no cuentan con el respaldo del pasado. La privatización de la guerra tiene lugar en un contexto de creciente desaprobación interna de las aventuras militares extranjeras.
La economía estadounidense no se enfrenta a una simple retirada de su continua supremacía. La centralidad internacional del aparato estatal estadounidense y la primacía de sus finanzas contrastan con el declive comercial y productivo del país.
Este desgaste no implica una decadencia inexorable e ininterrumpida. Estados Unidos no logra restaurar su antiguo liderazgo, pero sigue jugando un papel dominante y su futuro imperial no puede esclarecerse aplicando los criterios histórico-deterministas postulados por la teoría del ascenso y caída cíclica de los imperios. El declive de la economía estadounidense es sinónimo de crisis, pero no de colapso terminal en alguna fecha preestablecida.
De hecho, el poder que conserva Estados Unidos se basa más en el despliegue militar que en el impacto de su economía. Por ello, es fundamental analizar el primer poder en clave imperial.
El fracaso de los belicosos
Durante varias décadas, Washington ha estado tratando de recuperar su liderazgo a través de acciones enérgicas. Estas incursiones concentran las principales características del imperialismo actual. El Pentágono maneja una red de “contratistas” que se enriquecen con la guerra, reciclando el aparato militar-industrial. Mantienen la misma importancia en periodos de distensión y en periodos de alta conflictividad. El modelo económico armamentista estadounidense se recrea a través de altas exportaciones, altos costos y un despliegue permanente de potencia de fuego. Esta visibilidad requiere la multiplicación de guerras híbridas y todo tipo de incursiones de formaciones paraestatales.
Con estos instrumentos mortíferos, Estados Unidos creó escenarios dantescos de muertes y refugiados. Recurrió a justificaciones hipócritas de intervención humanitaria y “guerra contra el terror” para perpetrar las atroces invasiones en el “Gran Medio Oriente”. Estas operaciones incluyeron la gestación de los primeros grupos yihadistas, que luego despegaron por su cuenta con acciones contra el padrino estadounidense. El terrorismo marginal que estos grupos fomentaron nunca alcanzó la terrible escala de terrorismo de estado que monitorea el Pentágono. Washington ha ido demasiado lejos al consumar la pulverización completa de varios países.
Pero la característica más llamativa de este modelo destructivo ha sido su rotundo fracaso. Durante los últimos veinte años, el proyecto estadounidense de recomposición a través de la acción militar ha fracasado una y otra vez. El “siglo americano” concebido por los pensadores neoconservadores fue una fantasía efímera, que él mismo establecimiento de Washington abandonó para retomar el consejo de asesores más pragmáticos y realistas.
Las ocupaciones del Pentágono no lograron los resultados esperados y Estados Unidos se convirtió en una superpotencia que pierde guerras. Bush, Obama, Trump y últimamente Biden han fracasado en todos sus intentos de utilizar la superioridad militar del país para inducir una reactivación de la economía yanqui.
Esta brecha fue particularmente visible en el Medio Oriente. Washington utilizó sus agresiones estigmatizando a los pueblos de esa región, con imágenes de masas primitivas, autoritarias y violentas, incapaces de asimilar las maravillas de la modernidad.
Este disparate fue difundido por los medios de comunicación para encubrir el intento de apropiación de las principales reservas de petróleo del mundo. Pero al final de una tormentosa cruzada, Estados Unidos fue humillado en Afganistán, se retiró de Irak, no logró someter a Irán, no logró crear gobiernos títeres en Libia y Siria, e incluso tuvo que lidiar con el boomerang de los yihadistas que operan contra los país.
Inflexibilidad de un enredo
Las desgracias que enfrentó la primera potencia no se tradujeron en el abandono del intervencionismo externo, ni en el repliegue a su propio territorio. La clase dominante estadounidense necesita preservar su acción imperial, sostener la primacía del dólar, el control del petróleo, los negocios del complejo militar-industrial, la estabilidad de Wall Street y las ganancias de las empresas tecnológicas.
