¿La burguesía tiene elección?

Whatsapp
Facebook
Twitter
Instagram
Telegram

por ELEUTÉRIO FS PRADO*

Comentario al libro “Austeridad: La historia de una idea peligrosa”, por Mark Blyth

Esta nota tiene la ingrata tarea, cualquiera que sea, de criticar un libro de gran éxito en el campo de la izquierda, que sustenta una tesis relevante en el ámbito del pensamiento crítico: Austeridad: la historia de una idea peligrosa, por Mark Blyth. Además, cuenta con el respaldo de economistas como Luiz GM Beluzzo, Laura Carvalho, Pedro Rossi, entre otros, combatientes consagrados en la lucha por la civilización en la actual etapa de desarrollo regresivo del capitalismo. Sin embargo, es necesario -se cree aquí- profundizar en la crítica contenida en el propio libro de Blyth.

En el Prefacio de la edición brasileña, Pedro Rossi resume un argumento central de los defensores de la austeridad que – menciona – “dialoga con el sentido común”: el gobierno, como las personas y las familias, tiene que pagar sus cuentas. Ahora, advierte, “la apelación al sentido común es una falsificación de la realidad: no hay factura que pagar; no es necesario reducir la deuda pública. Los papeles están pagados, se emitirán otros. (…) la deuda pública no se paga, se revierte”.

Para comentar esta afirmación es necesario separar analíticamente las deudas individuales y la deuda en su conjunto. Es evidente, como dice el propio Rossi, que las deudas privadas del Estado, expresadas en valores en poder de agentes del sector privado, se pagan de la misma forma que las deudas privadas de las personas y las familias -e incluso con más estricto respeto a los plazos-. más fidelidad a la letra de los contratos.

Ahora bien, decir que la deuda no se tiene que pagar en su totalidad, que se puede refinanciar, es decir algo cierto, pero tampoco es decir mucho. Pues la deuda en su conjunto es capital financiero que existe precisamente para extraer renta del “resto” de la sociedad, para pinchar –ahora siendo más precisos– parte de la plusvalía generada en el ámbito del capital industrial. He aquí, sí se puede dar la vuelta, pero no siempre y por completo, y esta es una consecuencia innegable de la sociabilidad capitalista.

La deuda pública es una forma de capital ficticio, es decir, un capital que no es valor en sí mismo y que no comanda la producción de valor, función exclusiva del capital industrial. Sin embargo, como sigue siendo capital en la sociedad fundada en la relación de capital, implica un derecho legítimo a apropiarse de una parte del valor socialmente producido. Austeridad, en definitiva, es el nombre de la política económica que obliga al cobro de este “tributo” en la fase actual del capitalismo neoliberal y financiarizado. El derecho a la captura de valor, como es bien sabido, es intrínseco al modo de producción actual y, por tanto, tiende a justificarse en base a preceptos morales. La austeridad, precisamente porque garantiza un derecho “sagrado” a participar en el resultado de la explotación, se presenta públicamente como una regla imperativa de moralidad. Se convierte así, supuestamente, en un deber del recto gobernante que no derrocha recursos.

Ahora, el libro de Mark Blyth es muy útil para mostrar cómo este derecho inicuo nunca se defiende con franqueza; por el contrario, se protege de manera encubierta a través de argumentos que se presentan como científicos. Así, suele estar blindado por economistas “serios y competentes” pertenecientes al campo de la teoría económica. corriente principal.

Por ejemplo, Blyth acusa de deshonesto el siguiente argumento engañoso de John Cochrane, de la Universidad de Chicago: “Cada dólar de aumento del gasto público debe corresponder a un dólar menos de inversión privada. Los empleos creados por la inversión en incentivos se compensan con los empleos perdidos debido a la disminución de la inversión privada. Podemos construir carreteras en lugar de fábricas, pero la desgravación fiscal no puede ayudarnos a construir más de ambos”.

Ahora bien, cualquier estudiante de posgrado en Economía sabe que este tecnócrata razona asumiendo que el sistema económico está en pleno empleo, situación que en realidad nunca se da en la economía capitalista, pero que los economistas de la economía corriente principal quisiera suponer como posible. Y que, lejos de ese equilibrio imaginario, cuando hay capacidad ociosa, el gasto público no sólo aumenta la demanda efectiva, directa e indirectamente, sino que también, al hacerlo, puede elevar la tasa de ganancia y, por tanto, la inversión capitalista. Es decir, en definitiva, es posible obtener “más de las dos cosas”.

Por supuesto, Cochrane no hace ciencia, sino que solo usa su cátedra en la Universidad de Chicago para defender con cinismo los intereses del capital financiero. Para ello, habla en nombre de una supuesta “confianza empresarial” que se establecería siempre que el gobierno se mantuviera austero. La austeridad como política de recorte del presupuesto para promover el crecimiento -Blyth demuestra con muchos argumentos- es falsa. Como él dice, es contraproducente: “es exactamente lo que no debes hacer porque produce precisamente los resultados que quieres evitar”.

