La corrosión de la cultura académica

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por MARCIO LUIZ MIOTTO*

Las universidades brasileñas se ven afectadas por la ausencia cada vez más notoria de una cultura lectora y académica.

Es bien sabido que las universidades brasileñas sufren diversos ataques externos. Pero hay algo sucediendo dentro de ella que quizá plantee otros peligros para su propia existencia. Se trata de la ausencia cada vez más notoria de una cultura lectora y académica.

La falta de cultura lectora se refiere a la notable repulsión (¿sistemática? ¿creciente?) de muchos universitarios a enfrentarse a textos, argumentos, deducciones de fórmulas, memorizaciones de observaciones (en fin: desafíos, lógica interna, problemas inherentes a los contenidos que estudian), haciendo que la “educación superior” se transforme en una serie de contenidos y programas superficiales, encajados en manuales simplificados y plataformas fácilmente dirigidas a en línea.

Estas faltas de fundamento y/o negligencias generalizadas, que probablemente tienen su origen externo a la universidad (vía redes sociales, el “horror a los textos largos” cultivado en los últimos años, la pandemia, problemas de formación, etc.), en ciertos aspectos se vuelven internas a la misma, ya que a menudo a las universidades les resulta difícil combatir un cierto sentido común no lector y actitudes resistentes al estudio. En la universidad uno debería aprender a leer textos, lenguajes y argumentos complejos, a deducir fórmulas, a (re)construir lógicas y arquitecturas conceptuales, etc.

Esto conduce a la corrosión de la cultura académica. Sin un sentido común básico de la lectura o una cierta disposición espontánea hacia una cultura de la lectura, las demás prácticas que constituyen la universidad tienden a desmoronarse o implosionar. Y la universidad tiende a transformarse, o en el mejor de los casos a confundirse con otros tipos de educación no necesariamente universitaria, como la técnica, la profesional, etc.

El resultado visible de la erosión de la cultura académica es el debilitamiento de la investigación, de la extensión, de la asistencia al estudiante (que permitiría una mayor dedicación a las actividades universitarias), de los proyectos académicos vinculados a la docencia (tutorías que deben ser introducciones a la docencia y no meras clases de refuerzo, reducción de la investigación monográfica, rarefacción de eventos científicos o de becas para actividades académicas, etc.), en fin, de lo que conforma la universidad en lo que tiene de público y universalista.

Estas amenazas a la cultura académica tal vez se vean reforzadas por algunas de las propias reacciones de las universidades al respecto. Un ejemplo notable es la perspectiva que reduce la pedagogía al pedagogo, es decir, que individualiza la enseñanza en la simple figura del maestro, convirtiéndolo en una especie de hombre hecho a sí mismo, de “empresario de sí mismo”, en definitiva, transformándolo en algo así como un animador, alguien cuyas estrategias deben necesariamente y suficientemente garantizar la educación (ya que la pedagogía, en definitiva, se ha reducido al pedagogo).

Si no existe un escenario de fondo que defina qué significa estudiar y cuáles deben ser los horizontes del estudio, o incluso si este escenario ha perdido su valor, al final le queda a la figura individual del docente la ingrata tarea de transformar la pedagogía en una pista de circo (bajo escenarios que, por cierto, también están presionados por la cuestión de la deserción universitaria). A partir de entonces, las fórmulas para enseñar el éxito y el fracaso suelen resumirse en recetas personales, convicciones del ego, perfiles y canales de redes sociales y expresiones como “Sí, pero conmigo no es así..

La reducción de la pedagogía al pedagogo se produce por el borrado de una cultura de fondo, aquella que serviría de base para la formación de eventuales proyectos pedagógicos y la articulación de acciones individuales. Y esta reducción, así como este borrado, se ven especialmente en las disciplinas humanas.

En las ciencias naturales, por ejemplo, hay debates recurrentes entre aquellos docentes que no renuncian a la forma y al rigor (después de todo, una fórmula es independiente de las circunstancias) y otros que sostienen que el rigor no puede estar exento de preocupaciones pedagógicas vinculadas a los perfiles de los estudiantes. Cualquiera que sea el resultado, ambos términos de estos debates conciernen (o deberían concierne) a criterios pedagógicos subyacentes, que presumiblemente sirven de horizonte al trabajo de cualquier profesional del área, independientemente de sus elecciones pedagógicas individuales.

Al fin y al cabo, independientemente de que nos inclinemos por un lado o por el otro de este debate, algo sigue siendo igual: un estudiante que se enfrenta a una asignatura de ciencias exactas sabe que habrá cuestiones directa o indirectamente ligadas a cálculos, experimentos, etc., y es tarea de la pedagogía preguntarse cómo ofrecer mejor estas racionalidades.