Por eso, todos los líderes de la Casa Blanca están ensayando nuevas variantes de la misma contraofensiva. Ningún líder estadounidense puede renunciar al intento de restaurar la primacía del país. Todos regresan a esa meta, sin llegar nunca a una conclusión exitosa. Sufren la misma compulsión de buscar la forma de recuperar el liderazgo perdido.
Estados Unidos carece de la plasticidad de su predecesor británico para entregar el mando global a un nuevo socio. No tienen la capacidad de adaptarse al retraimiento que ha mostrado su contraparte transatlántica en el último siglo. Esta inflexibilidad norteamericana les impide amoldarse al contexto actual y acentúa las dificultades para ejercer la dirección del sistema imperial.
Esta rigidez se debe en gran medida a los compromisos de un poder que ya no actúa solo. Washington dirige la red de alianzas internacionales construida a mediados del siglo XX para hacer frente al llamado campo socialista. Esta articulación se basa en una estrecha asociación con el alterimperialismo europeo, que desarrolla sus intervenciones bajo la égida norteamericana.
Los capitalistas del Viejo Continente defienden sus propios negocios con operaciones autónomas en Oriente Medio, África o Europa del Este, pero actúan en estricta sintonía con el Pentágono y bajo un mando articulado en torno a la OTAN. Los grandes imperios del pasado (Inglaterra, Francia) conservan su influencia en las antiguas zonas coloniales, pero condicionan todos sus movimientos al veto de Washington.
Los coimperios de Israel, Australia o Canadá mantienen la misma sociedad subordinada. Comparten la custodia del orden global con su referente y desarrollan acciones de acuerdo a las demandas de su tutor. A nivel regional, tienden a apoyar los mismos intereses que Estados Unidos asegura a nivel global.
Este sistema global articulado es una característica que el imperialismo actual ha heredado de su precedente de posguerra. Trabaja en frontal divergencia con el modelo de poderes diversificados que se disputaban la primacía en la primera mitad del siglo pasado. La crisis de la estructura jerárquica que siguió a este esquema es el hecho crucial del imperialismo del siglo XXI.
Una expresión llamativa de esta inconsistencia fue el carácter meramente transitorio del modelo unipolar que el proyecto neoconservador vislumbraba para un nuevo y prolongado “siglo americano”. En lugar de este renacimiento, surgió un contexto multipolar, que confirma la pérdida de la supremacía norteamericana frente a numerosos actores de la geopolítica mundial. El deseado dominio de Washington fue reemplazado por una mayor dispersión del poder, en contraste con la bipolaridad que prevaleció durante la Guerra Fría y el fallido intento unipolar que siguió a la implosión de la URSS.
Así, el imperialismo actual opera en torno a un bloque dominante comandado por Estados Unidos y administrado por la OTAN, en estrecha asociación con Europa y los socios regionales de Washington. Pero las fallas del Pentágono para ejercer su autoridad han llevado a la actual crisis no resuelta, que se ve en el surgimiento de la multipolaridad.
Un imperio no hegemónico en ciernes
¿Cómo se aplica el concepto actualizado de imperialismo a las potencias que no forman parte del bloque gobernante? Esta pregunta se cierne sobre los enigmas más complejos del siglo XXI. Es evidente que Rusia y China son grandes potencias rivales de la OTAN, ubicadas en un ámbito no hegemónico del contexto actual. Con esta posición diferenciada: ¿comparten o no un estatuto imperial?
La aclaración de esta condición se ha vuelto particularmente inevitable en el caso de Rusia desde el comienzo de la guerra en Ucrania. Para los liberales occidentales, el imperialismo de Moscú es un hecho evidente y enraizado en la historia autoritaria de un país que rehuyó las virtudes de la modernidad para optar por el oscuro atraso de Oriente. Con el trillado argumento de la Guerra Fría, contrastan el totalitarismo ruso con las maravillas de la democracia estadounidense.
