por ARLEY RAMOS MORENO
Nos correspondería a todos los que estamos involucrados con las humanidades tratar de sugerir formas de juzgar la calidad de nuestra producción, dentro de la universidad tecnológica en la que estamos cada vez más insertos.
A modo de introducción
1. Las diferentes áreas
El tema de la relación entre el conocimiento científico, el conocimiento tecnológico y la reflexión crítica es amplio y complejo, el primero enfocado en la formulación de teorías sobre objetos, el segundo enfocado en la formulación de soluciones inmediatas a dificultades prácticas y el tercero enfocado en la explicación. de presupuestos presentes en los más diversos razonamientos utilizados para justificar lo que hacemos, pensamos y percibimos, incluso al formular teorías de objetos y soluciones a dificultades prácticas. Además de ser amplio, muestra de su complejidad es el hecho de que este tema ha sido centro de intensas discusiones a lo largo de los siglos, desde los antiguos griegos hasta la modernidad contemporánea. Si todavía merece la pena retomarla –y seguro que siempre lo será– habrá que ir por etapas, eligiendo y sugiriendo aspectos que nos puedan resultar más relevantes en este momento, o más familiares, sin perder por ello su naturaleza universal.
Consideremos un ejemplo, ya clásico –en realidad debido a Aristóteles, pero común entre los pensadores de la época– de un aspecto de la relación entre ciencia y conocimiento práctico. En el caso de la medicina, el científico tendría como único objetivo elaborar una teoría que pudiera explicar las enfermedades que nos aquejan; por tanto, el científico tendría acceso al conocimiento de los universales. A su vez, el médico centra su actividad en la curación de los enfermos y, por tanto, su interés se centra en la aplicación práctica del conocimiento universal de la enfermedad. Mientras el científico formula teorías sobre universales, el médico se sirve de tales teorías y trata de implementarlas en la vida práctica de sus pacientes - lo que ciertamente hace que proliferen nuevos interrogantes, ausentes de la reflexión exclusivamente teórica del científico, ya que no mira a los ojos del individuo que sufre, no ve su sufrimiento, sino que sólo piensa en la enfermedad universal.
Parece haber, pues, dos campos distintos, aunque no incompatibles, entre el saber y el saber práctico: mientras el segundo necesita reunir saber para poder actuar, el primero no necesita actuar para saber pues se mueve en la contemplación teórica. Esta separación de tareas no refleja, por supuesto, lo que sucede en la práctica diaria del científico y el ingeniero –llamémosle al individuo del conocimiento práctico– donde, efectivamente, los roles pueden alternarse. La distinción, sin embargo, es importante para guiar el análisis que sigue de la posición de las humanidades con respecto a la ciencia y la tecnología.
A primera vista, no es fácil ver los límites que marcarían claramente la actividad en el área de humanidades, en contraste con las áreas de ciencia y tecnología, ya que vemos el surgimiento, dentro de las propias humanidades, de disciplinas con la intención de convertirse en científico.- como es el caso de la lingüística, la psicología, la economía, ciertas ramas de la etnología, la antropología, la sociología, entre otras- o, también, con la intención de encontrar soluciones prácticas inmediatas -como es el caso de ciertas ramas de la lingüística y la psicología más enfocados al tratamiento terapéutico y asistencial, oa la formación instrumental en diferentes técnicas; o, como ocurre también en determinadas ramas de la economía, la etnología, la antropología y la sociología, destinadas a asesorar a las más diversas instituciones.
Así, dentro de las humanidades, tenemos sectores enfocados tanto al conocimiento teórico como al conocimiento práctico. Sin embargo, existe otro criterio que permite clarificar los límites entre las áreas de las humanidades y las de la ciencia y la tecnología –e incluso situar las diversas disciplinas que surgieron de las humanidades con la intención tanto de convertirse en científicas como de implementar soluciones prácticas a problemas inmediatos. El criterio es muy simple y ciertamente libre de controversia: se trata de la naturaleza del enfoque que estas actividades dan al objeto de estudio. Si las explicaciones y descripciones producidas son causales o mecánicas, podemos considerar que se trata de actividades científicas y tecnológicas. Si, por el contrario, las explicaciones y descripciones se ciñen exclusivamente a los significados del objeto de estudio, podemos considerar que se trata de actividades hermenéuticas, reflexivas o críticas, que podríamos calificar de humanísticas, por contrastarlas con las anteriores.
Por ejemplo, una rama de la psicología que describe aspectos del comportamiento humano en términos de reacciones fisiológicas o químicas a los estímulos podría considerarse una ciencia empírica, al igual que la física y la química, mientras que una rama de la psicología que se interesa en aspectos significativos del comportamiento humano puede ser considerado como parte de las humanidades.