Algo parecido puede verse en las asignaturas de ciencias biológicas: salvo que el profesor engañe al alumno, cualquiera sea el escenario, una materia como la anatomía, para ser enseñada razonablemente, requerirá siempre de una racionalidad analítica detallada, basada en métodos de observación y ciertos rituales de análisis y memorización. Sin esto, sería posible imaginar un oftalmólogo que desconociera la anatomía del ojo, un neurocientífico que desconociera la localización del cerebro, un fisioterapeuta que desconociera la anatomía del cuerpo, etc.

Sin embargo, en las humanidades, la desaparición de un horizonte de lectura y académico en segundo plano y la reducción de la pedagogía al pedagogo son a veces aún más visibles, dando lugar a prácticas –y juicios– muy diferentes. Esto es lo que alimenta prejuicios como la idea de que los cursos de humanidades carecen de objetividad, están plagados de meras opiniones (“cursos flojos”, como dice la jerga paulista), o son innecesarios o superfluos.

O, por el contrario, también hay juicios de que las disciplinas humanísticas serían atractivas no por su rigor o contenido, sino por motivadores ocasionales y arbitrarios como las discusiones en grupo, los momentos de “relajación” o el carisma individual del profesor, la emulación de memes, la confusión entre la divulgación científica (tan bien hecha por gente como Leandro Karnal o Mario Cortella, entre otros) y el estudio de la ciencia, etc.

Esta individualización de estrategias, combinada con el borrado de la cultura del texto, está muy bien descrita en textos como El método de lectura estructural, de Ronaldo Macedo (MACEDO, 2007). La simple necesidad de que se enseñen métodos de lectura a quienes ingresan a la educación superior muestra que la lectura ya no es un asunto obvio y natural (como lo era en los días de las fotocopias, porque incluso si la gente solo fotocopiaba, eso no ocultaba el hecho de que había un mandato material dirigido a la lectura generalizada…), y el esfuerzo de los docentes para asegurar que los estudiantes leer significa, una vez más, la simple falta de una cultura de lectura generalizada.

Pero hay más: Ronaldo Macedo demuestra en su texto algunas investigaciones en las que Brasil habría estado entre los últimos lugares en el ítem “lectura” (MACEDO, 2007, p. 14). ¿Razones? No se trata de mantener el viejo prejuicio de la diferencia entre escuelas “ricas” y no los “pobres”, como destaca Macedo, que en ambos se producirían las mismas pérdidas. Se trata, más bien, de mostrar que cuando los brasileños estudian, e incluso en las llamadas “mejores” escuelas, no estudian para comprender y articular la lógica de un texto, sino para resolver cuestiones exigidas por exámenes (cuando, por el contrario, no se abandonan a la simple formación de opiniones).

En resumen: muchos brasileños leen textos (cuando leer) de manera meramente provocada y dirigida, es decir, de manera heterónoma y orientada a terceros, como si estuvieran respondiendo a preguntas de examen, y esto en áreas en las que eligió estudiar. No sorprende que esto recuerde a la crítica de Richard Feynman a la enseñanza de la física brasileña en la década de 1950, en la que “los estudiantes habían memorizado todo, pero desconocían el significado” de sus asignaturas (FEYNMAN, 2017).

En vista de ello, más allá del borrado de la cultura del texto y de la reducción de las iniciativas a estrategias pedagógicas individuales, quizá no sea inútil recordar que las ciencias humanas, todas ellas, también tienen una cultura de fondo. Para detectar esta cultura bastaría remontarse al siglo XIX y a la disputa sobre los métodos alemanes –la misma que fundó la psicología científica (como la de Wilhelm Wundt), los debates sobre la explicación y no la comprensión desde Wilhelm Dilthey, los enfoques explicativos y comprensivos en sociología, las contrarreacciones positivistas, etc. Desde su aparición, ya sea subordinándose a las ciencias naturales o, por el contrario, apelando a su irreductibilidad y especificidad, las ciencias humanas no han dejado de reivindicar su propio espacio.

Y si hay una alusión a un espacio propio, esto significaría por lo menos que hay algo así como un campo (por muy disperso que esté, y é, lo que no quiere decir que no tenga una historia y una lógica), con aportes y fundamentos específicos. Dentro de las llamadas “ciencias humanas”, por muy diferenciado que sea un estudio sobre la danza contemporánea, sobre una tribu originaria o sobre la historia de la filosofía, existe el supuesto más general de que tales estudios no implican inmediatamente el mismo tipo de racionalidad que la que practica un físico o un biólogo. Lo cual no quiere decir que no haya allí otro rigor, el que se encuentra en la especificidad de cada rama de las ciencias humanas, con su estudio, sus textos y su lógica.