Pero con supuestos tan absurdos es imposible avanzar en cualquier aclaración del perfil contemporáneo del gigante euroasiático. El estatus imperial potencial de Rusia debe evaluarse en términos de la consolidación del capitalismo y la transformación de la vieja burocracia en una nueva oligarquía de millonarios.
Es evidente que en Rusia se consolidaron los pilares del capitalismo, con el fortalecimiento de la propiedad privada de los medios de producción y los consiguientes patrones de ganancia, competencia y explotación, bajo un modelo político al servicio de la clase dominante. Yeltsin forjó una república de oligarcas y Putin solo contuvo la dinámica depredadora de ese sistema, sin revertir los privilegios de la minoría recién enriquecida.
El capitalismo ruso es muy vulnerable por el peso descontrolado de varios tipos de mafias. Los mecanismos informales de apropiación de excedentes también reciclan las adversidades económicas del viejo modelo de planificación compulsiva. El esquema predominante de exportación de materias primas afecta también al aparato productivo y recrea una importante fuga de recursos nacionales hacia el exterior.
En el plano geopolítico, Rusia es un objetivo predilecto de la OTAN, que ha intentado desintegrar el país mediante un gran despliegue de misiles fronterizos. Sin embargo, Putin también reforzó la intervención rusa en el espacio postsoviético y desarrolló una acción militar que va más allá de las dinámicas defensivas y la lógica de la disuasión.
En este contexto, Rusia no forma parte del circuito imperialista dominante, pero desarrolla en su entorno políticas de dominación propias de un imperio no hegemónico en construcción.
Diferencias con el pasado
Moscú no participa en el grupo gobernante del capitalismo mundial. Carece de un capital financiero significativo y de un número importante de empresas internacionales. Se especializó en la exportación de petróleo y gas y se consolidó como una economía intermedia con pocas conexiones con la periferia. No obtiene beneficios significativos del intercambio desigual.
Pero con esta posición económica secundaria, Rusia presenta un perfil potencialmente imperial arraigado en intervenciones extranjeras, acciones geopolíticas impactantes y tensiones dramáticas con los Estados Unidos. Este papel externo no conduce a la reconstitución del antiguo imperio zarista. Las distancias con ese pasado son tan monumentales como las diferencias cualitativas con los regímenes sociales del pasado feudal.
Las asimetrías son igualmente significativas con la URSS. Vladimir Putin no recompone el llamado “imperialismo soviético”, que es una categoría inconsistente y estructuralmente incompatible con el carácter no capitalista del modelo que precedió a la implosión de 1989. Involucrado en acciones imperialistas en sus conflictos con Yugoslavia, China o Checoslovaquia .
Actualmente, persiste un gran circuito de colonialismo interno que perpetúa las desigualdades regionales y la primacía de la minoría gran rusa. Pero esta modalidad opresiva no está en la escala de segregación racial en Sudáfrica o Palestina. Además, el determinante de un estatus imperial es la expansión exterior, que, hasta la guerra de Ucrania, se consideraba sólo como una tendencia de Moscú.
El proyecto imperialista está efectivamente auspiciado por sectores de derecha que alimentan el negocio bélico, las aventuras exteriores, el nacionalismo y las campañas islamófobas. Pero a este rumbo se opone la élite liberal internacionalizada, y durante mucho tiempo Putin gobernó manteniendo el equilibrio entre los dos grupos.
No hay que olvidar que Rusia es también la antípoda de un estatus dependiente o semicolonial. Es un importante actor internacional con un importante papel en el exterior, que moderniza su estructura militar y se afirma como el segundo mayor exportador de armas del mundo. En lugar de ayudar a sus vecinos, Moscú refuerza su propio proyecto dominante, por ejemplo, enviando tropas a Kazajstán para apuntalar un gobierno neoliberal que saquea los ingresos del petróleo, reprime las huelgas y proscribe el Partido Comunista.
