por Flavio Aguiar*
La pandemia y el año de la pandemia
¿Qué imágenes quedarán en nuestras retinas, tan fatigadas como las marcas y cicatrices de este 2020, tan pandémico como lo es? Acudamos a ciertas -o inciertas- modalidades literarias para arriesgar algunas conjeturas. En el escenario trágico estarán las fotos de tumbas poco profundas, improvisadas por miles en diferentes partes del planeta, debido a la mortalidad que causó el Covid-19, ayudada en ocasiones por la negligencia genocida de gobernantes como Trump, Bolsonaro e inicialmente Boris Johnson.
Si pasamos al plano dramático, encontraremos lo que puede convertirse en el símbolo de las paradojas de este terrible año: la máscara, indignada por muchos como el icono de salvar vidas, condenada por negacionistas de todo color y puntos cardinales como las tenazas de autoritarismo estatal restringiendo el campo de las “libertades individuales”, es decir, en este caso, el campo donde se manifiesta el desprecio por la propia vida y sobre todo por la vida de los demás. No se puede perder de vista un aspecto irónico del uso obligatorio de mascarilla en diversas circunstancias. Esta obligación vino a raíz de las prácticas islamófobas del melodrama “cristiano-occidental”, persiguiendo y prohibiendo el uso de burkas, bufandas y otras prendas por parte de las mujeres musulmanas, muchas veces para ocultar el rostro.
Entrando en el terreno de la tragicomedia, podemos privilegiar las frases groseras de Bolsonaro y Trump, uno hablando de una “gripecita” en relación a la pandemia, tratando obstinadamente de “desacreditar” las vacunas, especialmente al “enemigo” chino, y el otro, derrotado en parte por su negligencia ante la catástrofe americana, aferrándose tenazmente a su silla en el Despacho Oval de la Casa Blanca. Ambos se asemejan a esos personajes que el filósofo Henri Bergson caracteriza como “autómatas” del bajo cómico, que reaccionan siempre ante todo de la misma forma monótona y grotesca, negando la realidad del contexto en el que se encuentran, y viviendo en el plano alternativo de su narcisismo egocéntrico, opaco y obtuso.
Si realmente estuviéramos en un escenario, tendríamos una comedia verdaderamente satírica, un plato hecho para un Aristófanes, un Plauto, para encarnar al Braggart Soldier of Comedia del Arte, o, más de cerca, a la comedia costumbrista de nuestro Martins Pena o a la mirada mordaz de Oswald de Andrade en El rey de la vela. Como estamos en el teatro de la vida real, vemos que ese tonto automatismo de ambos es uno de los vectores de la tragedia que estamos viviendo: de ahí la sensación de tragicomedia. O incluso, en el límite, Teatro del Absurdo.
Pasemos a la epopeya. Dos tipos de personajes compiten -amistosamente entre sí- por el proscenio de este género. Por un lado, están los millones de trabajadores de la salud, que luchan por salvar vidas, muchas veces en condiciones adversas, poniendo en riesgo las propias. Por otro, los millones de militantes que, muchas veces poniendo en riesgo su propia vida, se comprometieron durante un año aciago en la lucha contra el racismo.
El 25 de mayo de este año, el negro George Floyd fue asesinado en la ciudad de Minneapolis, Minnesota, en Estados Unidos, por el policía blanco Derek Chauvin con la complicidad de otros tres compañeros de uniforme. Floyd había sido arrestado por cargos de pasar un billete falso de $20 al comprar cigarrillos en una tienda de conveniencia. Esposado y tirado al suelo, fue asfixiado por la presión de la rodilla del policía sobre su cuello durante más de 8 minutos.
A partir de entonces, el movimiento antirracista estalló en Estados Unidos y en todo el mundo, bajo el lema “Negro Materia Vidas", "Las vidas de los negros son importantes". La extrema derecha y sus gobernantes acusaron a los manifestantes de “terrorismo”, acusando también a los manifestantes que se congregaron bajo la bandera de antifascismo. Las manifestaciones requerían un triple coraje: el de desafiar la represión policial, el de desafiar la pandemia y también el de mantener las normas esenciales de protección sanitaria, muchas veces ridiculizadas por esos mismos gobernantes que acusaban a los militantes de “prácticas terroristas”.
En este año 2020, la lucha contra el racismo lideró la lucha contra otras formas de discriminación, aquellas contra otros grupos frágiles, minoritarios o no, encarnando también simbólicamente la lucha contra la discriminación social por condiciones adversas como la pobreza, las diferencias religiosas y culturales.