Existe, efectivamente, una cultura de fondo en las humanidades, que permea el rigor conceptual (aunque no sea el del cálculo, la experimentación o las descripciones anatómicas) y el análisis textual, así como otros métodos desarrollados en cada área específica. Lo cual, una vez más, implica lo siguiente: además de las elecciones individuales de los profesores, existen o Debería haber Un escenario de fondo, una figura de rigor, por mínima y completa que sea, guía de hecho las actuaciones individuales. Áspero hablando, como se decía a principios del siglo XX, independientemente de que las ciencias humanas deseen o impugnen una objetividad naturalista, son, cada una a su manera, ciencias “rigurosas”.

Se trata, como se ha ilustrado más arriba, de una cultura de lectura y académica que permita al estudiante señalar con el dedo y decir “esto son humanidades”, sin reducir la cuestión al simple carisma del profesor o a prejuicios de contenido laxo. Si un estudiante de ciencias exactas reconoce, en el trasfondo de sus asignaturas, el cálculo como una de las racionalidades inherentes al campo, y un estudiante de ciencias biológicas reconoce el razonamiento analítico-anatómico, ¿por qué los estudiantes de humanidades a menudo, al señalar con el dedo, señalan al profesor para hablar bien o mal de la asignatura, y cuando señalan el campo suelen ver incertidumbres (cuando ven algo)?

¿No debería haber un reconocimiento general de que, cuando nos enfrentamos a una materia de humanidades, habría una racionalidad basada en ella? por abajo ¿En el análisis de textos y el rigor conceptual? Porque estos dos componentes – rigor en relación al texto y conceptos – son, en definitiva, comunes en todos los ámbitos.

Un estudiante de humanidades que va a estudiar estadística reconoce espontáneamente que allí habrá cálculos. Teniendo en cuenta esto en su currículum, también reconoce que, aunque más adelante no utilice la estadística, su formación será precaria si no aprende, ya que le servirá como componente formativo. Y lo mismo ocurre con quienes necesitan estudiar piezas anatómicas u observar tejidos y células bajo el microscopio.

Al fin y al cabo, la universidad no es sólo una carrera profesional. Pero ¿por qué entonces hay dudas sobre la correlación de esto en las ciencias humanas (e incluso en algunos cursos de formación)? ¿Por qué, cuando las asignaturas son de humanidades, la necesidad de leer textos y analizar conceptos (en el nivel más amplio y general, pues se sabe que no puede reducirse a eso) aparece en tantos escenarios como algo que no es espontáneamente obvio? ¿Por qué aparece como algo que podría o incluso debería ser minimizado o desviado por otros subterfugios?

En cualquier caso, como se sugiere, la crisis del rigor, o de la cultura académica, no pertenece sólo a las humanidades (la cita de Feynman antes citada así lo dice). Y la crisis en las universidades no es sólo interna, aunque internamente también se refiere a una cierta erosión de la cultura lectora y académica.

Pero la resolución de esta crisis no puede reducirse a criterios individualizadores, pues son estos mismos los que configuran el problema. Hay quienes quisieran eliminar por completo el carácter académico de las universidades, reduciéndolas a cursos en línea bajo contenidos preformateados, sin investigación ni ampliación.

De la misma manera, hay quienes quieren reducir la enseñanza a una especie de evolucionismo ingenuo (abandonar a cada docente a una fórmula de “esfuerzo” y “eficacia” individual, que inevitablemente desemboca en supervivencia y comportamiento gregario, cárteles y alianzas de oportunidad para mitigar la primacía de la competencia), hay quienes quieren reducir la pedagogía al pedagogo. Aquí se encuentran también las relaciones laborales precarias y temporales, así como la imposibilidad de realizar investigaciones y extensiones a largo plazo. La reducción de la pedagogía al pedagogo y la individualización de los procesos de enseñanza contribuyen, en última instancia, a aquello contra lo que deberían luchar.

El reconocimiento de que cada campo tiene sus especificidades, la defensa de cada racionalidad inherente al campo, la composición de escenarios pedagógicos de fondo, tal vez no acaben con la erosión de la cultura académica y lectora (ya que gran parte de ella es, como se ha dicho, externa a la universidad). Pero la universidad, y cada docente, no permanecen pasivos ante esto. La mayor prueba es que la elección más sencilla a veces se da en el plano individual. Pero después de todo, esto también demuestra que Hay una elección...

*Márcio Luis Miotto Profesor de Psicología de la Universidad Federal Fluminense (UFF).

Bibliografía


FEYNMAN, R. Richard Feynman: sobre la educación en Brasil. Medium, 2017. Disponible en:https://morenobarros.medium.com/richard-feynman-sobre-a-educa%C3%A7%C3%A3o-no-brasil-de5515c6b3f0>.

FEYNMAN, R. ¡Seguro que está bromeando, señor Feynman! [sl: sn].

MACEDO, R. El método de lectura estructural. Cuadernos de Derecho GV, v. 4, no. 2, 2007.


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