El impacto de Ucrania
La guerra en Ucrania introdujo un cambio cualitativo en la dinámica rusa y los resultados finales de esta incursión tendrán un impacto dramático en el estatus geopolítico del país. Las corrientes imperiales que no eran más que posibilidades embrionarias adquirieron un nuevo espesor.
Ciertamente, Estados Unidos tuvo la responsabilidad principal, ya que trató de incluir a Kiev en la red de misiles de la OTAN contra Moscú y alentó la violencia de las milicias de extrema derecha en Donbass. Pero Vladimir Putin consumó una acción militar inadmisible y funcional para el imperialismo occidental, que no tiene justificación como acción defensiva. El jefe del Kremlin despreció a los ucranianos, despertó el odio contra el ocupante e ignoró la aspiración generalizada de soluciones pacíficas. Con su incursión creó un escenario muy negativo para las esperanzas emancipatorias de los pueblos de Europa.
El resultado final de la incursión sigue sin estar claro y no está claro si los efectos de las sanciones serán más adversos para Rusia que para Occidente. Pero la tragedia humanitaria en términos de muertos y refugiados ya es capital y convulsiona a toda la región. Estados Unidos apuesta a prolongar la guerra para empujar a Moscú al mismo atolladero que enfrentó la URSS en Afganistán. Por lo tanto, induce a Kiev a rechazar negociaciones que detendrían las hostilidades. Washington pretende someter a Europa a su agenda militarista, a través de un conflicto interminable que asegura la financiación de la OTAN desde Bruselas. Ya no pretende simplemente incorporar a Ucrania a la alianza militar. Ahora también presiona por la entrada de Finlandia y Suecia.
En resumen: Rusia es un país capitalista que, hasta la incursión en Ucrania, no tenía las características generales de un agresor imperial. Pero el rumbo geopolítico ofensivo de Vladimir Putin sustenta este perfil e induce a la transformación del imperio en gestación en un imperio en consolidación. El fracaso de esta operación también podría resultar en una neutralización prematura del naciente imperio.
el papel de china
China comparte una posición similar en el conglomerado no hegemónico con Rusia y enfrenta un conflicto similar con Estados Unidos. Por eso, su estatus actual plantea la misma pregunta: ¿es una potencia imperialista?
En su caso, cabe destacar el excepcional desarrollo que ha alcanzado en las últimas décadas, con fundamentos socialistas, complementos mercantiles y parámetros capitalistas. Estableció un modelo ligado a la globalización, pero centrado en la retención local del excedente. Esta combinación permitió una intensa acumulación local entrelazada con la globalización, a través de circuitos de reinversión y un gran control del movimiento de capitales. La economía se ha expandido de manera sostenida, con una ausencia significativa del neoliberalismo y la financiarización que asolaron a sus competidores.
China también se vio afectada por la crisis de 2008, que introdujo un techo infranqueable al modelo anterior de exportaciones financiadas a Estados Unidos. Este vínculo “China-América” se ha agotado, revelando el desequilibrio generado por un superávit comercial pagado con enormes créditos. Este retraso marcó el comienzo de la crisis actual.
El liderazgo de China inicialmente optó por un cambio en la actividad económica local. Pero este desacoplamiento no generó beneficios equivalentes a los obtenidos en el anterior esquema globalizado. El nuevo rumbo acentuó la sobreinversión, las burbujas inmobiliarias y un círculo vicioso de exceso de ahorro y sobreproducción, que obligó a retomar la búsqueda de mercados exteriores a través del ambicioso proyecto de la Ruta de la Seda.
Este rumbo plantea tensiones con los socios y enfrenta el gran límite de un eventual estancamiento de la economía mundial. Es muy difícil sostener un gigantesco plan internacional de infraestructuras en un escenario de bajo crecimiento global.