Si pasamos al género lírico, la cosa se complica. Primero, porque todos vivimos, los inmersos en el Occidente Capitalista Extendido (porque incluye gran parte de la antigua Europa del Este comunista), en un estado de lirismo exaltado, según algunas versiones modernas de la Poética Clásica (ver Emil Staiger, Grundbegriffe der Poetik (1946) Conceptos Fundamentales de la Poética, Tempo Brasileiro, 1969). Me explico: para el filósofo suizo, lo que define a los géneros literarios clásicos es la relación entre la voz articuladora del texto (en adelante, el “poeta”), el texto y el lector o público. En la tradición original de la epopeya, la corte griega, el poeta y el público están cara a cara, porque el poeta canta el "texto", que no fue escrito. En el género dramático, el poeta desaparece detrás del “texto”, cuyo proscenio está ocupado por personajes que se dirigen directamente al público. En el género lírico ocurre lo contrario: el público desaparece detrás del poema, porque el poeta parece dirigirse directamente a la fuente de su poema, ya sea la Naturaleza, Dios, su autoproyección, lo que sea.
Como Narciso, el poeta lírico se dirige a su imagen, que asume y proyecta humanidad. Hoy, en este Occidente Capitalista Expandido, densamente introvertido entre sus triunfos y crisis, dominado por la percepción de los espacios celulósicos, smartphone, virtuales y televisivos, vivimos un momento de narcisismo extremo. Las pantallas que nos rodean subsumen al Otro, a la Alteridad. Nada es más vehementemente narcisista que una discusión en Internet. Nuestro “poeta”, transfigurado en “internauta” o lo que sea, básicamente sólo se ve a sí mismo en la pantalla. Por eso los textos se vuelven tan agresivos, tan irritantes, tan breves: no se ve al “Otro” y su reacción a nuestras palabras ardientes de exaltada subjetividad.
Plataformas como Skype nos permitieron vislumbrar fugazmente el rostro del otro, pronto perdido en la pequeña pantalla de los Smartphones y WhatsApp, o en los laberintos de Facebooks, Instagrams, Twitters, etc. Vivimos en un tiempo acelerado de quejas permanentes, satisfacciones efímeras y frustraciones duraderas. Dice el viejo refrán que, para el inglés, nada es más antiguo que el “Times” de ayer; para los franceses, nada más añejo por la tarde que la baguette por la mañana. Habría que añadir: para nosotros nada hay más superado que el post hace dos o tres horas.
Hay quienes pueden sobrevivir a este naufragio en un individualismo sin límites. Para mí, el máximo icono de esta supervivencia fue la continua intervención en nuestro 2020 del Papa Chico I, con sus oraciones, homilías, encíclicas, sermones, frases cotidianas, lo que sea. Chico I parece dirigirse directamente a la Naturaleza Amenazada y por eso mismo Amenazante, a Dios (su Dios Misericordioso, no el Ogro adorado por la extrema derecha), la Humanidad Expandida, que no se limita sólo al universo católico o cristiano. Lleva consigo la palabra de tolerancia frente a la intolerancia de estos tiempos individualistas que se agudizaron tras la crisis de 2008 y los planes salvacionistas de austeridad neoliberal. Steve Banner y el cardenal Raymond Burke tienen razón cuando consideran a Chico I su principal enemigo.
Sé que hay mucha gente que frunce el ceño alegando que la Iglesia católica sigue teniendo dogmas conservadores (que es cierto) y que el Papa hace poco al respecto. Humildemente recuerdo que Chico I fue elegido Papa de Roma, no líder de una célula de un partido de extrema izquierda en las afueras de una gran ciudad. Y que él, a diferencia de mucha gente que se asienta, ha ido haciendo lo que puede.
Haz lo que puedas, aspirando a poder hacer cada vez más: quizás esta sea la lección profunda de este 2020 que mal empezó, siguió mal y terminará dejándonos un legado de dudas e incertidumbres. Estamos en el lugar de aquellos marineros de la expedición de Colón, en un momento determinado de la película de Ridley Scott 1492, la Conquista del Paraíso: estar de pie en medio del océano, sin viento, con las tareas de nuestra vida cotidiana desorganizada amontonándose, acelerando, sabiendo de dónde partimos, pero sin tener la menor idea de hacia dónde vamos. Para empeorar nuestra situación, los espectadores de la película sabemos que el líder de la expedición, el navegante Colón (Gerard Depardieu), tiene una vaga idea de hacia dónde se dirige, pero está completamente equivocado.
Que Chico nos bendiga.
* Flavio Aguiar es periodista, escritor y profesor jubilado de literatura brasileña en la USP. Autor, entre otros libros, de Crónicas del mundo al revés (Boitempo).