Tenemos así un criterio bastante simple y esclarecedor –aunque provisional y meramente preparatorio– de las complejas relaciones entre las diferentes áreas: la ciencia y la tecnología corresponden a actividades que se centran en sus objetos de estudio desde un punto de vista empírico, mientras que las humanidades se centran en sus objetos desde el punto de vista de los sentidos que se les atribuyen. Este criterio permite aclarar, por ejemplo, que el abordaje humanístico del objeto está siempre permeado por conceptos del propio investigador, quien se ve abocado, por tanto, a elaborar metaconceptos para interpretar los significados que tematiza –en contraposición a el enfoque empírico en el que el investigador desarrolla conceptos de objeto, no metaconceptos, para describir y explicar procesos naturales de acuerdo con modelos mecánicos y causales.
2. Cantidad y calidad
La preocupación, por cierto, legítima, al evaluar la producción intelectual en las distintas áreas de la universidad debe atender a las diferencias básicas entre ellas, evitando recoger criterios exclusivamente en un área determinada y aplicándolos a otras áreas. Uno de los grandes peligros de esta aplicación generalizada y dogmática, tal como la vemos actualmente en nuestras universidades, es su carácter marcadamente ideológico, a saber, el proceso que transforma subrepticiamente medidas de cantidades –adecuadas, es importante repetirlo, para explicaciones y descripciones con un enfoque empírico – sobre criterios de valoración. El supuesto marcado ideológicamente es la idea de que el carácter objetivo de la cuantificación, que permite medir los procesos naturales, será preservado en el juicio del valor de la producción intelectual -y, más que eso, debe ser preservado para asegurar un juicio imparcial e imparcial- si cuantificar esta producción. La producción intelectual pasa a ser considerada un proceso natural y la técnica de cuantificación una forma objetiva de dar valor a este proceso – como si n+1 metros o kilogramos de alguna sustancia fueran mejores que n metros o kilogramos de esa sustancia, en lugar de ser más largos o más pesado.
Un proceso bien conocido y que ya ha sido ampliamente analizado por varios filósofos es la espacialización del tiempo, que es propiamente llevada a cabo por las ciencias naturales, tomando prestados los conocimientos elaborados por las ciencias exactas. Se trata de fijar propiedades de los procesos naturales en unidades extensivas y discretas, tal como las definen las teorías con las que se quiere aprehender conceptualmente los procesos. Importante herramienta teórica para las ciencias, la espacialización permite extender las transformaciones, los cambios y el curso de los procesos empíricos en general, y aplicarles medidas cuantitativas y modelos causales. Es el tiempo físico que así se objetiva en forma de medidas discretas, según coordenadas espaciales que son días, horas, metros, pesos, volúmenes, etc., que sirven para construir instrumentos como relojes, reglas, balanzas, y otros. – hacer medible, y por lo tanto inteligible, por ejemplo, la disolución del azúcar en agua, los puntos de ebullición de diferentes líquidos y la expansión de diferentes sólidos, el curso de los cambios biológicos en diferentes especies y en individuos, etc. Son técnicas eficaces para la apropiación de los procesos naturales y mecánicos por el pensamiento científico.
Este trabajo teórico sobre la objetivación no pretende aplicarse, sin embargo, a procesos que no son naturales y mecánicos en los que interviene el significado, como los procesos simbólicos. Así, por ejemplo, el físico y el químico no pretenden medir objetivamente la cantidad de justicia o belleza, ni siquiera la cantidad de pensamiento o comprensión evocada por un concepto dado o por una relación dada entre conceptos. Este no es su objeto de estudio. No es el mismo concepto de objetividad el que prevalece en los dos dominios de estudio.
De hecho, si la descripción y explicación objetiva de los procesos naturales se conquista, en gran parte, a través de la espacialización del curso de estos procesos, no ocurre lo mismo con los procesos simbólicos. En este caso, como hemos señalado, será necesario construir metaconceptos para preservar la objetividad, ya que no se limita aquí a espacializar como condición para pensar las cantidades y combinarlas en forma de descripciones y explicaciones causales. Será necesario construir instrumentos conceptuales que operen sobre otros conceptos, es decir, que neutralicen los contenidos subjetivos presentes en los significados atribuidos a los procesos simbólicos estudiados. Por ejemplo, los conceptos psicoanalíticos de inconsciente, pulsión, escena original, etc., son metaconceptos construidos por el investigador para neutralizar los significados presentados por el paciente y permitirle al analista organizar objetivamente los procesos mentales relatados.
El concepto de objetividad presente en este caso no es asimilable al concepto homónimo de las ciencias: mientras el segundo corresponde a hacer discreto y cuantificable lo que nos parece continuo y sin sentido, el primero, por el contrario, corresponde a neutralizar contenidos subjetivos presentes en el conceptos presentados como justificación del significado de lo que hacemos, pensamos, sentimos y percibimos. Para analizar objetivamente el significado, la construcción de unidades cuantificables no es relevante, ya que no se trata de medir, sino de interpretar a través de la mediación de metaconceptos – los movimientos del proceso de objetivación son, como puede verse, inversos: en un caso, la medición es un medio para dar sentido al proceso natural y, en el otro caso, la interpretación es un medio para controlar las formas subjetivas de atribuir significado a los procesos simbólicos.