Nótese, sin embargo, que el crecimiento, como característica posible y deseable del capitalismo, es un presupuesto de esta crítica. Pero esta premisa no se justifica porque el crecimiento no es el objetivo principal del capitalismo. Este modo de producción está guiado por la búsqueda de valorar el valor, o más bien, por su valoración incesante, siempre mayor, siempre que sea posible, pero no de manera bien coordinada, es decir, ex-ante. El movimiento de capitales, como sabemos, no está exento de contradicciones y trabajan para hacerlo conflictivo. Tales contradicciones, sin embargo, suelen ser reprimidas en términos de conocimiento por un discurso económico que se guía por la búsqueda de la coherencia macroeconómica.

El crecimiento se presenta como un requisito para la expansión del capital industrial porque esta expansión se basa en aumentar la productividad del trabajo, reducir la cantidad de trabajo empleado para un determinado nivel de producción y, al mismo tiempo, aumentar la capacidad productiva. Pero el aumento de la producción no es en modo alguno una consecuencia necesaria de la expansión del capital financiero.

Esto busca aumentar la extracción de interés (hablando en términos generales) incluso si esto finalmente obstaculiza la expansión del capital industrial. Es necesario aquí no confundir el capital financiero en su conjunto con aquella parte del mismo que financia empresas del sector productivo. Si el capital industrial es un vampiro que todavía necesita dejar vivir a sus víctimas, el capital financiero ni siquiera tiene esta limitación.

Según Blyth, la austeridad como propuesta teórica va en contra de lo que Keynes llamó la “paradoja del ahorro”, es decir, está en conflicto con la proposición según la cual “si todos ahorran al mismo tiempo, no hay consumo que estimule la inversión”. . Ahora, dice, si todos son austeros al mismo tiempo, por falta de inversión, no habrá un aumento, sino una disminución del ahorro total. Ahora bien, tal “falacia de composición” no consiste en un mero problema teórico, sino que refleja una situación que puede darse en el capitalismo realmente existente. Y esta posibilidad, cuando sucede, surge de un colapso estructural del propio capitalismo. Pues, su posible coherencia sólo se da a través de una constante inconsistencia. Es bien sabido que este sistema evoluciona de manera turbulenta, a través de crisis recurrentes y grandes choques.

Para Blyth, sin embargo, la expansión del producto social no solo es posible, sino también un deber moral. Así, además de derribar sus pretensiones científicas, quiere oponer otra moral al carácter supuestamente ético de la política de austeridad. El libro fue escrito bajo el supuesto de que no solo debe haber crecimiento, sino que debe venir acompañado de un aumento en el bienestar de amplios sectores de la población: “el objetivo de este libro”, según él, “es (…) ) ayudar a asegurar que el futuro no pertenezca solo a unos pocos privilegiados”. Ahora bien, si este tipo de auge se dio en el breve período keynesiano, después de la Segunda Guerra Mundial y hasta casi fines de la década de 1970, no significa que la producción de bienestar sea una virtualidad intrínseca y siempre posible del capitalismo.

En cualquier caso, Blyth presenta bien en su libro las consecuencias sociales de la política de austeridad. En otras palabras, reduce la tasa de aumento en la producción de bienes y amplifica la mala distribución del ingreso. Así es como Rossi resume el argumento del libro en su prefacio: “Al generar recesión y desempleo, la austeridad reduce las presiones salariales y aumenta los márgenes de ganancia; (…) tiende a aumentar la desigualdad de ingresos. Los recortes de gastos y la reducción de las obligaciones sociales dan lugar a futuros recortes de impuestos por parte de las empresas y las élites económicas. Y, finalmente, la reducción en la cantidad y calidad de los servicios públicos aumenta la demanda de la población por servicios privados en sectores como la educación y la salud, lo que amplía los espacios de acumulación de ganancias por parte del gran capital”.

Dicho esto, ha llegado el momento de justificar el provocativo título de este breve artículo: ¿la burguesía tiene elección? Y aquí es necesario distinguir analíticamente entre las personas socialmente postuladas como capitalistas y la clase capitalista misma. Es evidente que los primeros tienen la opción de oponerse a la austeridad, y muchos lo hacen incluso en perjuicio propio. Sin embargo, como miembros de la clase, como personificaciones y sostenedores del capital, están obligados a defender -incluso apelando a la hipocresía y al cinismo más extremo- su parte del botín capitalista. Y, como sabéis, no dejan de hacerlo.

Sin embargo, al afirmar que la austeridad se impone a la burguesía en el capitalismo financiarizado, no se cae en el economicismo. La política económica que se establece en cada momento está condicionada por el encuentro y conflicto de diferentes fuerzas políticas. Depende de las luchas sociales, de las formas en que las clases se involucran en la lucha política, clases que se guían por las culturas, tradiciones y circunstancias históricas actuales. En cualquier caso, la condena moral de la austeridad no parece ir muy lejos como crítica al rumbo del capitalismo contemporáneo. Es su funcionalidad la que debe eliminarse.

