La cueva de los sueños olvidados

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por ALEJANDRO DE OLIVEIRA TORRES CARRASCO*

Comentario al documental de Werner Herzog sobre las pinturas de Chauvet.

“Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que alguien más lo estaba soñando” (Jorge Luis Borges, las ruinas circulares).

En 1994, en vísperas de Navidad, un grupo de espeleólogos descubre una grieta en las formaciones montañosas de Ardèche, que forma un desfiladero por el que, al fondo, discurre un río del mismo nombre, en el sur de Francia. Las características calizas de esas formaciones explican la geografía del lugar, tanto el desfiladero, el famoso puente de piedra que conecta de forma natural las dos escarpadas orillas y representa, a modo de icono, el lugar, como la propia formación cavernosa. La estrecha entrada a la grieta abrió, aquella Navidad, a un conjunto de cuevas, cuyas formaciones repletas de calcitas, acabaron produciendo un conjunto geológico muy rico y bello para los entendidos e interesados.

La historia, sin embargo, es que la historia no se detiene allí. Avanzando por el conjunto de cuevas, se descubre un extraordinario conjunto de pinturas rupestres que luego datan de aproximadamente 30 años, las más antiguas, entre 27 y 25 años, las más recientes. Este es el punto en el que comienza la película realizada por Werner Herzog, un documental que trata de lo que él llama con razón el enigma de las pinturas de Chauvet.

Tomada en sí misma, y ​​casi vaciándola de contenido, puede decirse que la película trata de plasmar, no sin dificultades materiales y técnicas, estos soberbios conjuntos de la pintura paleolítica. Las dificultades son plenamente justificables: tras el descubrimiento, la cueva se convirtió en un objeto privilegiado de estudio e investigación y su entorno pasó a ser controlado, protegido y estudiado, con un acceso muy limitado. Hay una restricción en el movimiento de personas y equipos, por razones obvias de preservación.

Así, a excepción de Herzog, lo explora con un equipo mínimo y mínimamente equipado. La marca de esta precariedad dirigida y meditada, cuyo propósito es preservar el hallazgo, sin embargo, produce otro efecto a medida que la película cuenta la historia del hallazgo de esas pinturas. Nos guste o no, las imágenes documentales parecen reproducir en nuestra escala mental la originalidad de la experiencia de aquellos hombres paleolíticos. Las investigaciones, al darse cuenta de que la antigua entrada a la cueva, sellada por un deslizamiento de tierra, la hipótesis más probable, indican la dirección de la ubicación de las pinturas, especialmente los dos grandes murales, por así decirlo, en los que caballos, bisontes, mamuts y leones . Están ubicados más atrás en la cueva, en su punto más oscuro, un lugar donde no hay posibilidad de luz natural, que fue la deliberación de aquellos hombres. El artista o artistas pintaron con la ayuda de antorchas, existen evidentes indicios materiales que corroboran esta hipótesis, además de beneficiarse de la pintura del mismo modo, según las posibilidades de esa iluminación artificial, explorando la tridimensionalidad de la cueva. paredes mismas.

Según Freud, el inconsciente tiene una impronta representacional inequívoca, diríamos, lo que significa simplemente que los actos de la conciencia o actos conscientes están destinados por una forma o un contenido (dejo abierta la discusión) en relación con el cual esos mismos actos hacen. no son capaces de realizarlos, de ser “conscientes” de ellos, de “representarlos”. Los actos conscientes no son capaces de representar sus propios elementos inconscientes, que terminan por sobredeterminarlos. De ahí el chiste, el desliz, el lapsus y toda una serie de desplazamientos posibles del lenguaje y la representación.

Esta presencia del inconsciente no es clara, obviamente, es la parte oscura de la representación: es lo que no se ve en la representación.

El lugar de esas imágenes inmemoriales está también en la parte más oscura, no de lo que se ve, la representación de los animales, sino de lo que se sueña de lo que se ve, los animales como soñados. De este modo, el sentido precario de la captura de Herzog reconstruye –deliberadamente o no, da igual– esa experiencia primera o primordial con la imagen y su sentido, diría, casi en su sentido cosmológico: lo que yace en el fondo. de la claridad del pensamiento, pero no es claro, y el pensamiento sigue sin saber pensarlo. Aquel hombre que cazaba, fabricaba herramientas, se perfeccionaba a la luz del día, que se adaptaba al mundo a la manera de la ficción rousseauniana del hombre en estado natural, en las oscuras profundidades de la caverna de Chauvet, redescubría la imagen que lo acompañaba en los márgenes de la luz y su propia claridad.