Por eso, cuando se aplican criterios cuantitativos para evaluar la producción intelectual -tanto en el área de la ciencia, la tecnología como las humanidades- se produce la siguiente transformación conceptual: en la expectativa de preservar la objetividad de las descripciones científicas, se aplican medidas para lo que, en cambio, no es cuantificable por no ser reducible a procesos naturales, mecánicos y causales – para evaluar, para emitir juicios de valor de manera científicamente objetiva. El valor pasa a ser visto en forma de cantidad, ya que se aplicó un instrumento de las ciencias para evaluar los procesos simbólicos, portadores de sentido, operando, con ello, su espacialización: las conexiones de sentido pasan a ser consideradas como cantidades espacialmente discretas –en el forma de número de libros, artículos, publicaciones internacionales o nacionales, revistas indexadas o no indexadas, textos escritos en idioma extranjero o no, en inglés o en otro idioma, número de clases, conferencias, cursos, eventos, asesorías, consultorías, actividades administrativas, y tantas otras unidades espaciales que uno quiere inventar para que puedan ser medidas –y, por desgracia, disputadas entre las mejores candidatas…
He aquí una transformación conceptual de la calidad en cantidad, operada ideológicamente a través de la generalización indiscriminada del ideal cientificista de objetividad. Esta operación es ideológica al menos en dos sentidos. En primer lugar, como ya hemos señalado, porque corresponde a lo que podríamos llamar la cientifización tecnológica de la sociedad – al aplicar la idea de objetividad presente en las ciencias a todas las esferas de la vida social, tomándola implícitamente como una correspondencia con la verdad, que estaría supuestamente probada por la efectividad de las soluciones encontradas por la tecnología. Aquí tenemos los tres conceptos clave que encarnan el argumento utilizado para justificar esta operación ideológica: la objetividad del conocimiento científico conduce a la eficacia de las soluciones tecnológicas prácticas, y esto prueba que hemos llegado al reino de la verdad. En segundo lugar, y además, en cuanto a la evaluación de la producción intelectual en la universidad, la operación también es ideológica porque responde no sólo al interés coyuntural de mostrar a la sociedad la excelente calidad de esta producción, sino, principalmente, de mostrarla a través de medidas marcadas por la objetividad de las ciencias- así como, por supuesto, poder excluir objetivamente toda producción intelectual que no responda a los mismos requisitos, o más bien, excluir a todos aquellos que no aplican a la disputa, aquellos que sí no quiero colaborar...
3. La evaluación
Este marco previo más amplio podría esclarecer las distintas situaciones y dificultades que debe afrontar el proceso de evaluación de las distintas áreas de la universidad. Una vez que sea posible esclarecer, como intentamos sugerir, la transformación conceptual de la calidad en cantidad, que lleva a confundir el proceso de medición con la atribución de valor, entonces será posible distinguir dos procedimientos diferentes y caracterizar sus respectivos propósitos: sin más confusión.
En primer lugar, el procedimiento de cuantificación de la producción intelectual corresponde a la descripción empírica de esta producción. Procedimiento que puede ser muy útil, para ciertos fines, pero que no es capaz de cumplir con lo que se pretende, a saber, evaluar, asignar valores, de excelente a pésimo. En segundo lugar, el procedimiento para evaluar esta producción corresponde a emitir juicios de valor sobre los más diversos procesos simbólicos –en las áreas de la ciencia, la tecnología y las humanidades–, juzgando desde lo excelente hasta lo terrible. En el segundo caso, se trata de juzgar la pertinencia, importancia y originalidad de una determinada conexión entre conceptos que antes no estaban relacionados entre sí, conexiones tan frecuentes y revolucionarias en la historia de la ciencia como en la historia de la humanidad. filosofía. Vínculos que permitieron la creación de nuevas áreas de investigación, vínculos como entre el análisis matemático y la geometría, o entre el análisis de funciones y el análisis lógico del lenguaje; el paso de la concepción corpuscular a la de onda electromagnética, así como el paso de la concepción de espacio absoluto a la de espacio relativo, velocidad y tiempo; o, aún, la conexión entre la monolítica concepción medieval de la idea y la concepción de la idea como proceso psíquico y como representación, en Descartes, que permite el paso del realismo filosófico tradicional a las diversas formas del idealismo moderno.