Durante la pandemia, China volvió a demostrar ser más eficiente que Estados Unidos y Europa con sus mecanismos exprés de contención del Covid. Pero la infección estalló en su territorio, consecuencia de los desequilibrios precipitados por la globalización. La superpoblación urbana y la industrialización alimentaria descontrolada ilustraron las dramáticas consecuencias de la penetración capitalista.
Actualmente, China se ve afectada por la guerra que siguió a la pandemia. Su economía es muy susceptible a la inflación alimentaria y energética. También enfrenta obstáculos que obstruyen el funcionamiento de las cadenas globales de valor.
una nueva posición
China aún no ha completado su transición al capitalismo. Este régimen está muy presente en el país, pero no domina toda la economía. Existe un importante predominio de la propiedad privada de las grandes empresas, que operan bajo reglas de lucro, competencia y explotación, generando agudos desequilibrios de sobreproducción. Pero, a diferencia de Europa del Este y Rusia, la nueva clase burguesa no logró el control del Estado y esta carencia impide coronar la preeminencia de las normas capitalistas que imperan en el resto del mundo.
China se defiende del acoso estadounidense en el terreno geopolítico. Barack Obama inició una secuencia de agresiones, que Donald Trump redobló y Joe Biden reforzó. El Pentágono ha erigido un cerco naval, mientras acelera la gestación de una “OTAN del Pacífico”, junto a Japón, Corea del Sur, Australia e India. También avanza la remilitarización de Taiwán y el intento de salir a toda costa de Europa del enfrentamiento con Rusia, para concentrar los recursos militares en la lucha con China.
Hasta el momento, Pekín no ha desarrollado acciones equivalentes a las de su rival. Hace valer su soberanía en un radio limitado de millas, para resistir el intento estadounidense de internacionalizar su espacio costero. Refuerza la actividad pesquera, las reservas submarinas y, sobre todo, las rutas marítimas que necesita para transportar sus mercancías.
Esta reacción defensiva está muy lejos del avance de Washington hacia el Océano Pacífico. China no envía buques de guerra a las costas de Nueva York o California, y su galopante gasto militar todavía mantiene una distancia significativa con el Pentágono. Pekín privilegia el agotamiento económico, a través de una estrategia que apunta a “agotar al enemigo”. También se distancia de cualquier alianza bélica comparable a la OTAN.
China, por lo tanto, no satisface las condiciones básicas de una potencia imperialista. Su política exterior está muy lejos de este perfil. No envía tropas al extranjero, solo mantiene una base militar fuera de sus fronteras (en un cruce comercial clave) y no se involucra en conflictos externos.
La nueva potencia evita especialmente el camino beligerante emprendido por Alemania y Japón en el siglo XX, utilizando una prudencia geopolítica inconcebible en el pasado. Se ha beneficiado de formas de producción globalizadas que no existían en el siglo anterior. China también ha evitado el camino tomado por Rusia y no ha tomado medidas similares a las que ha emprendido Moscú en Siria o Ucrania. Por ello, no esboza el rumbo imperial que Rusia insinúa cada vez con mayor intensidad.
Esta moderación internacional tampoco sitúa a China en el polo opuesto del espectro imperial. La nueva potencia ya está muy alejada del Sur Global y ha entrado en el universo de las economías centrales, que acumulan ganancias a costa de la periferia. Dejó atrás el espectro de las naciones dependientes y se colocó por encima del nuevo grupo de economías emergentes.
Los capitalistas chinos capturan plusvalía (a través de empresas ubicadas en el extranjero) y se benefician del suministro de materias primas. El país ya alcanzó el estatus de economía acreedora, en potencial conflicto con sus deudores del Sur. Se beneficia del intercambio desigual y absorbe los excedentes de las economías subdesarrolladas, a partir de una productividad muy superior a la media de sus clientes.
En resumen: China se ha posicionado en un bloque no hegemónico alejado de la periferia. Pero no completa el estatus capitalista y evita el desarrollo de políticas imperialistas.