La austeridad no está ahí para nada. Debe verse que constituye un rasgo central de la política económica adoptada en la segunda fase del neoliberalismo, iniciada en 1997 y que aún no parece haber concluido, si bien el sistema globalizado del capital atravesó la gran crisis del 2007-08 y llegó a la crisis de 2020. Si en la primera fase, que va de 1980 a 1997, la tasa de ganancia subió en la gran mayoría de los países capitalistas, en la segunda tendió a caer nuevamente.

Con esta inversión, hubo un refuerzo en el proceso de financiarización.[ 1 ] Si en la primera fase la acumulación de capital ficticio proporcionó una salida al capital industrial excedente, en la segunda fase pasó a funcionar como su último y necesario refugio. El nivel de las tasas de interés, que se mantuvo alto en el primer período, tuvo que bajar en el segundo. La austeridad, entonces, surgió como una forma de garantizar la continuidad de la apropiación de la renta por parte del capital financiero en una fase de exasperación histórica. Tanto en el primer como en el segundo período neoliberal, hubo una persistente erosión del poder de la clase obrera, una progresiva destrucción de la protección social de la fuerza de trabajo, es decir, un constante debilitamiento del “bienestar” reivindicado por Blyth.

Si el desarrollo capitalista en general siempre oscila entre generar más civilización y/o generar más barbarie, la austeridad sin duda privilegia la segunda posibilidad. Es un modo de gobernanza inherente a la hegemonía del capital financiero. Pero este protagonismo no resulta de una “toma del poder” por parte de los financieros en detrimento de los industriales –y mucho menos de meras elecciones equivocadas de política económica. De hecho, surge como consecuencia del proceso de sobreacumulación de capital, de un desequilibrio estructural en el que ambas formas de capital están íntimamente entrelazadas. En todo caso, este exceso es y ha sido siempre inherente al propio capital. Ha sucedido otras veces en la historia. Se manifestó una vez más en la década de 1970, ahora como una ola de grandes proporciones, y, a partir de ahí, comenzó a configurar el desarrollo capitalista en las últimas cinco décadas.

Durante este período, su supremacía se hizo más fuerte y más peligrosa. Aquí tomó proporciones inéditas porque el mecanismo clásico para superar las crisis de sobreacumulación, la destrucción masiva del capital industrial y financiero, ha sido contenido por la intervención salvadora del Estado. Y esto ocurre porque se teme un gran colapso del sistema, que podría poner en peligro la supremacía de Occidente o incluso la existencia misma del capitalismo. Como contrapartida al bloqueo de la reversión de la acumulación -ésta, cuando ocurre, aniquila parte del capital previamente acumulado, creando, al mismo tiempo, las condiciones para la recuperación-, el capitalismo ha entrado en un proceso de estancamiento que se torna insuperable y que tiende, por lo tanto, a durar indefinidamente.

En estas condiciones, no hay justificación para albergar esperanzas significativas de que será posible devolver al capitalismo al camino civilizador. Esta esperanza, por lo tanto, debe centrarse en la posibilidad de transformarla. Ya sea a través de una fuerte represión financiera, aún dentro del marco del capitalismo, o cambiando el propio modo de producción, una necesidad frente al colapso ecológico en curso.

Esta nota no podía terminar sin una consideración metodológica. La insuficiencia de la crítica de Blyth surge del hecho de que es coyuntural y se contenta con examinar las causas y los efectos de las políticas económicas, de las interacciones macroeconómicas entre las clases sociales, que tienen lugar en la superficie de la sociedad. Lo que se requiere, sin embargo, no es el simple abandono de este tipo de preocupación analítica.

Lo que se necesita –se cree aquí– es fundamentar esta crítica coyuntural en una crítica estructural que examine la evolución del modo de producción en el tiempo histórico. Sumando esto último a lo anterior, se puede ver que no basta con abandonar una “idea peligrosa”, que no basta con cambiar la política económica, sino un cambio en el modo de producción mismo, en las relaciones de producción y en es necesario el metabolismo del hombre con la naturaleza, cambio que es capaz de garantizar la supervivencia de la humanidad. Si bien este cambio aún no se perfila claramente en el horizonte, se sabe que tiene que estar basado en la democracia sustantiva, y por tanto no puede reproducir los socialismos que realmente no existieron.

* Eleutério FS Prado es profesor titular y titular del Departamento de Economía de la USP. Autor, entre otros libros, de Complejidad y praxis (Pléyade).

referencia


Marcos Blyth. Austeridad: la historia de una idea peligrosa. São Paulo, Autonomía Literaria, 2020 (https://amzn.to/45qOQtl).

Nota


[1] Este es un resumen de la tesis de Tristan Auvray, Cédric Durand, Joel Rabinovich y Cecilia Rikap en Conservación y transformación de la financiarización: del Mark I al Mark II, texto que se encuentra fácilmente en Internet.

Ver todos los artículos de

10 LO MÁS LEÍDO EN LOS ÚLTIMOS 7 DÍAS

Ver todos los artículos de

BUSQUEDA

Buscar

Temas

NUEVAS PUBLICACIONES

Suscríbete a nuestro boletín de noticias!
Recibe un resumen de artículos

directo a tu correo electrónico!