Las conexiones conceptuales solo se pueden evaluar, no se pueden cuantificar, y esta evaluación depende de criterios que son internos al ámbito en el que se producen los conceptos y sus conexiones. De ahí otra característica diferenciadora fundamental entre evaluación y cuantificación: los criterios de evaluación deben estar recogidos dentro de los procesos a evaluar, lo que no ocurre ni debe ocurrir, en el caso de la cuantificación, ya que los procesos naturales no tienen sentido como naturales. Los vínculos conceptuales deben evaluarse a través de metaconceptos, que son instrumentos que permiten organizar los conceptos cuyo vínculo se está evaluando. Por ejemplo, los conceptos del campo de la geometría analítica permiten comentar, metalingüísticamente, los conceptos de los campos de la geometría y el análisis y, así, juzgar sobre la pertinencia, importancia y originalidad de la nueva área de conocimiento – de igual manera para los casos mencionados desde la física, la lógica matemática y la filosofía cartesiana. En el caso de medir cantidades, como ya hemos señalado, los criterios son externos a los procesos naturales e incluso, por razones metodológicas, deberían serlo, ya que su espacialización es una operación impuesta por el científico para hacerlas inteligibles y permitir que se les dé sentido. que se les atribuye, es decir, el significado que confieren los criterios cuantitativos a las medidas extensivas, es decir, en el espacio, de duración, volumen, peso, masa, energía, etc.
Parece claro, por tanto, que la evaluación de los procesos simbólicos que componen la multiforme producción intelectual de la universidad sólo puede realizarse con criterios internos a los propios ámbitos en los que se realizan las evaluaciones, respetando la lógica de sus conceptos, sus Conexiones. No existen estándares universales que se puedan aplicar a todas las áreas para juzgar el valor de los vínculos conceptuales, sino criterios internos a cada área de actividad e incluso internos a cada rama dentro de la misma área e incluso internos a cada teoría - con el grado de detalle con el que se propone la evaluación.
Así, en lo que respecta a la actividad de evaluación de la producción intelectual en la universidad, todas las áreas pueden estar sujetas a criterios internos y específicos -repitamos, con el grado de detalle deseado- que permitan juzgar la calidad de los vínculos conceptuales presentados, desde la casos de excelencia a casos despreciables, incluidos casos de errores fructíferos, tan comunes en la historia de la ciencia y la filosofía. En este sentido, sería un profundo error evaluar tratando de preservar la especificidad de las diferentes áreas a través de cuantificaciones diferenciadas, como, por ejemplo, estipular que libros, artículos, cursos, conferencias, asesorías, etc., tendrían diferentes pesos. para cada área - independientemente de su calidad simbólica, irreductible a pesos y medidas.
4. Las humanidades
Finalmente, sólo dentro de este contexto convendría reflexionar, con un poco más de claridad y menos confusión, sobre la especificidad del área de humanidades, sobre su posición y función dentro de una universidad cada vez más dominada por la ideología que podríamos llamarlo cientificismo tecnológico – mezcla de saber práctico y saber científico que subyace en su concepción del saber y de su actividad institucional, como señalamos, a través de los conceptos de objetividad científica, eficacia en la solución de obstáculos naturales y prácticos y verdad, como correspondencia entre conocimiento, conocimiento práctico y eficacia – o, en otras palabras, como correspondencia entre ciencia y tecnología.
En estas circunstancias – que, dicho sea de paso, no son exclusivas de la sociedad brasileña – sería oportuno preguntar al poeta, ahora trasladado al nuevo contexto: ¿Por qué las humanidades en una época estéril?
universidad tecnologica
1. Objetividad y certeza
Diversas y auxiliares son las concepciones sobre lo que son sujeto y objeto, así como sobre cuáles son las relaciones que mantienen entre sí. En consecuencia, existen también diferentes calificaciones atribuidas al conocimiento, según esté más ligado a las exigencias del sujeto o más ligado a las exigencias del objeto, como conocimiento subjetivo o conocimiento objetivo. Larga y profunda es la historia del diálogo entre las distintas concepciones y, principalmente, de los criterios presentados para sustentarlas, profunda por revelar marcas de las cosmovisiones propias de cada época y sus transformaciones.
Un caso llamativo, y sin duda ejemplar, que nos interesa directamente aquí, es el de la revolución galileana, que instauró un nuevo paradigma para el conocimiento objetivo de los hechos naturales. En adelante, será única y exclusivamente la actividad de traducir, al lenguaje matemático de los hombres, los caracteres matemáticos naturales con los que Dios escribió la naturaleza, al crearla, según esta metáfora instigadora en la que la creación divina se hace como escritura matemática. y según cálculos geométricos. Será necesario descifrar los segundos y traducirlos a los primeros, creando para ello un lenguaje adecuado a la par del otro, divino. Este es el fundamento de la objetividad, en adelante, frente a otras formas de actividad inmunes a la matematización, como las invertidas en el mundo interior y misterioso del sujeto, sus pasiones, intenciones, sentimientos y representaciones mentales. Este es el nuevo paradigma del conocimiento objetivo y su opuesto, el conocimiento subjetivo.