Semiperiferia y subimperialismo
Otra novedad del escenario actual es la presencia de importantes actores regionales. Exhiben un peso menor que las grandes potencias, pero demuestran suficiente relevancia como para requerir algún rango en el orden imperial. La centralidad de estos actores resulta de la inesperada incidencia de economías intermedias, que consolidaron su perfil con estructuras de industrialización emergentes.
Esta irrupción complejizó la antigua relación centro-periferia, como resultado de un doble proceso de drenaje de valor de las regiones subdesarrolladas y retención de valor de la semiperiferia ascendente. Varios miembros del polo asiático, India o Turquía ejemplifican esta nueva condición, en un contexto de creciente bifurcación en el universo tradicional de los países dependientes. Este escenario, más binario tripolar, gana relevancia en la jerarquía internacional contemporánea.
La diferenciación interna en la antigua periferia es muy visible en todos los continentes. La enorme distancia que separa a Brasil o México de Haití o El Salvador en América Latina se reproduce en la misma escala en Europa, Asia y África. Estas fracturas tienen importantes consecuencias internas y completan el proceso subyacente de transformación de las viejas burguesías nacionales en nuevas burguesías locales.
En este espectro de economías semiperiféricas se aprecia una compleja variedad de estatutos geopolíticos. En algunos casos se da el surgimiento de un imperio en gestación (Rusia), en otros persiste la tradicional condición dependiente (Argentina) y en ciertos países emergen las huellas del subimperialismo.
Esta última categoría no identifica variantes más débiles del dispositivo imperial. Este lugar más reducido lo ocupan varios miembros de la OTAN (como Bélgica o España), que recrean un simple papel subordinado al mando estadounidense. El subimperio tampoco alude a la situación actual de antiguos imperios en decadencia (como Portugal, Holanda o Austria).
Como acertadamente anticipó Ruy Mauro Marini, los subimperios contemporáneos actúan como potencias regionales, manteniendo una relación contradictoria de sociedad, subordinación o tensión con el gendarme estadounidense. Esta ambigüedad coexiste con fuertes acciones militares en disputas con sus competidores regionales. Los subimperios operan en una escala muy alejada de la gran geopolítica del mundo, pero con avances en áreas que recuerdan sus antiguas raíces como imperios de larga data.
Turquía es el principal exponente de esta modalidad en Oriente Medio. Desarrolla un importante expansionismo, demuestra una gran dualidad en relación con Washington, recurre a movimientos impredecibles, promueve aventuras exteriores y se enzarza en una intensa batalla competitiva con Irán y Arabia Saudí.
especificaciones del siglo XXI
De todos los elementos expuestos se pueden deducir las características del imperialismo contemporáneo. Este dispositivo presenta modalidades únicas, innovadoras y divergentes respecto a sus dos antecesores del siglo pasado. El imperialismo actual es un sistema estructurado en torno al papel dominante desempeñado por Estados Unidos, en estrecha relación con los socios alterimperialistas de Europa y apéndices coimperiales en otros hemisferios.
Esta estructura incluye acciones militares para garantizar la transferencia de valor de la periferia al centro y enfrenta una crisis estructural, tras los sucesivos fracasos del Pentágono, que llevaron a la actual configuración multipolar.
Fuera de este radio dominante hay dos grandes potencias. Mientras China expande su economía con cautelosas estrategias externas, Rusia opera con modalidades embrionarias de un nuevo imperio. Otras formaciones subimperiales, de mucha menor escala, se disputan la preeminencia en escenarios regionales con acciones autónomas, pero también vinculadas al enredo de la OTAN.
Esta renovada interpretación marxista jerarquiza el concepto de imperialismo, integrando la noción de hegemonía a este sistema geopolítico contemporáneo. Subraya la crisis del mando estadounidense sin postular su inexorable declive, ni el surgimiento inevitable de una potencia sustituta (China) o de varios suplentes aliados (BRICS).
El enfoque en el concepto de imperialismo también subraya la importancia continua de la coerción militar, recordando que no ha perdido su primacía frente a la creciente influencia de la economía, la diplomacia o la ideología.