La definición del lugar de las imágenes en el conjunto de cuevas les da buena parte de su naturaleza: allí, los neandertales paleolíticos tuvieron esa experiencia ancestral y original de comunicarse entre sí, desde el mundo que veían, evocando un invisible que figuraban. -lo que uno imagina cuando lo ve- pues llevaban lo más íntimo, y así intercambiaban la experiencia entre ellos: la imagen fugaz de lo que pensaban a la luz del día, atesorada en el fondo de la cueva, sólo visible por a la luz de las antorchas, se dirigieron diligentemente allí para encontrarla de nuevo.

Se comprobó que en las cuevas no vivía nadie, no eran un lugar para vivir, pertenecían a otra cosa: y la experiencia porosa de dejarse ver y ver por bisontes, caballos al galope, leones en manada, mamuts lanudos era el ritual y la escuela primigenia del yo, a través de la cual el hombre acababa descubriendo la fruición del otro: la experiencia común. Allí se reunieron bajo el biombo de piedra pálida de Chauvet, llenos de sueños que se olvidan, las imágenes de esos sueños y esos sueños en imágenes.

En el decorado donde predominan los caballos al galope –también hay bisontes, mamuts–, en una gran cámara, el decorado parece adornar lo que sería una fuente intermitente de agua en la cueva. De ahí una doble hipótesis, ambas notables: o bien ese mural sin retórica, en el que la yuxtaposición de las figuras sobre el plano irregular de la cueva acentúa aún más su carácter onírico, adorna el pozo de agua, don de los dones, agua potable, como como una Fontana de Trevi, sirva o no el agua para dar un trago fantástico a las imágenes de animales, ellos corriendo, galopando abiertamente, que la técnica del artista se cuidó celosamente de marcar, duplicando piernas y cuernos para caracterizar mejor el movimiento. En ambos casos, el secreto cosmológico de las imágenes: consagrar e instituir un aura a la experiencia inmediata ya través de esta aura establecer comunicación entre mundos y tantos mundos como sea posible.

Herzog, quien también narra el documental, habla en algún momento del nacimiento del hombre moderno en las pinturas de Chauvet. El epíteto parece inapropiado, pero uno entiende lo que quiere decir al comprender la experiencia que trata de describir. No es lo que hay de moderno en el hombre que nace, sino lo que hay en el hombre que es “como si fuera moderno”, porque es mas originales, y por tanto no tiene fecha, se actualiza permanentemente. En las líneas del artista, sintéticas, delineadas, elegantes, tal vez encontramos lo que Matisse llamó la mirada original del niño de cinco años, no porque esos hombres y mujeres fueran como niños o esos dibujos de niños -no lo son en absoluto- sino porque se ponen al día con el original como si fuera la primera vez.

En el fondo de la cueva de Chauvet se reunían con el propósito específico y especulativo de producir y disfrutar imágenes y, quizás, imágenes de imágenes, en un sentido metafísico, especulativo, espiritual. Lo que esos hombres consagraron fue esa experiencia común, ritual y especulativa, de encontrar al otro a través de lo común, en el fondo de las imágenes soñadas y soñadas en común.

Si la imagen de los animales galopando por un campo abierto, el campo de los sueños, bien puede llevarnos a este sentido especulativo y específico de la visita que hacían a las cuevas, en busca del sentido del sentido, no debemos limitarnos únicamente a la hipótesis metafísica, cosmológica y espiritual de aquella experiencia (paradójicamente tan cercana a nosotros), ni evocan insistentemente alguna metafísica paleolítica para ello. En un registro más prosaico, podemos evocar otros tiempos mundanos, también en vías de ser bloqueados por algún accidente geológico: la cinefilia también nos regala imágenes de dioses y diosas que nos consuelan en sueños que la realidad ya no nos da. Pero esto no es una mera ilusión, y esto también lo sabían nuestros antepasados: es la ilusión que enseña nuestra permanente inadaptación en relación con nuestra propia imagen, con la realidad y su imagen, su encanto y su maldición. Incluso si abrevamos los caballos de los sueños.

Cierro con un modesto homenaje a Jean-Paul Belmondo (9 de abril de 1933 – 6 de septiembre de 2021). Jean-Paul, experto en Molière y joven actor de comedia francesa, le pidieron que interpretara a un bandolero burlón, sentimental y cinéfilo. Todo para salir mal en esa película, como atestigua De Baecque, todo salió bien. Se inventó un director, se inventó un actor a partir de la invención de las respectivas imágenes. Que duermas en los mejores sueños.

*Alejandro de Oliveira Torres Carrasco es profesor de filosofía en la Universidad Federal de São Paulo (Unifesp).

referencia

La cueva de los sueños olvidados (Cueva De Sueños Olvidados).

Documental, 2010, 90 minutos.

Dirección, guión y narración: Werner Herzog.

Fotografía: Pedro Zeitlinger

Música: Ernst Reijseger

Montaje: Joe Bini, Maya Hawke

 

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