Este mismo paradigma de objetividad ciertamente prevalece hasta hoy, e incluso es el ideal perseguido por los diversos sectores del saber que progresivamente se desprenden de la reflexión filosófica y llegan a constituir el conjunto de las llamadas “ciencias humanas”. Este ideal implica entonces la construcción de modelos teóricos que, como los de las ciencias naturales, reflejen y expliquen los hechos estudiados, en este caso los hechos humanos, respetando su carácter simbólico. El mismo estado de angustia podría ser legítimamente estudiado tanto por la medicina como por el psicoanálisis –o bien, la misma multitud de personas, en un espacio restringido, podría ser legítimamente estudiada como una modalidad de saturación enumerable, de intervalo finito, por puntos cualesquiera, según a un cierto ritmo constante de asistencia, así como una reunión de protesta frente a la Rectoría de una Universidad. Será necesario, para las ciencias humanas, construir modelos más sofisticados que los “energéticos” (según la esclarecedora distinción sugerida por G. Granger).[ 1 ] – en los que el flujo de energía es constante y este es funcionalmente homogéneo a lo largo del curso – es decir, modelos que podemos llamar “informativos” porque introducen un excedente de energía resultante que vuelve a la entrada del sistema, modificando su propio funcionamiento. es el efecto de realimentación, en el que el sistema recoge e integra elementos externos para modificar su funcionamiento; es como si el sistema “aprendiera” con su acción, a imagen del hombre.
Modelos de este último tipo son bien conocidos en las áreas de la psicología del aprendizaje y de la inteligencia artificial –y, sobre todo, también son conocidos los diversos intentos históricos de implementarlos, como la economía política de Marx y el psicoanálisis de Freud– intentos, ciertamente, fallidos, por diferentes razones –la lingüística de Saussure y el generativismo de Chomsky–, cada una abriendo, a su manera, nuevos horizontes prometedores. Es el paradigma galileano el que permanece, en todos los casos, como telón de fondo inspirador para los intentos de tratamiento científico del hecho humano. Actividades que antes eran objeto únicamente de la reflexión filosófica, paulatinamente comenzaron a participar del área de la ciencia, bajo la forma de ciencias humanas, o –si preferimos ampliar el campo de la reflexión filosófica e incluir otras reflexivas y no- especialidades científicas – estas actividades dejan de existir participar en las humanidades para enriquecer el dominio de las ciencias.
La fuerza del paradigma proviene de su historia de aplicación y éxito, tanto por el dominio de los hechos naturales como por el consenso que, por eso mismo, ha consolidado a lo largo de los siglos. De ahí, irónicamente, el peligro que puede representar este mismo paradigma al imponer su imagen y, con ello, conducir a un uso ideológico del cientificismo –ya tan conocido, desde entonces–, a saber, la idea de que nuestro acceso a la verdad absoluta , porque el conocimiento es objetivo y no subjetivo, aunque la verdad a la que hemos llegado sea provisional, aunque sea sólo una etapa en el camino real, sin embargo, ya abierto por el paradigma. Será contra este uso exagerado del buen paradigma que aparecerá un nuevo personaje en el drama de las ideas.
De hecho, aunque podamos estar seguros de la objetividad del procedimiento científico, siempre será posible dudar de lo que pretendemos saber objetivamente según el paradigma galileano. Siempre podremos plantear dudas sobre cualquier afirmación objetiva sobre hechos de la naturaleza, sobre los mismos hechos escritos en caracteres matemáticos por Dios. Son bien conocidos todos los argumentos clásicos sobre las buenas razones que tiene el escéptico en este caso: ilusiones de los sentidos, sueño, dios engañoso. Así, gana la escena un personaje del mundo subjetivo, un personaje que habita el dominio en el que Dios no escribió en lenguaje matemático, y que será el único capaz de eliminar la duda y garantizar la certeza absoluta. Cabe señalar que, en este caso, no se trata de la verdad objetiva del científico galileano, sino de un elemento de otra naturaleza, algo que fundará la verdad objetiva en sí misma, algo que es una condición para la objetividad del conocimiento, pero que no puede reducirse a un conocimiento objetivable en caracteres matemáticos. Este elemento subjetivo será el fundamento de la verdad misma del conocimiento objetivo, indicando así que la verdad objetiva no es absoluta sino que depende de un fundamento externo a ella y de carácter subjetivo. Esto evitará, por ley, la aplicación ideológica del paradigma galileano de objetividad en el conocimiento científico. Así procede Descartes, como sabemos, cuando insiste en que, si bien es necesario hacer ciencia todos los días y reflexionar sobre la filosofía sólo algunos días al año, no hay que olvidarse de reflexionar al menos algunos días al año… – sin lo cual, añadiríamos, por nuestra cuenta, se puede caer en la tentación ideológica del cientificismo.