Los enfoques clásicos
Los debates dentro del conglomerado marxista incluyen polémicas entre el enfoque renovado (que hemos expuesto) y la visión clásica. Este último propone la actualización de la misma caracterización que postuló Lenin a principios del siglo XX.
Considera que la vigencia de este enfoque no se restringe al período en que fue formulado, sino que extiende su vigencia hasta la actualidad. Así como Marx sentó las bases perdurables para una caracterización del capitalismo, Lenin había postulado una tesis que superaba la fecha de su formulación. Este enfoque contrapone la existencia de varios modelos de imperialismo, adaptados a los sucesivos cambios del capitalismo. Entiende que basta un solo esquema para comprender la dinámica del siglo pasado.
De esta caracterización deduce una analogía entre el escenario actual y el que prevaleció durante la Primera Guerra Mundial, argumentando que el mismo conflicto interimperial reaparece en la coyuntura actual. Argumenta que Rusia y China compiten con sus pares occidentales, con políticas similares a las implementadas hace cien años por potencias que desafían a las fuerzas dominantes.
Desde esta perspectiva, los conflictos actuales se perciben como una competencia por el botín de la periferia. La guerra de Ucrania es vista como un ejemplo de este enfrentamiento y la batalla entre Kiev y Moscú se explica por el apetito por los recursos de hierro, gas o trigo en el territorio en disputa. Todos los países involucrados en esta batalla son equiparados y denunciados como bandos de una lucha interimperial.
Pero este razonamiento pasa por alto las grandes diferencias entre el contexto actual y el pasado. A principios del siglo XX, una pluralidad de poderes chocaron con fuerzas militares comparables para afirmar su superioridad. No había nada de la supremacía estratificada que ahora ejerce Estados Unidos sobre sus socios de la OTAN. Este predominio atestigua que los poderes ya no actúan como guerreros autónomos. Estados Unidos gobierna tanto Europa como sus apéndices de otros continentes.
Hoy, además, un sistema imperial opera frente a una variedad de alianzas no hegemónicas, que incluyen solo tendencias imperiales emergentes. El núcleo dominante ataca y las formaciones en formación se defienden. Al contrario de lo que ocurría en el siglo pasado, no hay batalla entre parejas igualmente ofensivas.
los criterios de lenin
La tesis clásica define al imperialismo con lineamientos que subrayan el predominio del capital financiero, los monopolios y la exportación de capitales. Con estos parámetros, propone respuestas positivas o negativas al estatus de Rusia y China, según el grado en que cumplan o se distancien de estos requisitos.
Las respuestas afirmativas ubican a Rusia en el campo imperialista, evaluando que su economía se ha expandido significativamente, con inversiones en el exterior, corporaciones globales y explotación de la periferia. La misma interpretación para el caso chino enfatiza que la segunda economía del mundo ya satisface cómodamente todos los requisitos de una potencia imperial.
Evaluaciones contrastantes señalan que Rusia aún no se ha unido al club de los gobernantes porque carece del potente capital financiero que requiere tal ascenso. También es de destacar que tiene pocos monopolios o empresas destacadas en el ranking de corporaciones internacionales. La misma opinión para el caso de China señala que la poderosa economía asiática aún no se ha destacado en la exportación de capitales ni en el predominio de sus finanzas.
Pero estas clasificaciones económicas extraídas de caracterizaciones formuladas en 1916 son inadecuadas para evaluar el imperialismo contemporáneo. Lenin solo describió las características del capitalismo de su tiempo, sin utilizar esta valoración para definir un mapa del orden imperial. Consideró, por ejemplo, que Rusia era miembro del club de los imperios, a pesar de no cumplir con todas las condiciones económicas necesarias para tal participación. Lo mismo ocurría con Japón, que no era un gran exportador de capital ni albergaba formas preeminentes de capital financiero.
La actual aplicación forzosa de estos requisitos da lugar a numerosas confusiones. Hay muchos países con finanzas poderosas, inversiones extranjeras y grandes monopolios (como Suiza) que no emplean políticas imperialistas. Por el contrario, la propia economía rusa funciona como una mera semiperiferia en el ranking mundial, pero desarrolla acciones militares propias de un imperio en gestación. China, por su parte, cumple todas las condiciones de la prescripción económica clásica para ser tipificada como un gigante imperial, pero no realiza acciones militares acordes con ese estatus.
El lugar de cada poder en la economía mundial, por lo tanto, no aclara su papel como imperio. Este papel se dilucida evaluando la política exterior, la intervención exterior y las acciones geopolíticas-militares en el tablero global. Este enfoque sugerido por el marxismo renovado arroja más luz sobre las características del imperialismo actual que la perspectiva postulada por quienes actualizan la visión clásica.
Transnacionalismo e imperio global
Otro enfoque marxista alternativo ha sido desarrollado en la última década por la tesis del imperio global. Esta visión cobró gran importancia durante el apogeo de los Foros Sociales Mundiales, postulando la vigencia de una era posimperialista, que superaría el capitalismo nacional y la intermediación estatal. Resaltó una nueva oposición directa entre dominadores y dominados, resultante de la disolución de los viejos centros, la movilidad irrestricta del capital y la extinción de la relación centro-periferia.
En un contexto de gran euforia con el libre comercio y la desregulación bancaria, destacó también la existencia de una clase dominante amalgamada y entrelazada a través de la transnacionalización de los estados. Vio a Estados Unidos como la encarnación de un imperio globalizado, que transmitía sus estructuras y valores a todo el planeta.
Esta visión se ha visto contradicha por el escenario actual de intensos conflictos entre las grandes potencias. El drástico choque entre Estados Unidos y China es inexplicable desde una perspectiva que postula la disolución de los estados y la consecuente desaparición de las crisis geopolíticas entre países diferenciados por sus fundamentos nacionales.
La tesis del imperio global también omitió los límites y contradicciones de la globalización, olvidando que el capital no puede migrar sin restricciones de un país a otro, ni puede gozar de una libre circulación planetaria del trabajo. Una secuencia continua de barreras obstruye la constitución de este espacio homogéneo a nivel mundial.
Este enfoque extrapolaba posibles escenarios de largo plazo a realidades inmediatas, imaginando globalizaciones simples y abruptas. Diluyó la economía y la geopolítica en un solo proceso e ignoró el protagonismo continuado de los estados, imaginando enredos transnacionales entre las principales clases dominantes. Olvidó que el funcionamiento del capitalismo se basa en la estructura legal y coercitiva proporcionada por los diferentes Estados.
Fue aún más erróneo comparar la estructura piramidal del sistema imperial contemporáneo liderado por EE. UU. con un imperio global horizontal que carece de socios nacionales. Omitió que la primera potencia opera como protectora del orden global, pero sin disolver su ejército en tropas multinacionales. Debido a esta acumulación de inconsistencias, la visión de un imperio global ha perdido importancia en los debates actuales.
Conclusión
La teoría marxista renovada ofrece la caracterización más consistente del imperialismo del siglo XXI. Subraya la preeminencia de un dispositivo militar coercitivo, liderado por EEUU y articulado en torno a la OTAN, para asegurar el dominio de la periferia y hostigar a las formaciones rivales no hegemónicas de Rusia y China.
Estos poderes incluyen sólo modalidades imperiales embrionarias o limitadas y desarrollan principalmente acciones defensivas. La crisis del sistema imperial es el hecho central de un período marcado por la recurrente incapacidad norteamericana para recuperar su decadente primacía.
*Claudio Katz. es profesor de economía en la Universidad de Buenos Aires. Autor, entre otros libros, de Neoliberalismo, neodesarrollismo, socialismo (Expresión popular).
Traducción: Fernando Lima das Neves.