Así, es un elemento subjetivo que empieza a fundamentar la objetividad del conocimiento desarrollado en la ciencia galileana, por ejemplo, la verdad de que 2+2 es 4, o que un triángulo tiene tres lados, verdades con las que desciframos el libro de la naturaleza. escrito por Dios. La certeza de que pensamos, al dudar, garantiza que no nos equivoquemos al sumar, al definir figuras geométricas, al mirar los hechos del mundo exterior, ya que Dios, ciertamente lo mismo que Galileo, no nos engañaría. No basta, por tanto, reconocer la verdad objetiva del conocimiento científico; es necesario, más que eso, admitir que no es absoluto y, por lo tanto, no debe aplicarse de manera generalizada – ni afirmarse de manera dogmática. Así como no basta con apreciar un buen vino de una cepa superior, sino que también es necesario no dejarse embriagar por él, incluso poder volver a disfrutarlo… muchas veces.
He aquí una lección profunda que nos legó el idealismo filosófico: al esclarecer el sentido de la objetividad científica, mostró que este concepto tiene sus condiciones de aplicación y validez limitadas por la presencia de un sujeto de conocimiento – y no, por supuesto, de un sujeto individual .y psicológico – que piensa y actúa, creando así criterios para justificar su pensamiento y su acción. La construcción de técnicas y sistemas de medición es un ejemplo simple pero esclarecedor de esta profunda lección de idealismo. En efecto, si el conocimiento objetivo, al estilo galileano, conducía a verdades absolutas e independientes desde el punto de vista de un sujeto epistémico, entonces, por ejemplo, nada podría decirse sobre la ebullición de los líquidos excepto que hierven, porque sus diferentes puntos de ebullición se relacionan con diferentes sistemas de medida que marcan la presencia del sujeto epistémico: el agua hierve a diferentes temperaturas, o mejor dicho, a tantas temperaturas como escalas de temperatura se propongan para medir su punto de ebullición. Este sencillo ejemplo es válido para otras situaciones más complejas que parecen tener mayores consecuencias: las medidas de velocidad, como la del sonido y la luz, que son la base para medir distancias astronómicas y microscópicas, así como biológicas. Para Dios, que tiene un conocimiento absoluto de la verdad, estas distinciones no tendrían el menor sentido, ya que son relativas a la presencia del sujeto epistémico. La matematización y formalización de los modelos científicos es la garantía de su objetividad, según el paradigma galileano, y, al mismo tiempo, es la garantía de que nos alejamos del conocimiento absoluto de la verdad. Al relativizar la verdad del conocimiento objetivo de la ciencia galileana, el idealismo muestra que el conocimiento universal así obtenido nunca será absoluto. En otras palabras, el idealismo aclara el significado del concepto de conocimiento universal al ubicarlo en el dominio de las acciones humanas, como el consenso sobre los procedimientos metodológicos, y alejándolo de supuestas connotaciones metafísicas.
Del mismo modo, el idealismo muestra que el sujeto epistémico es el autor de los criterios utilizados para justificar que el conocimiento científico sea considerado como objetivo, frente a otras formas de abordar la experiencia consideradas como subjetivas. Finalmente, nos legó la aclaración de la situación conceptual en la que el concepto de objetividad tiende a aplicarse de manera dogmática, o mejor dicho, en la que se aplican los mismos procedimientos del paradigma galileano a todos los sectores de la experiencia, para garantizar la objetividad. de los resultados, incluyendo aquellos sectores que son inmunes a tal aplicación –como, en el caso que aquí nos interesa, las conexiones entre significados de conceptos, no entre hechos naturales. Nos legó, por así decirlo, el antídoto contra estos excesos.
2. Cientificismo y saber práctico
Aclarar esta situación implica que es posible detectar el supuesto de la aplicación generalizada del paradigma, a saber, como ya hemos indicado, la ilusión de que la verdad objetiva es autónoma y no necesita más fundamento que el objeto mismo. La ilusión consiste, por supuesto, en concebir la existencia de los objetos en sí mismos como entidades independientes de cualquier otra instancia, una ilusión, de hecho, muy cercana a nuestro presente, y con el que estamos viviendo, hasta el punto de generar la necesidad para textos como este que dice…. La aclaración nos permite aplicar el concepto de objetividad, por así decirlo, con más objetividad, o mejor dicho, sin asumir que su significado es absoluto e independiente de cualquier fundamento que no sea su propia aplicación, según el paradigma científico. El fundamento del significado de este concepto, como el de los conceptos en general, descansa en la actividad constante del sujeto de conocimiento que, como dijimos, crea y transforma criterios para el significado de los conceptos que aplicará a la experiencia. Esta es la marca de su profunda relatividad: las convenciones en torno a las cuales confluimos, pero que necesitan ser explicitadas y en todo momento retomadas y colocadas en su lugar, es decir, en el lugar de las convenciones humanas -y no en el de entidades metafísicas autónomas.
Si conseguimos librarnos del dogmatismo cientificista, gracias a la clarificación conceptual que proporciona el idealismo –de hecho, en todas sus formas, desde Descartes hasta las fenomenologías modernas–, tendremos la oportunidad de evitar la consecuencia ideológica que de él se deriva, que consiste en , como ya hemos mencionado, en transformar relaciones conceptuales de significado en relaciones entre unidades espacializadas a través de índices numéricos. La ilusión metafísica original conduce imperceptiblemente a actitudes y decisiones marcadas ideológicamente que excluyen todo lo que no se somete al supuesto patrón de objetividad.
Las relaciones conceptuales de significado no están sujetas a cuantificación, sino sólo a comprensión. Evaluar no es lo mismo que medir: Evaluar significa crear criterios para juzgar el valor, mientras que medir significa crear unidades discretas para cuantificar extensiones. Ahora bien, al cuantificar los juicios de valor, según el paradigma galileano de la objetividad, con el propósito de crear criterios para evaluar la producción intelectual –aun sin pretender reducir el juicio a la cuantificación– se acuerdan unidades de valor –como tipos de publicaciones y tipos de actividades– y se les asignan índices numéricos. Las buenas intenciones, una vez más, en este caso, alejan del paraíso... En efecto, al cuantificar un juicio de valor, así como al cuantificar cualquier otro hecho o proceso, habrá que neutralizar, en primer lugar, su eventual valor. para, sólo entonces, numerar. Sin embargo, ¿sería legítimo neutralizar el valor de lo que precisamente debe evaluarse? Es en el acto de neutralización de valores que podemos señalar el movimiento ideológico, en este proceso de cuantificación de la calidad. De hecho, el valor se neutraliza suprimiendo el acto de juzgar y sustituyéndolo por una “partitura”. No tiene sentido decir que la unidad del libro debe valer más o menos puntos que la unidad del artículo o la unidad de la clase, etc. Cada una de estas unidades no tiene, a priori, ningún valor que pueda traducirse en un número de puntos, es decir, sujetas a un estándar para medir extensiones. El valor no es una sustancia que acompaña a cada objeto como si fuera su extensión física, sino algo que se le suma en el uso que se hace de él. Por lo tanto, al tratar de neutralizar el valor de una de estas unidades, en realidad estaremos aplicando ideológicamente la legítima exigencia de la objetivación galileana a los hechos naturales, es decir, estaremos actuando como si estuviera menos expuesto a errores y equivocaciones a Discretizar lo que no es es discretizable que emitir juicios de valor basados en interpretaciones del significado de los conceptos.
Si no es posible sustraerse a la situación actual que nos obliga a actuar de esta manera -o más bien, cuantificar procesos simbólicos que son las actividades intelectuales en la universidad, sujetas sólo a interpretación y juicio, pero no a cuantificación- y organizarlas bajo la forma de planillas contables para rendir cuentas públicas a la sociedad-, que al menos tengamos en cuenta el desplazamiento ideológico aquí realizado, para que tratemos de evitarlo centrándonos en el profundo desafío que consiste en sugerir criterios de evaluación compatibles con los diversidad de estas actividades, incluso dentro de las diferentes áreas.
Por otro lado, no sería menos importante si consiguiéramos escapar de la imagen metafísica de la objetividad presente en el cientificismo, porque esta imagen favorece otra fuerte vertiente ideológica presente, a su vez, en nuestras sociedades actuales, a saber, la que establece relaciones íntimas vínculos entre el conocimiento científico y la actividad tecnológica. Es la conexión, mencionada anteriormente, entre el éxito empírico y la eficacia de las implementaciones técnicas y la verdad objetiva del conocimiento científico, como si el éxito en hacer que una máquina se moviera y manipulara el entorno fuera una consecuencia necesaria de las teorías del aprendizaje y el movimiento de los cuerpos. . De hecho, y por el contrario, actuamos con naturalidad sin ninguna teoría –comemos y nadamos, e incluso podemos aprender imitando, como, por ejemplo, hablando–, sin ningún conocimiento previo de una teoría que pueda sustentar nuestras respuestas a respeto por lo que hacemos. Este es el punto de vista de la tecnología, es decir, la implementación práctica de esquemas teóricos, no la construcción de teorías sobre cómo son los hechos. El vínculo ideológico es aquí muy fuerte, porque pone en juego conceptos de la tradición filosófica, como la tríada platónica entre verdad, bondad y belleza. Una vez asumida la conquista de la verdad objetiva por medios tecnológicos, como lo demostraría la eficacia de sus éxitos prácticos, entonces habríamos logrado el bien, con justicia para todos y equidad -ya que, en la actualidad, el ente social está investido de mercado-. con autonomía y de racionalidad, pudiendo distribuir sus productos de acuerdo con las necesidades expresadas en las demandas sociales – y, en consecuencia, el bello – estado social contemplativo de goce de las cosas bellas, a ser garantizado por la estabilidad económica, inalcanzable por los males del agitación política. En este esquema, el conocimiento científico, según el paradigma galileano de la objetividad, se pone al servicio del conocimiento práctico a través de acuerdos millonarios entre universidad y empresa, fomentando la tecnologización de las actividades universitarias.
Ahora bien, es fácil ver que las formas de uso y concepción del tiempo y el espacio dentro de la vida universitaria son muy diferentes, basta con observar las diferentes actividades que la constituyen. Espacios concebidos para la asimilación paciente de conceptos, a través de aulas, de tamaño mediano, y muchas salas de lectura individuales, en las que incluso las paredes y ventanas están construidas para facilitar la asimilación activa de conceptos, a través de oídos atentos al silencio y ojos sedientos de luz – contrastan con grandes espacios de laboratorio donde las ideas se materializan en microscopios y telescopios, cobran vida al disolverse y reaccionar con sustancias químicas o se proyectan dentro de aceleradores, mezclándose con partículas casi inaprensibles. Grandes bibliotecas, verdaderos museos del pasado más remoto, pequeñas aulas y muchas salas de lectura, contrastando con grandes laboratorios y muchas revistas de actualidad, lugares donde las clases teóricas se confunden, en ocasiones, con la manipulación de conceptos dentro de tubos de ensayo. Por otra parte, por ser muy individualizada, la asimilación de conceptos y su interpretación, es decir, y la producción de metaconceptos, no sigue el mismo ritmo que las reuniones grupales y el trabajo compartido. En este último caso, el tiempo de producción es más rápido, ya que está muy determinado por la comprobación de hechos, mediante la verificación de hipótesis, y la división de tareas puede ser una estrategia eficaz, fomentando el trabajo en grupo. De ahí la sana costumbre de compartir también publicaciones, con varios autores, costumbre, sin embargo, difícilmente concebible como fructífera en el área de las humanidades.
Estas diferencias se profundizan cuando consideramos actividades en el área de tecnología. El espacio para laboratorios se convierte en el factor más importante, ampliando y muchas veces reemplazando el espacio de los tradicionales laboratorios de investigación científica. Los libros y periódicos son reemplazados por publicaciones “preimpresas”, que presagian ideas incompletas, pero comprobables por prueba y error; las hipótesis sobre la posibilidad de los hechos son reemplazadas por soluciones ad hoc, que deben ser probadas de acuerdo con las circunstancias materiales y empíricas. Por lo tanto, el tiempo de producción también se vuelve más rápido, ya que esto es lo que se espera del conocimiento práctico: se espera que sepamos nadar, aunque nos tiren por la borda, incluso si no hemos aprendido las reglas de natación.
Estas son algunas de las diferencias en la organización espacial y temporal de quienes buscan construir una máquina que se mueva adecuadamente en una situación dada; de los que buscan comprender el movimiento para ser capaces de responder a la pregunta de cómo es posible; y los que buscan esclarecer el significado del concepto de movimiento, es decir, que algo se mueve.
Es dentro de este marco que sugerimos la cuestión de las humanidades arriba.
¿Por qué las humanidades, en una época estéril?
Una respuesta sugerida podría ser el presente texto: sin producir nada, ni pretender imprimir transformación alguna en los hechos del mundo, sólo lanza una expectativa de esclarecimiento, para el pensamiento, sobre el significado de algunos conceptos.
De esta forma, sin criterios precisos para siquiera responder a esta pregunta, no podemos evitar la tentación de plantear una duda definitiva sobre la posibilidad de presentar criterios internos a los procesos simbólicos que permitan juzgar su calidad. En otras palabras, ¿no sería una mera ilusión tratar de juzgar objetivamente lo que se experimenta en forma de sentido, y no de hecho, es decir, procesos que nosotros mismos construimos y en los que estamos plenamente involucrados?
Correspondería a todos los que estamos involucrados con las humanidades tratar de sugerir formas de juzgar la calidad de nuestra producción, dentro de la universidad tecnológica en la que estamos cada vez más insertos.
*Arley Ramos Moreno. (1943-2018) fue profesor de filosofía en la Unicamp.
Publicado originalmente como un capítulo sobre Formación humana y gestión educativa: el arte de pensar amenazado (org. Águeda Bernadete Bittencourt y Naura Siria Carapeto Ferreira, São Paulo: Cortez, 2008). republicado el En defensa de las humanidades (org. y presentación de Rafael Lopes Azize, Salvador: EDUFBA, 2020). Disponible http://repositorio.ufba.br/ri/handle/ri/33450).
Nota
[ 1 ] Gilles-Gaston Granger, Formas, Operaciones, Objetos (París: Vrin, 1994, p.14).